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lunes, 18 de junio de 2018

EL MISTERIO DEL HOMBRE ÁRBOL. CAPÍTULO 2


CAPÍTULO 2

El origen de un investigador universal

Nunca se conoce bastante
De ahí que también en lo conocido
Se halla lo desconocido y su llamada

El deseo de experimentar, de conocer,
Me hace con frecuencia llevar en mi obra una marcha
Discontinua; que a lo mejor se debe a que me interesa
Más la experimentación que la experiencia.
También prefiero el conocer al conocimiento.


Aromas y pensamientos, de Eduardo Chillida


Canaima, Venezuela, 1990

«Querido hijo, sé que nunca me perdonarás que te privara de una vida de lujo en París y os enterrara a vosotros y a vuestra madre en Ucrania. Pero debes saber que ese es tu origen, y lo único verdadero. Lo demás, todo lo que heredé de mi padre, fue una mentira, tal vez conveniente para él, pero una falsedad insostenible. Tu abuelo fue un genio, hijo. Un genio y también un asesino. Sus cuadros colgados en el Hermitage junto a los salones rojos de Matisse no pueden lavar la sangre que derramó para pintarlos. Ese erotismo sangriento no era otra cosa que una fotografía de la realidad. Sus cuadros arrancaron la vida a esas musas desgraciadas, desangradas, cuerpos que entregaron el alma a un monstruo, que las mezcló con blanco de zinc, o con amarillo Nápoles, o con rojo cadmio, o azul de Prusia, y las apresó bajo capas de óleo en las telas. Por ello conquistó la grandeza, porque pintó con la mano del diablo, porque sacrificó su inocencia y la paz espiritual de nuestra familia. Pero aunque escondió su apellido, la carga volvió a salir a la superficie. Y yo lo supe, Rasputín. Lo averigüé y me tuve que ir. Su apellido, y por tanto el nuestro, es Raskolnikov, que en su huida de Ucrania cambió por Bulgakov. Me dijo que tampoco era ese su linaje, que había nacido en España, que tenía otros hermanos famosos en el mundo de la pintura, pero no quiso nombrarlos. Ya sé que vuestra vida ha sido complicada, y también que lo será más tras haber denunciado a mi padre, a tu abuelo, ante las autoridades de Ucrania. Pero se lo debía a las víctimas. Tenía que hacerlo. Y al mismo tiempo, si os veis obligados a huir de Ucrania, será mi jugada de vuelta. Yo os metí a la fuerza en ese gélido país, y a la fuerza os sacaré. Con ello solo puede esperaros un destino mejor».
      Acabó de leer el mecanuscrito, arrugó el papel y se lo metió en el bolsillo. ¿Qué sabía de su pasado? Bien poco. Su padre siempre había sido un hombre reservado. Nació en París, y por un motivo oculto, dejó la ciudad de la luz para internarse en esa oscura región de Ucrania, en un país comunista, donde arrastró a su familia a una vida llena de limitaciones. A Rasputín le costó entender que su padre hiciera un movimiento inverso a toda lógica. La mayoría de sus amigos de la infancia se burlaban cuando les contaba lo poco que sabía de la historia familiar:
      –Tu padre está loco Rasputín. Sólo a un demente se le ocurriría cambiar la vida de París por la miseria de Kiev.
      Rasputín y su hermano Sasha, defendían a su padre, aunque fuera a puñetazos. Sin embargo, también él albergaba dudas. Su abuelo paterno era un misterio. Lo único que había podido conocer del famoso pintor Mijaíl Bulgakov era a través de los cuadros que colgaban de las paredes en los museos. Rasputín, sin demasiadas inquietudes artísticas en aquella época, se sorprendía de la evolución en la obra de su abuelo, desde unos principios eróticos violentos hasta unas etapas finales de abstracción casi espiritual. En uno de sus viajes de juventud, y que se convertirían en habituales al alcanzar su madurez profesional, visitó los templos eróticos de Madhya Pradesh, en la India central. Allí fue testigo de esa misma evolución, desde lo carnal, en las orgías de esculturas fornicantes de las bases de los templos de Kahuraho, hasta la representación de lo celestial en los dibujos geométricos de sus cúpulas de arenisca. Aprendió que en el mundo espiritual la expiación de un crimen debe ser protagonizada por el asesino y, por tanto, que los sacrificios de los inocentes son inútiles. De este modo, a pesar de la acción de su padre, la obligación de compensar el daño causado pasó a la generación siguiente, o sea a él.
      Rasputín inició su vida profesional como ingeniero en Kiev. Gracias a sus méritos recibió una invitación para investigar en Estados Unidos y decidió huir con la expectativa de una vida mejor. Sabía que si le descubrían lo desterrarían a Siberia, pero prefirió arriesgarse a sufrir una vida profesional estancada. Siempre le había movido el espíritu de hacer el bien a la humanidad. Una vez en América, sufrió las mismas trabas a sus investigaciones que en el otro lado del Atlántico: En la URSS porque no había dinero y en América porque no las vieron rentables. Por ello empezó a buscar alianzas en otros países más receptivos a sus proyectos. En Estados Unidos, cambió su nombre por el de John Valugow para evitar represalias, aunque desde la salida de la URSS tomó la costumbre de viajar bajo nombres falsos. Durante los periodos en que el trabajo se lo permitía, aprovechó para descubrir nuevos mundos. Su nueva vida, transcurrió en tantos escenarios que terminó por establecer vínculos afectivos en más de un lugar. De esos vínculos nacieron dos hijos de madres distintas. Francis Valugow, la mujer con quien llevaba una vida de apariencia plácida en Nueva Inglaterra, era ajena por completo a esa multiplicidad conyugal y a la intensa vida de su marido John Valugow.
      El sol salió y creó un arco iris en la región de Canaima. A orillas del río Carrao, junto al poblado de indios Pemón donde vivía, John Valugow divisó el muro del Auyantepuy. De la cima de esa meseta del tamaño de una isla caía el salto de agua más alto que conocía. Los tepuys, viejas montañas de superficie cortada por el tiempo asomaban en las llanuras y selvas de Canaima como lomos de dinosaurios dormidos. En la época de lluvias se ocultaban entre las nubes bajas y los accidentes de aviación eran frecuentes; los pilotos apenas usaban radares.
      Maiyapi se despertó y contempló la nube formada por la caída del agua desde mil metros de altura. Contó el ganado para cerciorarse de si alguna anaconda había cenado alguno de sus animales. No tendría más que hacer si no fuera por Manapé, su hombre. Maiyapi era una india Pemón de las selvas de la Guyana. Un día conoció a Manapé, a bordo de una canoa de expedición, cerca del salto del sapo. Manapé llegó hace bastantes años a Canaima. Al principio no hablaba ni español ni pemón, pero eso no le impidió relacionarse con Maiyapi. Manapé era el nombre indio que adoptaba John Valugow en sus escapadas a las selvas de Venezuela. Pasaba temporadas cortas con Maiyapi y desaparecía largos periodos de tiempo, pero siempre volvía. La indígena no tenía necesidad de una gran conversación. Perdió a su primer hombre tras enfermar de paludismo y sus hijos, ya crecidos, habían emigrado a centros urbanos como Puerto Ordaz. Ahora se contentaba con compañeros esporádicos. Esa compañía de silencio, ambos ocupados en las rutinas de cultivar, criar ganado, comer y dormir, parecía suficiente para los dos. Guardaban un pequeño cercado con animales en las sabanas de Kavac compartido con otros indios pemón; apenas les ataba nada.
      Manapé subía a los tepuyes, tomaba algunas fotos y escribía en sus cuadernos de campo. Su aspecto moreno indio y sus ropas sencillas contrastaban con sus ojos azules, los dedos largos y el resto de facciones que delataban su origen europeo. Su rostro bondadoso nada conservaba de las facciones lobunas de su abuelo. La sangre de un tatarabuelo polaco y una malagueña se habían mezclado en tres generaciones hasta diluirse por completo en los mares de la genética. En ocasiones, los turistas adivinaban a un europeo bajo el disfraz de indio e intentaban trabar conversación con él, pero apenas les hablaba. En la cima del Roraima, Manapé recogía plantas y las guardaba en tubos metálicos. Capturaba especies poco conocidas para analizar en su laboratorio de Boston. Le fascinaba el laberinto de rocas que sembraba la cumbre. En los secos meses de invierno era más agradable, pero aun así su altura de casi tres mil metros por encima del mar le confería unas características climáticas de alta montaña. Manapé trotaba entre las torres de roca negra esculpidas por dos mil millones de años con cuidado de no perderse o de caerse a los abismos de aquel glaciar de arenisca ocultos en las nieblas. Cuando salía el sol los cristales de cuarzo de la superficie brillaban por todas partes como gigantescos diamantes. Inspirado por el aspecto multiplicado de las formas cálcicas que el agua había esculpido en la cueva de los ojos, Manapé se interesó por el mundo de los fractales y en el porqué de esas formas geométricas, repetitivas y desiguales. Descubrió una analogía poética y un modelo matemático en la repetición de las formas desde lo microscópico hasta lo visible, en estructuras como el ojo de un insecto, la pluma de un ave, la división de los pétalos de una flor, la ramificación de un árbol, un pulmón o una neurona. Le sorprendían los paralelismos estéticos del cerebro con una coliflor, una nuez o la sección de una trufa silvestre. Todos aquellos fenómenos, constituían modelos de fractalidad. Repeticiones y similitudes. Quería descubrir una relación y, a ser posible, una aplicación en el campo que le ocupaba, la oncología experimental. Manapé había estudiado la piezoelectricidad, la intertransformación de la energía desde un fenómeno físico a uno químico, y de ahí a uno eléctrico, para engendrar de nuevo un movimiento físico, por ejemplo, al retirar una mano después de quemarse, o lo que ocurre al hablar a través de un micrófono. Contemplaba el fluir del río Kukenan desde la cima del tepuy Roraima mientras esperaba descubrir una vía de comunicación con las células, un camino de armonización de los ritmos celulares a través de un estímulo físico variable, como la música, un efecto como la flauta mágica del encantador de serpientes. Para ello, el DNA humano tenía que poder adoptar diferentes formas en el espacio en función de un estímulo dado, y ello debería seguirse de una codificación de proteínas que modificaran el comportamiento de las células cancerosas. Para ello el DNA tenía que comportarse como un cristal líquido y obedecer a las leyes de la piezoelectricidad.
    Precisaba alejarse del ambiente universitario limitado y dogmático para abrir su mente a los caminos no convencionales de la investigación oncológica e integrar sus conocimientos sobre la fauna y la flora, la física cuántica, los efectos del sonido y la influencia de los ritmos físicos sobre los biológicos e incluso, a la física hiperdimensional, donde las confluencias interplanetarias podían convertir ciertas experiencias electrolíticas en insólitos fenómenos energéticos. En esas raras ocasiones de confluencia interplanetaria, Manapé intuía que viajaba una gran cantidad de energía a través de dimensiones complementarias a las cuatro conocidas (espacio y tiempo). Deseaba poder curar el cáncer mediante la música de Bach, con las variaciones Goldberg, un modelo de creación fractal. Toda la experiencia y reflexión que Manapé adquiría en la selva venezolana la recogía en sus diarios y le servía de guía para sus experimentos en Boston, China o Ucrania.

