Hace años, en un libro bien editado, en
buen papel, con una portada simpática y de un autor que usaba el pseudónimo Guy
de Forestier, de título Mis queridos
mallorquines, para precisar, leí que los mallorquines en sus comercios no
venden, sino que les compran. Es más, pueden llegar a exhibir una pose no ya
indiferente hacia el potencial cliente, sino incluso, claramente hostil. ¿Y usted quién es? Me preguntaron en una
ocasión cuando llamé por teléfono a una tienda de cortinas. Esta actitud, que
ya la había leído en el divertido libro de Gerald Durrell, Filetes de lenguado, ─en aquella historia los propietarios de los
locales de una calle inglesa debían de evitar a toda costa sobrepasar una cifra
de ingresos anuales para seguir beneficiándose de un alquiler ridículo─ digo
pues, que esta actitud me resulta sorprendente.
Dicen que el mundo del libro está
desplomado, que los ingresos han caído entre el 20 y 40% según las fuentes, que
las librerías cierran en dominó (a pesar de que las estadísticas dicen que por
cada una que cierra, abre otra…). Dicen que no hay lectores, que la gente se
distrae ahora con sus teléfonos móviles más que leyendo libros, que el libro
digital es el enemigo del libro de papel, que los libros son caros, y otras
muchas cosas, todas un poco ciertas, y ninguna verdad absoluta. Ante todo ello
yo les pregunto: ¿Alguna vez, en una librería o quiosco alguien se les ha
acercado a venderles un libro? Porque una cosa es poner a la venta, y otra
vender. Yo pongo una placa en la puerta de la calle y no por ello se me llena
el despacho de clientes…
¿Quién vende pues el libro? ¿La portada?
(si le sorprende) ¿La contraportada? (si tiene gancho) ¿El nombre del autor?
(será si lo conoce usted) ¿El prestigio o la línea de la editorial? ¿El
librero? ¿La boca del amigo en nuestra oreja? ¿Cuántas ocasiones recordamos
haber entrado en librerías como La Central, Fnac o las desaparecidas Herder,
Laie, Catalonia y fascinarnos ante la contemplación de un ejército de lomos y
portadas, y sumirnos en un monacal silencio y el olor a papel, a goma de
guarda, o simplemente a polvo, ante la presencia muda y casi reticente de
jovencitos somnolientos de gafas de pasta y cabellos revueltos o largos, mates
o grasientos, que hacen sentirle a uno que ha profanado su templo en el que
dedican su tiempo a inventarios o a qué sé yo. Tras una cola tediosa de
solicitantes pides información sobre un libro y, oh, no está, pero no hay
pregunta de vuelta, o contraoferta con un título de características parecidas,
o del mismo autor. No se levantan de la silla si pueden evitarlo. Y más allá
del día del libro, del aniversario de la muerte de un autor, o de la concesión
de un premio Nobel, no parece haber otro estímulo en la venta. (alguna película
pone de moda al libro que la inspiró, si tiene suerte…)
Nadie ni nada te guía ante el decepcionante
escaparate de las novedades excepto por el termómetro vertical de “los más
vendidos”. ¿Por qué no ponen en su lugar los que más nos han gustado en esta
librería? ¿Por qué todas las librerías clasifican los libros de la misma
manera? Por editoriales, o por temas generales como narrativa en castellano,
historia, psicología… ¿Por qué no organizar, al menos los libros de ficción, por
emociones? Libros para partirse de risa, libros que te quitarán en aliento,
libros para llorar, libros para no leer por la noche, libros para leer con una
sola mano (como los de la sonrisa vertical), libros para soñar, los libros que
leíste cuando eras pequeño…
¿Por qué dan tanta importancia a la novedad
y no a la relectura, o a la reedición? Es posible que la gente hoy en día lleve
menos que antes un libro en las manos, pero dudo que tengan menos necesidad de
que les cuenten historias. En una gran frase de Robert Mc Kee, decía que las
historias nos arman para la vida. No se trata pues de entretenimiento ni
consumo, se trata de aprender a vivir, reviviendo en la lectura de las historias
ajenas, nuestros dilemas particulares. Hace ya mucho que aprendí que las cuitas
de uno son los conflictos de todos, que todo se repite, que no hay nada nuevo,
y aun así, como los niños que obligan a sus padres a contarles el mismo cuento cada
noche una y otra vez, nosotros también necesitamos que, en versiones renovadas,
nos recuerden y prevengan, y nos iluminen el camino invisible del acontecer
ante nuestros ojos, o si ya ha acaecido, si es doloroso o angustiante, que nos
conforten con el bálsamo de lo común, del mal de muchos, de la esperanza en un
futuro mejor o la confianza en nuestros propios medios para sobreponernos ante
la adversidad.
Por todo ello, no soy pesimista. Dicen que
en los tiempos que corren hay más escritores que lectores, que las editoriales
y las agencias editoriales en España están saturadas de escritores, que solo
trabajan con valores seguros. Pero los escritores “seguros” (es decir, los que
aseguran ventas) tampoco son fuentes inagotables de buenas obras, y ante la
prisa o la presión de los contratos, escriben obras que menguan en calidad de
las predecesoras. Es notorio en los libros por encargo, en las segundas
entregas de bestsellers “primicia”. Por suerte, otros autores con seguridad
mejor demostrada en el oficio que en el número de ventas, mantienen el nivel.
Hay que tener en cuenta, que a los ojos de una editorial, una venta de cinco
mil ejemplares es todo un éxito. ¿Tanto cuesta vender cinco mil libros?
Como mensaje final, clamo a los libreros,
partícipes de un buen porcentaje del precio de venta, tanto como un 30%
(compárenlo con el 10% o menos que le queda al autor), que se arremanguen y
sonrían, que instruyan a sus muchachos a ser más comerciales, que el mercado
del libro debemos estimularlo entre todos, libreros, lectores y escritores.