      Unos años más tarde, en un congreso internacional de oncología en Chicago,

      En un auditorio repleto, cerca de la Northwestern University, John Valugow expone sus teorías y descubrimientos.
      –Y tal como les he comentado, la energía que viaja a través de los ultrasonidos ha sido muy útil hasta la fecha para diagnosticar enfermedades. Nadie niega el avance que ha supuesto la ecografía para la medicina. Ahora el HIFU, los ultrasonidos de alta intensidad focalizados, constituyen un gigantesco paso adelante, una nueva forma de vaporizar el cáncer. Si Marie Curie viviera, sin duda desearía experimentar el desarrollo de estos ultrasonidos cargados de energía para erradicar tumores y acabaría dejando la radioterapia y sus peligros como un descubrimiento del pasado. Lo que el piano representó al clavicémbalo, hoy el HIFU es para la radioterapia.
      En la sala hay decenas de asistentes. Algunos escuchan con curiosidad. Otros parecen crispados, o inquietos.
      –Creo que sus resultados merecen ser comprobados con calma, doctor Valugow. La oncología es materia muy seria y no algo que pueda someterse a técnicas de ciencia-ficción. Sus experiencias han sido efectuadas en países donde el rigor científico es más que discutible...
      –¿Cuestiona el rigor de mis experimentos? ¿Puede mostrar algún error en el método o en los resultados? ¿O simplemente no se los cree doctor...?
      –Sjarnovich. Joseph Sjarnovich. Comprenda doctor Valugow que hay una cierta espectacularidad en sus resultados algo difícil de creer desde la perspectiva más asentada hoy día. Claro que usted ya nos tiene acostumbrados a sus trabajos fantásticos, como los de los shitakes...
      –Le ruego doctor Sjarnovich que apoye sus críticas en hechos concretos. ¿A dónde quiere llegar? Mis colegas y yo pretendemos mover la frontera del conocimiento hacia delante. Y los datos presentados son más que satisfactorios.
      Presionado por Sjarnovich y el lobby que representa, el comité científico que había apoyado inicialmente los trabajos de Valugow, los suspende del cartel del congreso. De las cuatro comunicaciones científicas que debía efectuar John Valugow sólo puede exponer la primera.
      En la cafetería del congreso, Valugow encuentra a Sjarnovich junto a un pequeño grupo. Lo coge por el brazo y lo arranca de su coro con brusquedad:
     –Pero ¡qué hace! ¿Está usted loco? –le grita Sjarnovich dando calculada espectacularidad a la escena.
      Dos gorilas de cabeza rapada y hombros de armario con micro en la oreja se acercan y sujetan a Valugow por los brazos.
      –¡Ahora me doy cuenta de quién es usted, Sjarnovich, sabandija! ¡Usted y sus colegas me han boicoteado una vez más! Ya lo hicieron con los shitakes. Pero no podrá detener mis investigaciones. El mundo no acaba en Europa ni en América. China ha despertado y la India es un motor en potencia. Acabaré mis investigaciones y las publicaré en medios donde ni usted ni sus socios puedan frenar su difusión. Debería darle vergüenza. No es más que un lacayo de la industria farmacéutica.
      –¡Usted es un loco, Valugow! No sabe con quién está hablando. No me subestime. Si alguien quiere investigar algo, o cuando un laboratorio tiene que elegir dónde invertir sus fondos de I+D me lo preguntan a mí, ¿me oye?, a mí. En estos momentos, la oncología soy yo. Hoy ha acabado su carrera para siempre, Valugow. ¡Para siempre!
   Los dos matones le sueltan y John Valugow se aleja sofocado entre una muchedumbre que se ha acercado a la escena por curiosidad. Decide que es momento de desaparecer de su vida y su identidad americana. A lo lejos, disimulada en la reunión, una mujer delgada lo observa con lástima y preocupación.

miércoles, 13 de junio de 2018

EL MISTERIO DEL HOMBRE ÁRBOL. CAPÍTULOS CERO Y UNO


El hombre árbol

Un fractal es un objeto semi–geométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas. El término fue propuesto por el matemático Benoît Mandelbrot en 1975 y deriva del latín fractus, que significa quebrado o fracturado. Se le atribuyen las siguientes características:
–Es demasiado irregular para ser descrito en términos geométricos tradicionales.
–Posee detalle a cualquier escala de observación.
–Tiene autosimilitud que puede ser exacta, aproximada o estadística.
–Se define mediante un simple algoritmo recursivo.
En la naturaleza hay elementos que pueden ser descritos mediante la geometría fractal. Las nubes, las montañas, el sistema circulatorio, las líneas costeras o los copos de nieve son fractales naturales.

 Vietnam, agosto 2009


      Milia abre los ojos tras sentir un dolor extremo. Acaba de ser ensartado en unos ganchos de carnicero por debajo de los brazos. Habría chillado si hubiera podido, pero su garganta ha dejado de hablar hace días, fruto de las torturas, la deshidratación y la desnutrición. Apenas puede comprender qué le dice ese chino de mierda. No es momento para discursos, piensa. La piel se le ha abierto en heridas espantosas que prefiere no mirar; el cuerpo le arde; los latidos del corazón golpean las sienes con fuerza, y la respiración superficial y rápida, presagia el final de su agonía. Eso que le ha crecido en la piel, rezuma un líquido lechoso. Asqueado de su propio olor, se ha vomitado encima varias veces, incapaz de impedir su lento camino hacia la muerte.
      El torturador no ha podido hacerle confesar. Cuando descubra el pastel, ya no tendrá importancia. Esos tipos han hecho bien su faena. El chino sigue hablándole, pero Milia ya no entiende nada. Sólo un ronroneo confuso. El exterior se desvanece en una visión líquida, y solo le queda energía para un último diálogo interior. Siempre ha sido un colgado. Tras errar de un país a otro y cometer fechorías de toda índole, ahora, cuando el aire se acaba, comprende demasiado tarde lo absurdo de su vida. El destino se burla de él y decide su final así, suspendido de unos ganchos, en medio de una granja; cosificado; deformado; reducido a un estado híbrido entre un hombre y una planta. Su último pensamiento es para su padre, un desertor familiar al que dirige todo su odio. Después, la respiración se hace imperceptible hasta que se detiene en un burbujeo de espuma por la boca.
      Frente al cadáver un hombre lleva el cabello planchado sobre la frente por una mezcla de sudor y brillantina. Su cara redondeada, de papada ancha y sudada, sonríe complacida y deja relucir dientes de oro que expulsan nubecillas de humo de un cigarrillo fino. Da órdenes a los otros verdugos, que contemplan a la víctima paralizados por la mezcla de fascinación y temor. En su fuero interno, en pleno descenso de una excitación culminada, la resaca triste por lo consumado, el final orgásmico de una ejecución colectiva y tribal. Sólo el jefe conserva la conciencia despierta. Adivina quién ha sido el verdadero artífice de la traición sufrida y ya calcula su próximo golpe.
      –Dejadlo así. Alguien comprenderá el mensaje.
      Sobre los tejados de la plantación se elevan columnas de nubes hacia el firmamento; contrastes de blancos y grises amenazan con soltar su carga. El aire es denso y húmedo, y cuando abandonan el lugar casi ha amanecido.

Amanece en Bien Hoa

      Vin Bulgakov salió temprano de su casa de Bien Hoa, como de costumbre. Tomó el sendero de arcilla rojiza como el sol. Los mangos formaban una oscura bóveda vegetal bordeada de arbustos de lemongrass que perfumaban el aire al rascar el coche. Su pickup Mitsubishi reluciente se deslizó entre los bosques de pino y bambú, y las granjas avícolas que habían proliferado por Dong Nai hasta convertirse en una aglomeración cacareante. Nunca le habían gustado las granjas; los piares de las aves y sus miradas vacías le resultaban amenazadores. Aquella mañana había arrollado una motocicleta. En lugar de darse a la fuga como los conductores del lugar, Vin bajó del coche y negoció una compensación. El motorista aún vivía, y le salió caro. Plantaciones de boniato forrajero enjutos, los troncos secos. Una recua de búfalos cruzó el camino. Entre ellos, otra moto pasó a toda velocidad, casi provocando una estampida. Vin apretó las manos al volante y esperó. Milagrosamente cada animal encontró espacio para sortear al motorista.
                    Vin trabajaba en la empresa de la familia, la Lepista Nuda Ltd. que poseía invernaderos donde crecían hongos en bolsas apiladas en millares de columnas suspendidas de los techos.                                                                                    La fungicultura era un negocio creciente en el Vietnam del siglo XXI y la empresa de Vin competía con las de Corea y los países de Europa del Este para abastecer a sus clientes europeos. La familia de Vin Bulgakov emigró a Vietnam desde Ucrania treinta años antes, cuando la URSS apoyaba al Viet Cong al inicio de la guerra fría. Vin aprendió la técnica del cultivo de hongos gracias a una cooperación con la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona y ahora se había convertido en un joven empresario en pleno renacimiento del capitalismo vietnamita. El próximo año, Vin y su familia proyectaban construir en la vecina Camboya, entre Siem Reap y el Lago Tonle, una de las mayores plantaciones de setas del sudeste asiático. 
   Aparcó el coche junto al camino. Bosques de eucaliptos y árboles del caucho rodeaban la granja y despedían un vapor fantasmal entre la hojarasca. El sol se filtraba entre las ramas y proyectaba sombras alargadas. Iba a ser un día caluroso como todos los de ese verano, como todo el año. Solo la lluvia, que inundaba los caminos unas cinco o seis veces al día en la época monzónica, proporcionaba un momentáneo alivio. Luego la tierra, como un inmenso terrón de azúcar, capilarizaba ese regalo del cielo y lo trasformaba en verdor, exuberancia, vida… y negocio. Su padre le contó que en la edad de oro de Camboya la ciudad de Angkor recogía hasta tres cosechas de arroz al año gracias a la ingeniería hidráulica. Llegó a la primera nave completamente sudado, y enseguida percibió algo distinto. La cerradura de la puerta, cerrada con un precinto metálico, estaba forzada. Los hurtos se repetían en las granjas avícolas vecinas, y sus dueños habían acabado por rodear los terrenos con altas cercas de alambres y espinos. Le extrañó que hubieran entrado a robar en una granja de hongos. Vin sólo precintaba para evitar a los curiosos. Entró en la nave y caminó los casi doscientos metros hasta el final. Cabía la posibilidad de que quien hubiera entrado aún estuviera allí, así que tomó una barra con un garfio que servía para descolgar las bolsas de cultivo de lo alto de las columnas. Pilares circulares se sucedían en una perspectiva repetitiva, casi hipnótica, como en los cementerios urbanos de Estambul. Siempre le relajaba esa sensación. Sin embargo, esa mañana Vin avanzaba bajo una intensa emoción, con la boca seca y los ojos atentos. Se aproximó al final de la nave sin percibir nada anormal. Fue al llegar a la última fila de columnas cuando lo vio. Primero no supo qué era. Una columna se había desplazado del habitual eje vertical y asomaba hacia un lado. A medida que se acercaba fue tomando conciencia de lo que tenía ante sus ojos, colgado del techo, como una terrorífica marioneta. Parecía un animal marino, pero era el cuerpo de una persona, deforme por lo que debió ser una lenta y terrible tortura. Alguien le había practicado cortes en todo el tórax y en las extremidades para después inocularle hongos, que habían crecido sin dificultad en un terreno tan abonado. Parecía un disfraz de hombre árbol. O un ser acuático prehistórico, con gruesas escamas como placas de corteza de pino. El hombre árbol olía como a queso y carne podrida, entre ácido, dulce y acre.
      Aquel trabajo lo había efectuado alguien con conocimientos muy especializados en el arte de la fungicultura, pensó Vin. Tenía que tratarse de un sujeto muy paciente y sobre todo, con un gran odio contenido al que con el tiempo, supo darle salida y forma. Pero ¿Quién en aquellos días podía llegar a odiar de ese modo? Vin había visto cosas terribles durante la guerra del Vietnam, pero nada igual a aquello. Pensaba que la época del terror había terminado ya. O al menos eso había querido creer.
      Salió de la nave reprimiendo las náuseas con dificultad. Todavía con el corazón a cien, se puso a gritar y luego a llorar. Cuando consiguió aplacar el miedo, intentó pensar. Ese tipo no le resultaba desconocido a pesar del estado en que se encontraba. Y no estaba ahí por casualidad. Alguien le había dejado ahí al muerto con alguna intención. Recordó las amenazas de los tipos del Norte. Nunca se las había tomado en serio. Ahora se arrepentía y temió por su vida y la de su familia. Comprender el sentido de esa acción solo le aterrorizaba todavía más.
      En aquel momento, tuvo la visión del porqué su familia se había ido de Ucrania. Aquel tío bisabuelo chiflado había dejado una herencia de desgracia a toda la familia; un hombre tan brillante como peligroso, un genio que se movió sobre el filo de la navaja, entre el triunfo y el desastre, pensó Vin. Sus padres nunca le habían hablado del verdadero motivo de su imprevista emigración y aducían problemas políticos ante el gobierno de Kiev. Pero Vin Bulgakov no se lo creyó. Su abuelo Taras Bulgakov había sido un importante hombre del partido.
      Un día escuchó por casualidad una conversación de sus padres. Su bisabuelo, el pintor ucraniano Mijaíl Bulgakov, orgullo de la URSS durante gran parte del siglo XX, tras una denuncia póstuma de su propio hijo ante el departamento de seguridad de Ucrania. El bisabuelo de Vin había pasado a convertirse en el carnicero de Kiev, escapado de la justicia hacía un siglo. Entonces todo cambió para los descendientes del pintor. Fueron estigmatizados y no hubo más remedio que tomar nuevos aires.
      Cuando Vin Bulgakov dejó sus recuerdos y volvió a la realidad, el sol se había ocultado tras las nubes. Miró a su alrededor, subió al coche y fue a avisar a la policía. Empezaba a llover.

CAPÍTULO 1

Tres investigadores en Saigón

Stegolerium kukenani es un hongo que crece en las cimas de los tepuyes Roraima y Kukenán, en el suroeste de Venezuela. Ha sido descrito como un nuevo género y una nueva especie de los Hyphomycetes.
     De este hongo se ha extraído taxol, compuesto citolítico y anticancerígeno, a través de una técnica de anticuerpos monoclonales.

Chicago, septiembre 2009

      Por fin la oportunidad que esperaba. Siempre he pensado que los hechos significativos de la vida de una persona suceden por azar en el camino de búsqueda de otra cosa. Si no emprendes el camino, el azar no te trae nada.
      En aquella época vivía una de las experiencias más interesantes de mi vida. Tras la carrera en la escuela de policía, gané una beca de un año para estudiar métodos de criminología e investigación de campo en Chicago, con posibilidad de prórroga. Aún recuerdo la cara que pusieron mis compañeros de la comisaría de Barcelona. Una beca Fulbrigth de la Caixa hizo mi sueño realidad: ir a estudiar a la facultad de leyes de la Northwestern Univesity en la ciudad de los arquitectos, a mi juicio, una de las metrópolis más interesantes del globo.
      Aquella tarde, leía casos cerrados en el centro de documentación de la policía forense de Illinois. Los archivos de Chicago contienen miles de volúmenes con los análisis y la metodología policial que ha llevado a la detención de los más terribles criminales de la historia de Estados Unidos. Me entusiasma documentarme en la línea de pensamiento de los brillantes y metódicos policías americanos, menos violentos de lo que se muestra en las películas. Para mí, esos textos tienen la misma utilidad e interés que para un militar la lectura de la guerra de las Galias de Cesar o las estrategias de Napoleón.
      «Karla Homolka nació en Ontario en 1970. Con diecisiete años conoció al que sería su marido, Paul Bernardo, de veintitrés años. En 1990 violaron y asesinaron a la hermana menor de Karla. Entre 1990 y 1993, año en que fue detenida la pareja, violaron y asesinaron a otras dos adolescentes. La primera víctima, su hermana Tammy, de quince años, murió tras la administración de un cóctel de alcohol y anestésicos que Homolka preparó. En la versión oficial, la muchacha murió de forma accidental al ahogarse con su propio vómito. En 1991, Bernardo llevó a casa a una nueva presa, Leslie Mahaffy, de catorce años, a la que violaron en repetidas ocasiones antes de matarla y descuartizarla. Ese mismo año, el día en que celebraban su boda, una pareja encontró partes del cuerpo flotando en un lago. Un año después capturaron a su siguiente víctima, una quinceañera llamada Kristen French a la que también violaron y torturaron antes de deshacerse de ella. La vida conyugal de la siniestra pareja terminó en 1993, cuando tras una brutal paliza, Homolka denunció a su marido. Aunque al inicio pretendió exculparse alegando actuar bajo coacción, un registro domiciliario halló cintas de video que inculpaban a ambos. En total cumplió doce años de condena por el asesinato de las tres adolescentes, incluyendo su propia hermana. Desde su salida de la cárcel en 2005, Homolka vive en paradero desconocido».
      Cada vez que acababa de leer un caso, trataba de imaginarme qué podía pasar por la cabeza de los asesinos. ¿Cómo alguien podía irse a cenar tan tranquilo después de matar a otro ser humano? A pesar de todo, me di cuenta de que yo tenía una particular forma de entender el oficio de policía. Y no podía compartirla con mis colegas de la comisaría porque mis ideas les parecían inaceptables. En Barcelona me decían que andaba pirada.
      Creo que aquí, en América, todos son más educados y se limitan a comentar que soy demasiado avanzada para nuestra época. Recuerdo haber escrito en mi diario:
      «La compresión del móvil, de la razón moral del asesino por parte del policía, es esencial para atraparlo. Hay que haber matado, haber sentido la inmensa soledad, el terror al abismo, la proximidad a la locura, el miedo a la pérdida total del control, para poder pensar como el asesino y anticiparte. Es un punto sin retorno. Ellos matan de verdad. Nosotros tenemos que hacerlo en nuestra mente. Es horrible, pero hay que hacer el ejercicio. A veces estás más a favor del asesino que de la víctima. Y sin embargo, es a aquél al que hay que atrapar y juzgar».
      No puedo negar que soy una fan de literatura policial. Estoy contagiada del boom de los autores nórdicos. He compartido con frecuencia las reflexiones de Kurt Wallander, el policía de ficción que ha dado fama mundial a Henning Mankel y admiro a Nyberg, el verdadero técnico de campo en las novelas de Mankel con el que, según los que me rodean, comparto su mal humor, pronto a las bromas ácidas, su meticulosidad y su perfeccionismo. Para mí todo eso son halagos.
      Me encanta vivir en Chicago. Adoro las grandes ciudades. Mis escasos días libres suelo salir a pasear entre edificios neogóticos y racionalistas que parecen enfrentar a sus defensores y detractores a ambas riberas del río de Chicago. Esas inmensas verticalidades, bosques de hormigón y cristal, se organizan en líneas y ángulos atrevidísimos, casi inverosímiles. En ese paisaje de fondo se apretuja mi nueva vida, acelerada entre el frío del invierno y el viento de todo el año. Poco imaginaba qué me esperaba cuando sonó el teléfono:
      –¿Hello? ¡Hi Frank! ¿What’s up dude? ¿Cómo? ¿A Vietnam? ¿Vas en serio? ¡Mira que no me gustan las bromas! ¿Pero quién? Bien, nos vemos en tu despacho.
      Frank Eissmann era el jefe técnico y tutor de Ofelia Guerendiain durante su estancia en Chicago. Un hombre curtido por los años que pasó primero en las calles de Harlem, en Nueva York, y más tarde en la investigación que siguió al atentado del once de septiembre.
      Frank apreciaba las habilidades deductivas de Ofelia, que contrastaban con una forma poco seria de hablar de su trabajo, a veces casi infantil, y que al principio le llevó a dudar de su profesionalidad. Fue tentado a etiquetarla de primeras y clasificarla en el cajón de las barbies sin cerebro, pero ahora veía que se habría equivocado. Cuanto más conocía a Ofelia Guerendiain, más inclasificable le parecía. Encajaba poco con su idea de cómo debía ser una española, más próxima a una morenita bajita que a una esbelta mujer. Bastante alta, Ofelia lucía una palidez melancólica que contrastaba con la viveza de su mirada y la energía de su voz. Poseía una belleza de apariencia frágil y etérea, propia del norte de España, si bien unos ojos rasgados y la nariz poco prominente testimoniaban un posible cruce de razas. El gusto exquisito en el vestir, era poco habitual en una mujer policía en general, y de cualquier agente americana que hubiera conocido Eissmann, en particular. Acostumbraba a enfundar sus piernas en estilizados pantalones de gabardina crema y a proteger sus brazos largos con finos jerséis a rayas blanquiazules y chaquetas de gabardina celeste, con un estilo que Eissmann calificaba de original y mediterráneo.
      Ofelia Guerendiain era una mujer fruto de un mundo global. Nieta de un redactor de periódico que tuvo que salir de una bonita región española, cerca de la frontera con Francia, fruto de una absurda situación política mantenida hasta nuestros días, e hija de un prestigioso abogado concursal de Barcelona. Su madre por contra era camboyana, huida de la barbarie de Pol Pot y sus khmer rouge. De hecho, Ofelia mantenía esa forma acelerada de hablar que recordaba a los trinos de los canarios, propia de los vendedores callejeros a las puertas de los templos de Angkor. Pese a esa alma acelerada, hija del miedo, y que se escapaba por su boca con facilidad, conservaba una admirable capacidad para recordar y organizar información en su cerebro. Con esa habilidad, se había ganado la admiración de sus colegas al exponer los detalles de algún caso. Tal vez fue por ello, y por las recomendaciones de su jefe en Barcelona, por lo que la reclamaron desde Chicago para que formara parte de un cuerpo especial de policía internacional dependiente de la Interpol. Un acuerdo político sin precedentes había reunido a un grupo de expertos destinados a investigar aquellos delitos que, por su complejidad y difícil trazabilidad, superaran los límites jurisdiccionales de las policías nacionales. Lo habían bautizado con el nombre de Mundipol y representaba la élite de la investigación policial internacional.
Frank me esperaba en su despacho con aire impaciente.
      –Mira Guere –Frank Eissmann tenía dificultades para pronunciar mi apellido, así que había escogido el del actor, que debía resultarle más fácil–, esto es lo que tenemos: hace unas semanas un granjero se encontró algo extraño en su plantación. Al tipo le había crecido un cadáver entre sus setas. El cuerpo estaba sembrado de hongos; parecía un árbol de navidad. Echa un vistazo a las fotos que nos han facilitado nuestros colegas vietnamitas. Es lo más espeluznante que he visto en mi vida.
      –¡Pues a mí me recuerda al padre del capitán en piratas del Caribe! –exclamé.
      –Guere, por favor, que no es para bromas.
      –¿Han identificado al cadáver?
      –Todavía no. Los registros vietnamitas han mejorado, pero aún les queda. De todos modos, no parece local.
      –¿Qué insinúas?
      –Las facciones están deformadas y queda poco de los dedos. Sin embargo, por la complexión física y los restos de escritura de unos tatuajes, deducimos que podría ser eslavo.
      –¿Ruso?
      –Hay muchos extranjeros en Vietnam, Ofelia. Cada vez más. Barrios enteros de europeos y asiáticos de otros países, como Corea y Japón. Los rusos, tras la caída de la URSS, no sólo han aprendido a hacer dinero. Viajan, montan negocios y lo pasan bien. O al menos hasta la crisis. La costa al norte de Saigón, en Phan Thiet está llena de rusos y alemanes. Proyectos inmobiliarios, hostelería, deportes; en concreto, próximo a una promoción de viviendas unifamiliares en un campo de golf frente al mar, hay un precioso resort de la cadena hotelera El Caballito de Mar. Hace unos meses comunicaron la desaparición del gerente, un tal Milia Vassily. Habría que averiguar si está relacionado con el «hombre árbol» –dijo Frank Eissmann con una mueca de asco–. El caso se habría archivado en otra época, pero ahora es distinto. Vietnam ha entrado hace poco en la Organización Mundial del Comercio, y no le interesa nada proyectar al mundo una sensación de inseguridad. Además, no sería justo, porque es un país muy seguro. Lo que necesita son inversiones. No crímenes ni molestas portadas sensacionalistas. Estamos en deuda con ellos. Me refiero a una deuda histórica. ¿Lo entiendes Guere?
      Yo le escuchaba atenta.
      –Sí, claro. ¿Cuándo me voy?
      –Mañana.
      –¿Colaboradores?
      –Tendrás un apoyo local. Se trata de un vietnamita overseas, un expat de segunda generación. Ya sabes, toda esa gente que se fue del país tras la victoria del Viet Cong. La mayoría emigraron a América y a Francia, curiosamente dos países invasores. Los que han hecho fortuna en nuestro país, ahora vuelven a Vietnam para beneficiarse de los aires de apertura y las posibilidades de negocio. En cuanto a tu colaborador, un tal Tim Nguyen, vive en Ho Chi Minh City. Es médico forense. Un tipo un tanto curioso, ya lo verás.
      –¿Médico?
      –Pues sí. Primero fue médico, y luego se hizo policía. He leído que se trata de un hombre polifacético y muy intuitivo, según me han contado.
      –¿Casado?
      –Pues creo que no. ¿Estás pensando en algo?
      –Bueeeno, en los incentivos de un viaje tan largo...
      –¡Joder Guere! ¡Se te está pegando la influencia de mi shortname, ja, ja, ja! Te agradecería que no me montaras un conflicto diplomático, ¡Que los españoles tenéis la sangre caliente!
      Tranquilo, Eissmann. I’ll be a good girl.
      –Bien. Concéntrate en la misión, Ofelia. Ben O’Callaghan pedirá resultados rápido. Está interesado en una promoción al Departamento de Defensa y necesita sacar a lucir la Mundipol.
      Ben O’Callaghan era el coordinador y máximo responsable de la Mundipol. No tenía en especial estima a Frank Eissmann y acostumbraba a cebarse con él y con sus muchachos a la mínima ocasión.

Oslo, Noruega, un año antes…

      –Hola Milia. Pasa y toma asiento.
      El que ha hablado es el que siempre habla primero y último, el gran Joseph Sjarnovich, oncólogo de fama mundial, investigador médico agresivo, ambicioso y despiadado. Preside una reunión de ocho personas entre las que se encuentran dos biólogos, tres oncólogos y dos representantes de un despacho especializado en proyectos de capital-riesgo. En la sala, Joseph Sjarnovich está de pie, frente a una pantalla donde explica una presentación en Power Point.
      –Estos médicos y sus Power Points... –murmura entre bostezos el ejecutivo de la empresa de inversiones, que busca una botella de agua en las bandejas sobre la mesa. El gesto no escapa a la mirada de águila de Sjarnovich, gran angular e hipermétrope, temida por todos sus colaboradores.
      –Si no le parece interesante puedo hablar con su jefe y pedirle que venga él en persona a hacer lo que sus chicos no saben hacer –le suelta Sjarnovich.
      El chico de traje estrecho se endereza de golpe sobre la silla y empieza a sudar. Sjarnovich retoma la presentación, no sin antes deleitarse en la prolongación de un incómodo silencio.
      –Señores, como les decía, el mundo de los hongos es fascinante. Las fracciones polisacáridas que hemos extraído de los shitakes han tenido resultados parecidos a los obtenidos en ensayos con taxoles en estudios de no inferioridad. Como saben todos ustedes, los taxoles han revolucionado el tratamiento del cáncer, y con ellos hemos aumentado las supervivencias en los tumores de mama y de otros tejidos. Por desgracia, la limitación de estos productos es su toxicidad y los efectos secundarios. Pues bien, ahora estamos ante el descubrimiento de un agente eficaz y sin su toxicidad: las lentinas de los shitakes.
       Sjarnovich muestra una serie de diapositivas con los datos descubiertos y observa las expresiones de sorpresa y admiración de las caras de los asistentes. Habla satisfecho de sí mismo, irradiando el magnetismo con que siempre consigue los fondos económicos necesarios para proseguir con sus investigaciones. Ha dedicado años a bloquear y desprestigiar a la mayoría de los investigadores que se han dedicado a este campo mientras su equipo se adelantaba en evidencias.
      –Con estos resultados en la mano podemos adquirir un laboratorio en problemas económicos y reflotarlo con nuestro producto estrella. Luego sacaremos la empresa a bolsa y capitalizaremos nuestro esfuerzo.
      Después de un turno de preguntas da por concluida la presentación. Se levantan y se dirigen a un mueble restaurante donde se sirve un almuerzo frío a base de pescados ahumados y salsas agrias. Sjarnovich se acerca a un tipo fuerte, algo tosco, que parece incómodo vestido de traje y corbata. Es el hombre al que antes ha llamado Milia.
     –¿Cómo va el tema de los terrenos?
      –Todo en orden, jefe. Los compré por un precio ridículo.
      –¿Dónde están?
      –Cerca de Hanoi. De camino a Ha Long Bay, en Hai Duong.
      –¿El chino no sospecha?
      –No da ninguna muestra.
      –Idiota. No te confíes ni un segundo. Ese tipo es tan peligroso como nosotros. Si descubre que le hemos dejado fuera, no dudará en intentar liquidarnos.
      –No se preocupe. Ni siquiera sabe mi nombre. A usted le he mantenido al margen en todo momento.
      –Has hecho bien, Milia. No pareces hijo de tu padre.
      –Ni me lo nombre.
      Sjarnovich se aleja y habla con los inversores. Los tiene en el bolsillo.

Saigón, Vietnam 2009

       Me asomé a la escalera del avión y el golpe de calor y humedad me sentó como si me hubieran tirado una toalla de una sauna a la cara. El viaje desde Chicago a Ho Chi Minh City había sido un poco duro, y aunque Singapur Airlines siempre me había parecido una buena compañía, no acostumbro a dormir bien en los aviones. Pasé más de quince horas viendo películas en la pantallita de veinticinco centímetros y sacándome de encima a un ejecutivo coreano empecinado en invitarme a Whiskey. Me sentía un poco aturdida.
      Pasé los lentos controles, recogí mis maletas y salí del aeropuerto. Tras un centenar de ojillos somnolientos y caritas sonrientes apoyadas en una valla metálica, me esperaba un enjambre de taxistas, portamaletas y representantes de hoteles y night-clubs que me atosigaron hasta que pude distinguir a un hombre larguirucho con un cartel de cartón mojado y arrugado donde leí con gran alivio la palabra OFELIA escrita en mayúsculas.
      –¿Es usted Tim Nguyen? –le pregunté.
      –No, no. Tim la está esperando; sígame. El hombre tomó mi maleta y avanzamos hacia el parking bajo la lluvia.
      –Pues sí que empezamos bien –dije, mientras me iba mojando.
      Subimos a un Toyota Previa, la marca adoptada por todos los taxis de la ciudad.
      ¿A dónde vamos?
      –Caravelle Hotel –dijo el chófer, al arrancar el coche.  
      –¿Habla usted español? –le pregunté algo extrañada.
      –Soy español –dijo el hombre, desconcertándome aún más.
      Sabía que los españoles llegaron a Vietnam al mismo tiempo que los franceses, pero no que algunos se quedaron. Aquel hombre no tenía ganas de hablar y yo parecía un cuerpo sin huesos, así que continuamos en silencio. Las calles hervían de motocicletas, que las llenaban como los glóbulos rojos circulan por las arterias del cuerpo. Millares de lucecitas amarillas, rojas o azules se movían frenéticas y sonaban sin parar sus cláxones, sonidos rarísimos que daban a la travesía una atmósfera de película del futuro. Nunca había visto entrecruzarse a treinta filas de motos de una calle con otra de igual anchura, sin semáforos, sin pararse y lo más sorprendente, sin chocarse ni enfadarse. El tráfico era lento, y junto con el agotamiento por el viaje acabaron por sumirme en un sueño profundo. En mi mente dormida, la visión del hombre árbol emergió del subconsciente, justo antes de notar cómo el coche se detenía por fin. Lloviznaba. Odio la lluvia. Todos los veranos infantiles en San Sebastián me han convertido en un animal amante del secano.
      Mi hotel, el Caravelle, ubicado frente al Hyatt, próximo a la plaza de la ópera, exhibía paneles dorados y brillantes navideños antes de hora. Pude identificar un par de tiendas para ir de trapitos en cuanto mis obligaciones me lo permitieran. Allí vi a Prada y Luis Vuiton esperándome. El rey lujo había logrado más que Alejandro Magno o los romanos: había conquistado los confines del mundo.
      Entré en la recepción flanqueada por mi silencioso acompañante que me indicó dónde podría encontrarme con el tal Tim Nguyen. La agencia me proporcionó una fotografía, así que no me sería complicado identificarlo. Abrí mi maleta en la habitación, me duché y tras disimular un poco la fatiga bajo el maquillaje, subí al bar del hotel, The top of the city.
      Allí le vi. Un hombre moreno, de ojos oscuros, nariz muy afilada para ser un oriental, rostro relajado y manos delicadas. Vestía un panamá crema y zapatos de charol blanco. Se levantó sin parar de mirarme de un modo intenso, con gestos elegantes y refinados, felinos. Vaya con el guapito, pensé. Sonriente, me tendió la mano, se presentó con un «hola, soy Tim Nguyen» y me invitó a sentarme.

      –¿Un gin tonic?
      –No gracias
      –Mejor, aquí no los preparan bien.
      –Pero me tomaría un Mojito.
      –¡Em, oi! ¡Hai mo hi to. Cam on, nhanh, nhanh! –gritó Tim a una camarera que jugaba con el móvil– En seguida se lo traen, señora Guere.
      –¿Señora Guere? ¿Pero quién te ha dado ese nombre? Además, ¿cómo sabes si estoy casada?
      –¿Lo está?
      –Pues no. Y puedes llamarme Ofelia.
      –Bien, señorita Ofelia.
      –Ofelia a secas. Al grano. Basta de presentaciones. ¿Por qué me citas aquí? No se puede hablar con esta música cubana a todo trapo.
                      Era evidente que mi mal humor estaba echando la diplomacia a una escupidera. Mis primeros encuentros solían ser así, para luego tener que arreglar las heridas durante días, semanas o nunca. Entonces debió leerme el pensamiento, porque Tim Nguyen, que seguía con una sonrisa imborrable fruto de esa idea mezcla de cortesía y servilismo de algunos orientales dijo con una voz hipnótica:
      –Disculpe Ofelia –hizo una pausa, me clavó sus ojos rasgados y continuó– va a tener que aprender un poco de nuestra cultura. Trabajaremos mucho, se lo aseguro. Pero en lo que nos concierne, el cliente ya está muerto, el asesino probablemente lejos y nosotros cerca; vamos a necesitar entendernos un poco para sacar rendimiento de nuestra colaboración ¿No cree?
      Reconozco que me desarmó. Respiré hondo, di un largo sorbo a mi bebida favorita y creo que sonreí por primera vez.
      –Tienes razón. Ok. Paces. Estoy un poco cansada después del viaje. Volvamos a empezar. Muchas gracias por enviarme a tu machaca a buscarme. Ha sido todo un detalle. Habría sido duro tener que buscarme la vida en ese jaleo del aeropuerto.
      –Aceptadas. Pero no es mi machaca. Es mi padre.
      –Vaya. No doy una.
      Tim se rió e hizo un gesto de despreocupación.
      –No es muy habitual enviar a la familia a hacer trabajos, ¿verdad? Pero el hombre así se distrae. Esta noche sólo quería conocerla y darle la bienvenida a Saigón. Estará muy cansada, así que voy a retirarme. Disfrute de la música. Mañana la recogeré y la llevaré al escenario del crimen. Le recomiendo que se regale con un masaje de piedras calientes de relajación. Buenas noches.

      Me dejó con la palabra en la boca, el mojito en la mano y la cara más somnolienta del bar. Por la mañana nos encontramos en el buffet del hotel. Era menos de las siete y ya estaba lleno de actividad. Me había llenado la bandeja de todo tipo de frutas y de mariscos; un delicioso y sano contraste con los desayunos que tomaba en Chicago. Incluso me dejé convencer para tomar un caldo de tendones de buey, con fideos y menta, y un té de loto que despedía un perfume muy grato. Cuando Tim se acercó a mi mesa, estaba tirándome por encima los palillos enredados en unos fideos.
      –Hola Ofelia. Veo que está tomando contacto con nuestra gastronomía.
      –Sí. Pero hasta ahora ha sido la comida vietnamita la que ha tomado contacto conmigo. Creo que necesito un curso exprés de palillología.
      –Yo le mostraré cómo hacerlo.
      Tim me cogió la mano sin que pudiera evitarlo. Quizás por el jet lag o por el aire acondicionado, mi mano estaba fría, pálida y algo sudorosa. Entonces me puso los dedos en actitud de contar monedas y me enseñó los trucos de los palillos, con bastante paciencia, porque yo para las habilidades manuales tengo muñones más que dedos. Y empecé a practicar bajo su mirada atenta.
      –Tiene usted un vacío de chi y yang de bazo y riñón, Ofelia. Creo que debería haberla dejado dormir un poco más, aunque imagino que ésta es su forma de vivir.
      –¿Cómo dices? ¿Qué es eso de chillang? Me encuentro muy bien. Deja que me tome un par de cafés y en marcha.
      –El café la hará entrar en calor, subirá su fuego de estómago y empeorará su vacío de chi con un vacío de yin. Adivino que usted alterna la somnolencia diurna con hinchazón de vientre y ardores de estómago.
      –¿Pero de qué vas? ¿Eres vidente? ¿Me vas a hablar ahora de mi regla?
      –¿Espaciada, corta y pálida? Y me apuesto algo que bastante dolorosa antes de llegar.
      No daba crédito a mis oídos.
      –¿De dónde vienen tus superpoderes? Ya me advirtió Eissmann que eras un poco rarito, ¡Pero no podía imaginar que lo fueras tanto!
      –Es un poco largo de explicar. Los conocimientos de medicina tradicional china se basan en la observación perspicaz y metódica de los fenómenos naturales y de los hombres a lo largo de miles de años. Los chinos tenían paciencia, curiosidad y perseverancia. Ahora en cambio algunos sólo tienen dinero, y los demás nada. El gran timonel se encargó de arrasar, con sonrisa beatífica, todo lo ancestral que había en el gigante dormido. En nuestros días se parecen más a los occidentales de lo que debieran. Una lástima. ¿No cree?
      –Nos puede venir bien un poco de todas esas virtudes perdidas –reconocí algo más relajada– ¿Nos vamos?
      Salimos del hotel bajo un fuerte aguacero que asaeteaba la calle con lanzas efímeras. Artesanos de unas tiendas de maquetas de veleros de época recogían a toda prisa sus piezas dispuestas en la acera con las camisas mojadas arrapadas a sus torsos menudos y morenos. Ríos de motos cubiertas con capelinas de colores circulaban sin parar; ignoraban la lluvia y salpicaban el agua que había alcanzado dos palmos de altura en pocos minutos sobre los peatones. El viento agitaba las palmeras que escupían el agua de sus ramas hacia un cielo de piel de elefante.
      Subimos al Toyota Previa que parecía recién estrenado.
      –¿Siempre es así el tiempo? –le pregunté secándome el cabello. El paraguas había sido inútil.
      –No. Sólo seis o siete meses al año.
      –¡Qué consuelo! ¿Y qué pasa el resto?
      –Llueve menos. Es la época seca.
      Salimos del centro de la urbe y cruzamos los nuevos puentes hacia el distrito segundo. La ciudad parecía estar construyéndose a gran velocidad. Grandes edificios, proyectos internacionales de arquitectura a juzgar por los carteles que colgaban al viento, mostraban sus costillas y los obreros luchaban por permanecer en sus puestos bajo el aguacero.
      –Este clima no va a ayudarnos con las pistas. ¿No te parece?
      –Creo que va a ser más útil tratar de identificar al cuerpo. Luego habrá que pensar en quién le conoce y quién tiene motivos para matarlo. Pero tampoco será fácil. Supongo que ya vistes las fotografías. No suele haber demasiados crímenes en Vietnam. Aquí no se andan con contemplaciones. La ley es muy clara –dijo Tim que imitó una pistola con los dedos y apuntó a su sien.
      Dejamos Saigón y avanzamos atascados en una interminable fila de camiones, escarabajos metálicos de enormes proporciones incapaces de escapar de la lluvia y el barro. Las motos se colaban entre los vehículos como moscas, y los vendedores ambulantes aprovechaban el atasco para ofrecer frutas, sopas o bocadillos. Durante el trayecto no paré de comerme las uñas y tocarme la nariz. Traté de disimular mi ansiedad ante mi nuevo compañero. Siempre me sucedía cuando empezaba un caso y éste era el primero de gran envergadura. En mi interior sentía una fuerza regresiva que me engullía hacía un pasado turbulento, esa experiencia juvenil en la clínica de enfermos mentales. Pero eso todavía era mi secreto mejor guardado.
      Tuve casi tiempo de leerme media guía de Vietnam cuando tomamos un desvío a la derecha que llevaba hacia un pueblo llamado Bien Hoa. Un sendero arcilloso cubierto por ramas de banano arrancadas por el viento nos condujo entre colinas hasta lo que parecía un campamento militar con largos barracones. Al salir del coche había dejado de llover. El calor y el sudor otra vez. Un intenso silbido, casi ensordecedor, me sorprendió.
      –¿Qué diablos…? –empecé a decir.
      –Ranas. Sígueme con cuidado, hay cientos por el suelo –me aclaró Tim adelantándose a mi pregunta.
      Bajé la vista y vi multitud de ranas negras diminutas que saltaban en todas direcciones, y desaparecían en charcos y matas. Sentí frío en los pies; mis zapatos nuevos sumergidos en el lodo. Traspasamos un recinto vallado y nos acercamos a un conjunto de barracones de dimensiones colosales. Un edificio se diferenciaba de los demás por su tamaño inferior y un aspecto más habitable. Dentro del mismo, unos sillones baratos, una mesa de ratán y sobre la mesa una jarra de té y unos vasitos de cristal. Un tipo joven con el pelo rubio y los ojos azules nos miraba desde una sillita. No parecía lo que hubiera esperado de un granjero vietnamita.
      –Este es el testigo directo. Se llama Vin Bulgakov –dijo Tim.
      –¡Vaya! ¿Es usted ruso? –le pregunté.
      –Pues sí. Al menos de origen. Aunque hace bastantes años que vivo aquí –dijo Vin en un inglés perfecto–¿Quieren comer algo? –invitó Vin a la vez que tomaba una bola roja peluda de una montaña sobre el suelo de baldosas brillantes.
      –Me llamo Ofelia Guerendiain. ¿Qué es eso? ¿Testículos de mono? –pregunté para romper el hielo.
      –Exacto. Los llamamos Rambután o chom chom –contestó Vin Bulgakov con una sonrisa, y me ofreció una fruta que, una vez pelada, me recordó al lichee.
      –Pero si sólo son las once y media –dije sintiendo el desayuno pantagruélico aún en el estómago. Miré mi reloj e hice cálculos sobre cuántos husos horarios había pasado desde que salí de Chicago.
      –Aquí se come pronto, y durante todo el día, señora –dijo Vin sin inmutarse.
      Ventiladores a derecha e izquierda oscilaban con zumbidos de himenóptero y hacían volar fotos de Ho Chi Minh y un calendario viejo, blancuzco y azulado, que colgaban de las paredes. Ni un solo cuadro. Luz de neón.
     –Cuéntenos cómo fue todo, señor Bulgakov –centró Tim.
     –La verdad es que me cuesta hablar de ello. Aún no me he recuperado de la impresión. Fue algo espantoso. Ahora cierro las naves con cadenas.
    –¿Conocía al muerto?
    –Creo que no le habría reconocido aunque fuera mi hermano.
    –Parece que era caucásico, como usted. ¿Lo sabía?
    –Ya le digo que no hubiera podido reconocerlo.
   Noté una sombra de preocupación en sus ojos y solté de repente
     –¿En qué piensa, Bulgakov?
     –En nada concreto, señora.
      Ese hombre mentía. Había estudiado a conciencia el lenguaje no verbal en la academia de policía. El cambio de postura corporal hacia atrás, el cruce de piernas y brazos y la desviación de mirada hacia el suelo eran más delatores que la máquina de la verdad. Lo que no conocía todavía era la costumbre oriental de guardar la información hasta lo exasperante. Unas veces por respeto, otras por miedo. Vin Bulgakov había reconocido al sujeto de la plantación, pero por algún motivo secreto, no deseaba revelárnoslo.
      –Pronto tendremos los datos de genética y la reconstrucción de la morfología facial por ordenador. Nuestros expertos en morfometría están trabajando a fondo para confeccionarnos un retrato robot –dijo Tim.
      Me sorprendió que Tim Nguyen estuviera al día de las últimas tecnologías en criminalística. Después de la exhibición de la noche y del desayuno, lo imaginaba más como una mezcla de dandi y monje zen. Pero no debía haber subestimado a un miembro de la Mundipol. El agente más convencional sabía montar un detonador con los ojos vendados.
      –¿Tiene idea de quién puede haber hecho esto? Parece obra de un loco muy sofisticado y con conocimientos de su oficio, ¿no cree? –continué.
      –En lo que se refiere a los conocimientos de fungicultura, desde luego es un experto. Pero hay algo que me llama la atención…
      –¿Y es...?
      –La variedad del hongo que ha inoculado. Al principio no me di cuenta. Pero cuando la policía descolg’o el cuerpo… bueno, se rompieron varios fragmentos de las setas que salían del mismo. Y las analicé. De hecho, he resembrado algunas esporas para comprobar mis sospechas.
      –¿A dónde quiere llegar? –pregunté al borde de mi corta paciencia.
      –Los hongos no son de aquí –dijo Vin.
      –¿Cómo?
      –La especie de hongo inoculado no es la que usamos los granjeros de Bien Hoa. Ni siquiera los de la región de Dong Nai. Ese hongo no está registrado como apto para el consumo humano. O al menos no para la gastronomía.
      –Me está dejando intrigada. ¿Es venenoso?
      –No del todo. Quiero decir… sí, es venenoso, o más bien tóxico. Y debió ser el principal motivo de la muerte de ese desgraciado, fuera quien fuese. El hongo en cuestión es una variedad de shitake con propiedades antitumorales. En uno de los cursos de formación que nos dio la empresa suministradora de los inóculos de hongos, nos hablaron de los usos futuros y de los mercados alternativos de variedades de setas distintas de las que cultivamos aquí. Ésta en concreto, en muy pequeñas cantidades, es un potente inductor de la muerte celular. Creo que lo llaman apoptosis. ¿Saben ustedes lo que significa?
      –La apoptosis es una forma programada de desaparecer. En su defecto, las células viven en exceso. Es un fenómeno natural de la vida. Todo nace para morir algún día. Los fallos en la apoptosis conducen a la aparición de tumores. Parece que es una línea de trabajo en la oncología actual. El problema de todos los fármacos antitumorales es que son potentes venenos pero poco específicos y causan con una gran toxicidad en todo el cuerpo. Por fortuna, cada vez se diseñan con mayor especificidad sobre el tejido tumoral y mayor respeto por las células sanas –aclaró Tim en una exhibición de sus conocimientos médicos.
      –¿Me están diciendo que el asesino sabía que el hongo acabaría con él por sus características biológicas? –preguntó Vin.
      –Veo un castigo lento y exhibicionista, un péndulo-guillotina o un terrorífico reloj de arena. A medida en que el hongo se fue desarrollando envenenó a su huésped. Demasiado complicado para sólo querer matarlo. Una ejecución paciente y cruel, quizás obra de un oriental –expuso Tim.
      –¿Qué quieres decir?
      –Que supone un exceso de trabajo para solo querer deshacerse de un tipo. Tiene que haber un mensaje implícito en esa forma de matar –continuó Tim.
      –Tal vez, ¿Pero cuál?
      –Por ahora es difícil de saber. También cabe la posibilidad de que en realidad le aplicaran un tratamiento primitivo con intención de curar. A lo largo de la historia se han usado gusanos para curar heridas o sanguijuelas para sacar sangre. En Alemania usan estas bestias para curar la artrosis –dijo Tim.
      –Sí claro. Pero en este caso, a su curandero se le fue la mano. Además, ¿para qué exhibirlo de esa forma? –pregunté cuando abandonábamos nuestras sillas para dirigirnos hacia la escena del crimen– ¿Y qué opina usted, Bulgakov?
      Pero Vin no respondió. No parecía muy feliz de nuestra visita. Entramos en la nave. La primera impresión que tuve fue la de haber traspasado el límite de un mundo encantado, el bosque de cuento de hadas. Caminamos entre las columnas de aserrín que despedían un vapor azulado de olor dulzón. Tras la tormenta, algunos neones parpadeaban con un ruido molesto, como el de un soldador de metal, y arrojaban una luz fría y lúgubre. Del techo caían gotas a un ritmo caprichoso. El aislamiento no era perfecto y fuera llovía de nuevo sin parar. Observé el suelo que rodeaba el lugar de los hechos. Huellas de dos o más tipos, algunas muy profundas. En el terreno húmedo pero no enlodado la profundidad de las pisadas delataba el deambular de gente con sobrepeso, poco probable dadas las proporciones menudas de los vietnamitas, o bien que hubieran transportado el peso de un cuerpo, teoría más factible a la luz de los acontecimientos. Tim interrogó con calculado aire distraído a Vin Bulgakov en esa endiablada lengua vietnamita, mientras yo me dedicaba a recoger muestras de tierra que introduje en pequeñas bolsas de plástico.
      –¿Por qué cree que le colgaron el muerto a usted? –pregunté a Vin de camino hacia la salida.
      –No tengo ni idea.
      –¿Tiene usted enemigos?
      –Todo el mundo tiene enemigos –dijo con una mueca de amargura.
      –¿Cree que el muerto puede tener alguna relación con usted? ¿Algún amigo o familiar? –insistí.
Vin volvió a ensombrecer el rostro.
      –Les agradecería que pasaran otro día. Tengo que continuar mi trabajo y ya les he dedicado demasiado tiempo hoy –dijo Vin.
      Tim asintió y le agradeció la profesionalidad e iniciativa mostrada con el tema de las setas del cadáver. Aquello podía ser la pista de una línea de investigación.
      –Necesitaría hablar con alguien de su compañía suministradora de setas. ¿Cuál es?
      –Le daré los datos, pero por favor, no mencione mis investigaciones. No creo que a esa gente le guste que hable con la policía. Deben buscar al señor Kim Pyanyong en Hanoi.
      Al subir al coche no pude contenerme:
      –Ese Bulgakov nos ha mentido.
      –¿Qué quieres decir? –me preguntó Tim con cara de sorpresa.
      –Conocía a ese tipo. Estoy segura.
      –Pues lo ha negado y nos ha proporcionado una información muy interesante ¿Qué motivos crees que puede tener para mentirnos?
      –No lo sé. Yo acabo de llegar aquí y aún no sé cómo funcionáis en este país. Pero puedo asegurar que ese tipo miente.
      –Vaya. Ahora pareces tú la que tiene los superpoderes, Guere.
      –No te burles de mí. Habría que tener a Bulgakov vigilado. Algo sabe que no desea contarnos.

      Al día siguiente, me encontré con Tim Nguyen en el depósito de cadáveres de Saigón, un edificio de la época colonial, hileras de ventanitas y persianas decrépitas, medio sepultado por hiedras e hibiscos. En sus fachadas colgaban anuncios de leche para bebés. En la calle, las motos pasaban sobre la acera y empujaban a los escasos peatones a fuerza de claxon. Junto a la calzada, unos vendedores ambulantes disponían sobre una estructura metálica armada en la moto, bolsas con peces ornamentales vivos, cuyos brillos multicolores me recordaron el ojo facetado de un insecto. ¿Cómo podían transportar aquello? El guardia de la entrada me impidió el paso hasta que llegó Tim. El interior del local era desabrido, las paredes sucias, un retrato de Ho Chi Minh en cada esquina, una bandera roja en cada puerta. El señor Hoáng Khang Phuong, un experto del departamento forense de Saigón nos recibió protegido tras un delantal de hule blanco con salpicaduras de sangre o de otros líquidos en distinto grado de secado.
      –Buenos días señores. Espero que hayan desayunado bien. Usen el gel mentolado o no soportarán el olor.
      Pensé en la de ocasiones que había tenido que acudir a la inspección de un cadáver y en ese molesto gel mentolado. Desde que entré en el cuerpo de policía había sido incapaz de volver a beber un Pipermín. Cada vez que olía a menta lo asociaba a un cuerpo putrefacto, reflejo condicionado. El forense se encaminó hacia una pared llena de compartimentos. Tiró de una anilla y sacó el cuerpo de un cofre refrigerado. Retiró la gruesa tela blanca protectora y un denso olor invadió la sala y atravesó mi protección nasal mentolada y me penetró hasta lo profundo de la corteza olfativa. Me aparté conmovida. Pero lo peor fue esa imagen brutal. A pesar de haberlo visto en fotos en Chicago, el cuerpo sembrado de lo que parecían aletas de pescado era lo más espeluznante que había visto en toda mi vida. En ese momento noté un movimiento a mi espalda y un estremecimiento me recorrió toda la columna. Del fondo de la sala, como salida de la bruma, apareció una chica alta y delgada cubierta con una mascarilla y guantes de látex. Se acercó a la mesa de disección y saludó con un gesto de cabeza.
      –Les presento a mi colaboradora temporal, Gisella Kramer, llegada desde la Universidad de Dortmund. Es una excelente preparadora de cuerpos. Obtuvo las mejores calificaciones en laboratorio de disección de la escuela de anatomía.
      –No merezco tantos halagos señor Khang. Bien. Vamos allá –corrigió Kramer.
      Movió sus manos con agilidad. En unos pocos minutos lo que parecía un cuerpo íntegro se desmoronó en aperturas por planos bien definidos y organizados, que mostraron todas las vísceras, desde el cerebro hasta los testículos. En un tono neutro, Gisella Kramer procedió al relato de los hallazgos, con leves oscilaciones de voz, como un mantra budista del inframundo:
      –En el cráneo, encéfalo con lesiones ocupantes de espacio en las áreas frontal derecha y temporal izquierda sugestivas de tumor metastático en remisión. El análisis histoquímico ha sido compatible con un adenocarcinoma pulmonar diseminado. El corazón tiene una dilatación ventricular global y signos de toxicidad aguda. El pulmón izquierdo, presenta un adenocarcinoma en lóbulo superior derecho, y múltiples adenopatías en región hiliar. El hígado presenta una hepatitis tóxica subaguda, siendo con probabilidad la causa inmediata de la muerte. Los riñones muestran una glomerulonefritis membranosa y hay metástasis suprarrenales con signos de remisión –describió Gisella Kramer, como si hablara para sí misma.
      Estuve concentrada en aquella letanía ininteligible, tratando de hallar algún significado en las palabras técnicas de esa mujer espectral.
      –Lesiones cutáneas producidas por un objeto cortante, en superficie y profundidad. La piel ha sido inoculada con esos hongos. Se trata pues de un individuo de unos cincuenta o más años con un cáncer de pulmón diseminado en tratamiento con quimioterapia. Esto último, lo deduzco por los signos de toxicidad y de remisión del tumor. Creo que ha muerto por fallo renal y hepático agudo. Me atrevería a afirmar que debió ser un bon vivant, alcohólico y fumador, y que alguien se ha pasado de dosis con los fármacos quimioterápicos, por otra parte, eficaces en el control del tumor. En cuanto al hongo parásito, es del género shitake, o sea Lentinus Edodes. Es muy raro que haya perjudicado al huésped, pero tal vez presente alguna mutación que lo haya convertido en venenoso –concluyó Gisella Kramer.
      –Muchas gracias Gisella. No, no te vayas. Tal vez estos señores quieran hacerte algunas preguntas –dijo Phuong Hoáng Khang con voz melodiosa.
      Observé a esa Gisella, tan segura al hablar y de aspecto tan frágil cuando callaba, y esperé a que dijera algo más. Su voz, algo afónica, me produjo un inexplicable sentimiento de nostalgia, como el del olor de un viejo perfume. Se quitó la mascarilla y los guantes, y la palidez de su piel se acentuó por la luz reflejada desde la mesa de operaciones. Varias pecas asomaron en los pómulos junto a la nariz. Rasgos suaves, cabello lacio, pelirrojo, ojos grises y grandes, típicos de las miopes, bonitos, muy bonitos, párpados céreos que ocultaban con delicadeza una mirada de hielo. Sus manos níveas y dedos largos me recordaron las vírgenes del Greco. No pude evitar sentir una extraña fascinación próxima a lo erótico. Estás tensa. ¿De qué tienes miedo, Gisella?
      –¿Ha podido establecer la identidad del individuo? ¿Datos del registro de tumores de algún hospital? ADN, PCR, registros de desaparecidos... –preguntó Tim.
      –¡Oiga amigo, slow down! –descerrajó Gisella, mostrando por primera vez que circulaba sangre caliente por sus venas– eso es su trabajo, no el mío. Yo me limito a obtener el máximo de información de un cuerpo que no respira. El sabueso es usted.
      Me sorprendió que a pesar del ataque Tim le sonriera y siguiera preguntándole. Buen entrenamiento, chinito.
      –¿Cómo explica el comportamiento del tumor?
      –Ya se lo he dicho. Debía estar recibiendo alguna clase de quimioterapia. Si no, es difícil justificar los signos de remisión. He enviado muestras de todos los tejidos enfermos para su estudio histológico y toxicológico, y también he tomado muestras de sangre coagulada, líquido pleural y de esperma. Hay que tener paciencia.
      –¿De esperma? –pregunté.
      –Para comprobar si el tóxico afectó la morfología de las células germinales. Son datos que ayudan a la caracterización del veneno.
      –Deberíamos hablarles de la visita que hicimos al granjero, ¿no crees, Guere? –dijo Tim.
      Iba a replicarle su mote inoportuno, pero me contuve. Tim contó a Gisella la conversación del día anterior en la plantación sobre la posibilidad del efecto antitumoral de los shitakes.
      –También he enviado muestras a la facultad de biología para el análisis de estos hongos –replicó Gisella con muestras de fatiga.     
      –Muchas gracias señorita Kramer. Ha hecho usted un trabajo impecable –dijo Khang Phuong Hoáng.
      Gisella se alejó sin despedirse. Khang se guardó sus gafillas en el bolsillo:
      –Es algo callada hasta que te toma confianza. En mi caso, nos necesitamos uno a otro y nos aportamos conocimientos. Cuando se acaben los vasos comunicantes la relación se extinguirá, estoy seguro. ¿Qué le ha parecido?
      –Un poco gore su amiga, aunque muy profesional...y guapa –dijo Tim.
      –Ja, ja. Sí… Me refería al análisis del cuerpo.
      Creo que Tim se vio sorprendido por los mismos devaneos a los que me había entregado durante la exposición de Gisella. Aquella chica flaca y paliducha tenía una fuerza erótica considerable. La rodeaba un aire de trágica imposibilidad que podía arrastrar a un abismo de romanticismo al ser más equilibrado. Y yo no era un corazón en invierno.
      –Pienso que tenemos mucho trabajo por delante –respondió Tim–. ¿Cree que el asesino puede tener conocimientos sobre oncología? Eso marcaría una nueva pista a seguir, un oncólogo experto en fungicultura; y no creo que abunden.
      –O un toxicólogo. Recuerdo un hematólogo experto en setas tóxicas del Hospital Valle Hebrón, en Barcelona. Y también otro del Hospital Clínico. Pero coincido en que la lista será limitada. En cuanto al tema de la oncología, contactaré a investigadores en el terreno de la apoptosis y estudios experimentales con hongos; debemos hablar con los principales referentes de opinión mundial –dije.

      Tim me condujo al centro de investigación de la Mundipol en lo alto del Saigón Pearl Building, una oficina que Tim y un reducido equipo habían puesto en funcionamiento como campamento base de la organización. Las vistas eran magníficas sobre el río Saigón y el barrio de Anh Phu, la siguiente presa de la voracidad inmobiliaria de la ciudad, según me informó Tim. Los puentes en construcción acumulaban enjambres de motocicletas que luchaban contra la lluvia y el barro. Bajo ellos, los cargueros surcaban a ritmos distintos las cremosas aguas enlodadas del río que bullían por el aguacero. Junto al edificio, en el puerto comercial, una infinita extensión de containers de colores imitaba un juego de LEGO inmenso, el testimonio de la frenética actividad mantenida por Saigón desde hacía más de una década.
    Difundimos la parte legible de un tatuaje del cadáver sin informar de la historia ni de su paradero; esperábamos recibir información a través de la red en caso de que alguien echara en falta al difunto. Usamos un programa piloto de localización de desaparecidos: El Missingbook, una red social cibernética tipo Facebook, donde periódicamente invitábamos a vaciar datos de personas desaparecidas. El cruce de datos solía darnos resultados muy rápidos. Obtuve una lista de investigadores de ensayos clínicos oncológicos con hongos en fase I gracias a los buscadores de Internet Medline-plus, pubmed, google academics y google scholar. Tal como había supuesto, no era muy larga. Hallé protocolos y memorias de ensayos de investigación de lo más sorprendente. Busqué también en revistas de medicinas naturales, fitoterapia y acupuntura. Durante dos días casi no me levanté del ordenador, alimentada con fideos y unos rollitos rellenos de verduras o de marisco que me traía Tim. Empezó a crearse un clima de cordialidad que, si bien aún no había dado grandes frutos en la investigación, la hacía más agradable.
      Aprendí sobre productos como la rapamicina, el tacrolimus, el paclitaxel y otros taxoles; fármacos derivados de los hongos, usados como antibióticos, inmunosupresores o agentes antitumorales; regalos proporcionados por el mundo de los hongos a la especie humana, descubiertos casi por casualidad. En concreto, ese delicado hongo de la isla de Pascua, Rapa Nui, la rapamicina, recubría los stents intracoronarios, unos sofisticados muelles que se usaban para abrir las arterias coronarias del corazón, como el salvó la vida a mi padre. Pero eso poco me importaba ahora. Mi padre pertenecía a un pasado que prefería olvidar.
      Tras la inmersión en el mundo de la micología comercial, me reuní con Tim Nguyen para hacer una puesta en común. Cenamos multitud de platillos típicos de cocina vietnamita, cada uno con su salsita, a bordo de un barco en el río Saigón, un paquebote con aspecto de ferry del Mississippi. En las mesas de los alrededores las familias se apretujaban en las sillas, se abalanzaban sobre la comida, mascaban con ruidos acuosos, los niños rollizos como chow chows chillaban a las madres o corrían de mesa en mesa y golpeaban a los vecinos, los padres jugaban con las tabletas de los hijos, algunos estallaban las bolsitas de las toallitas húmedas en estresantes detonaciones, y en las mesas solo de hombres, las latas de cerveza y las botellas de Whiskey se acumulaban sobre el mantel o por el suelo, y vaciaban los vasos en brindis y carreras absurdas; un, dos, tres y todo para adentro. Los rostros bermellones, los ojos encendidos, las voces roncas, los ceniceros llenos. Una alegría tosca, fugaz, falsa. Sobre una tarima inestable, mujeres de carnes turgentes y bailaban ante nosotros con unas antorchas y llamas emanaron humo negro entre notas de música mecanizada. Frente al barco, las luces de los nuevos rascacielos de Saigón temblaban sobre el río.
      –Hay una decena de científicos relacionados con el tema que nos ocupa –empecé–. Les he escrito y estoy esperando respuestas. Entre todos los oncólogos destaca un ruso, el doctor Joseph Sjarnovich. Es un referente mundial en la investigación sobre tumores de mama y dirige un equipo de oncología en un Hospital de Kiev. Ha liderado la publicación de docenas de ensayos preclínicos en el laboratorio. Su secretaria me ha comentado que el doctor viaja a Singapur dentro de una semana, a un congreso internacional, y que está dispuesto a hablar con nosotros.
      –Bien. Pues allí estaremos.
      En la oscuridad líquida del rio, unos hombres depositan farolillos de colores desde un pequeño sampán, velas titilantes que flotan y se alejan impulsadas por la corriente, como luciérnagas. Una poesía de luz y silencio.

Sjarnovich y Singapur

            El avión atravesó las interminables formaciones de nubes bajas, redondas y densas, como collares de perlas de algodón, y aterrizó con suavidad. El reflejo plateado del sol en áreas palustres y ríos serpenteantes convertía la tierra en la monumental obra de un orfebre caprichoso. Singapur me recordó una ciudad-estado a modo de las antiguas polis griegas. Una capital asiática de ciencia, comercio y civismo a base de amenaza de sanción, al estilo suizo: Pórtate bien o atente a las consecuencias. Imponentes rascacielos, avenidas límpidas, amabilísimos conserjes en los hoteles que te hablaban en un inglés envidiable, y una vegetación exótica, tal vez la única nota de rebeldía en ese paraíso de civilización artificial, sin ninguna muestra que definiera una identidad cultural. La pulcritud de la ciudad comparada con el aire descuidado de la principal metrópoli vietnamita me resultó chocante. Dirigidos por guardias urbanos de traje crema, salacot y guantes blancos, llegamos al Hotel Hyatt, próximo al Macritchie Reservoir Park y al centro de convenciones, junto al Mount Alvernia Hospital. En una lujosa cafetería con vistas al lago, nos encontramos con Joseph Sjarnovich, un hombre de aire nervioso, de unos cincuenta años, que hablaba por su móvil sin parar. Tim comprobó la foto del científico para reconocerlo antes de dirigirse a él.
      –Buenos días, ¿el doctor Sjarnovich, supongo? Queríamos hacerle unas preguntas...
      –¿Son de la secreta, no? –graznó Sjarnovich, con un acento gangoso.
      –Si lo anuncia así, pronto dejará de ser un secreto –dije.
      –¿Qué tal el congreso, doctor? –entró Tim con ánimo conciliador.
      –A mí el congreso me importa poco. Mi objetivo es conseguir nuevos acuerdos para ensayos de investigación y ver algunos viejos amigos. I’m the man of the money, ha, ha.
      Aquello acabó de granjearle mi más sincero rechazo. Un hombre frío y calculador, pensé. Y además va de sobrado por la vida. Sjarnovich se me antojó un médico presto a bromas agresivas, de gestos rápidos pero a la vez dubitativos, como si tomara las decisiones con atolondramiento forzado por el agotamiento de un periodo de duda, que había resuelto sin haber podido aclararse sobre los pros y los contras de un problema. Pero esa impresión personal chocaba con la meteórica carrera del científico que sin duda había recorrido tras enfrentarse a muchos y dejarlos en la cuneta. Hay personas que solo sirven para la guerra, el combate cuerpo a cuerpo. Son inútiles para la paz.
      –Desde que inicié mi etapa de jefe de servicio en el hospital de Kiev he desarrollado más de doscientos estudios de investigación, cada uno con dotaciones económicas muy importantes. Gracias a ello están construyendo una fundación que llevará mi nombre, dedicada a la descripción de factores represores y estimuladores en la expresión de los oncogenes. Supongo que saben a qué me refiero –dijo en tono burlón.
      –Nosotros sólo queremos averiguar si alguien de su entorno está interesado en el desarrollo de quimioterápicos de origen vegetal, en especial a partir de setas, y en el control del fenómeno de la apoptosis –respondí con la misma naturalidad que si estuviera pintándome las uñas frente al televisor.
      Sjarnovich me miró con cara de sorpresa. Creo que no podía imaginar que unos policías pudieran saber algo más que poner multas o perseguir maleantes, aunque fuéramos de la Mundipol.
      –¡Vaya! Ja, ja. Tal vez debería invitarla a trabajar en mi fundación como becaria.
      –Gracias, pero estoy convencida de que ya tiene alguna para entretenerse –repliqué pasando mi lengua por la cara interna de la mejilla, hecho que no pasó desapercibido a Sjarnovich ni tampoco a Tim, que puso cara de reprobación.
      –Déjeme pensar un poco... –continuó Sjarnovich sin mostrar el menor asombro –Sí, hace tiempo conocí a unos tipos americanos que trabajaban con este tema de los shitakes. Los japoneses investigaron sobre ello en los años setenta y publicaron una serie de artículos muy flojos sobre esas setas. A pesar de ello, les aceptaron algún artículo en la revista Nature. Me consta que algunos hongos se usan para evitar la obstrucción de los stents intracoronarios, esos muelles que se colocan dentro de las arterias del corazón cuando se taponan. Han salvado muchas vidas, ¿saben? Pero en oncología, desde el descubrimiento de los taxoles, las principales drogas anticancerosas en la actualidad, con el paclitaxel a la cabeza, no he prestado atención a las setas más que para fines gastronómicos. En Ucrania la temporada es corta pero muy bonita y los hongos son deliciosos.
      –Ya. A nosotros nos interesaría saber algo de sus efectos biológicos en vivo –insistí.
      –Ese grupo trabajó en el aislamiento de las fracciones polisacáridas del shitake –continuó Sjarnovich– pero yo diría que están un poco parados. Estoy tratando de recordar quién trabajaba sobre ello...
      Caía un sol de plomo. El cielo azulado provocaba reflejos multifragmentados sobre los cristales opacos de los edificios, tendencias arquitectónicas importadas hacía ya varios años. Era evidente que Singapur había despertado a occidente antes que la mayoría de sus vecinos. La terraza se llenó de congresistas con lacitos y tarjetas plastificadas en el cuello, los móviles a la oreja, con sus melodías terebrantes. La mayoría confiaría en los preceptos que Sjarnovich expondría por la tarde en las salas del congreso. Además, a juzgar por los gadgets y complementos que llevaban en los hombros, solapas y muñecas, todos habían viajado hasta allí pagados por los laboratorios de los productos sobre los que hablaría Sjarnovich. De pronto, el médico hizo un gesto como si recordara algo más.
      –Había un ingeniero en Boston, un tipo bastante combativo... pero creo que no llegó a obtener ningún descubrimiento significativo.
      Advertí una mueca y un tono burlón, casi imperceptibles.
      –¿Combativo? –pregunté.
      –Le costó aceptar la ventaja que enseguida tuvieron los taxoles. Se obsesionó con las setas y otros temas de ciencia-ficción. Algún experimento se le debió ir de las manos junto a otro colega suyo que trabajaba en España. Se llamaba... Weat, o algo parecido.
      –Muchas gracias señor Sjarnovich. Nos ha resultado de gran ayuda –concluyó Tim Nguyen–. Espero que no le importe facilitarnos su móvil y correo por si necesitamos preguntarle algo más.
      –Vaya formalismo. Ustedes saben perfectamente cómo encontrarme. Desearía no tener que volver a verlos si no es del todo necesario. Soy un hombre ocupado –dijo Sjarnovich.
      –Sí, eso dicen todos –le solté perforándolo con la mirada.
      Nos alejamos en silencio. Ya en el taxi, Tim soltó un suspiro.
      –Mira, Ofelia. Creo que eres una investigadora prometedora, pero tienes algunas salidas que deberías controlar. ¿Se puede saber qué se te ha cruzado con ese tipo? ¿Qué diablos pretendías con los juegos de lengua? ¿Ponerlo cachondo?
      Le escuché mirándome a las rodillas. Tim tenía razón. Estábamos en medio de una investigación delicada, y al primero que me cae borde casi lo tiro por el balcón. Como no presenté batalla, Tim se suavizó.
      –Si dejamos aparte esta salvedad ¿Qué te ha parecido el tipo?
      –Es un gallo de gallinero. Menudo cínico. El hombre del dinero. No he visto un médico con menos escrúpulos en toda mi vida. Creo que no debemos tacharlo de la lista de sospechosos.
      –Estoy de acuerdo. Tenemos pocos datos como para desechar ninguna hipótesis. Y ese tipo tiene pinta de bailar con todas y no casarse con ninguna.
      El regreso a Saigón se dilató por las esperas del aeropuerto, los controles de seguridad interminables, chequeos contra la gripe A con cámaras termográficas o contra el terrorismo. Se sumó a ello una salida frustrada del avión y el mal tiempo. Al llegar al hotel en Saigón me dormí enseguida.
      «Estoy echada sobre la cama boca abajo en el centro Polífagos. Las manos atadas. También los tobillos. Risitas excitadas pero contenidas de otras reclusas. Esperan la llegada de la cabecilla. Entonces unas manos me suben el camisón y dejan mi trasero redondo al descubierto. La carne blanca reluce y se mueve trémula en un forcejeo inútil. Estoy bien atada. Oigo cómo alguien se pone unos guantes de látex. Me embadurnan el surco entre los glúteos con un gel viscoso. Entonces noto una penetración violenta y rápida. Un dedo, varios, una mano...
Mi boca está llena de un trapo que va humedeciéndose de lágrimas. Los segundos parecen horas...»
      Me desperté angustiada, con lágrimas en los ojos. Contraje el ano con el recuerdo del dolor del pasado. Me levanté y fui al baño. Estaba en Saigón. Desde las ventanas observé a los taxis aparcados bajo el hotel, los primeros motoristas y algunos vendedores ambulantes, muy temprano. Últimos ruidos de la noche o primeros del día, muestras huérfanas de vida humana en contraste con el exceso de sonidos de las horas puntas. Pero aún no había amanecido. Volví a la cama. Todo iba bien.