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lunes, 18 de junio de 2018

EL MISTERIO DEL HOMBRE ÁRBOL. CAPÍTULO 2


CAPÍTULO 2

El origen de un investigador universal

Nunca se conoce bastante
De ahí que también en lo conocido
Se halla lo desconocido y su llamada

El deseo de experimentar, de conocer,
Me hace con frecuencia llevar en mi obra una marcha
Discontinua; que a lo mejor se debe a que me interesa
Más la experimentación que la experiencia.
También prefiero el conocer al conocimiento.


Aromas y pensamientos, de Eduardo Chillida


Canaima, Venezuela, 1990

«Querido hijo, sé que nunca me perdonarás que te privara de una vida de lujo en París y os enterrara a vosotros y a vuestra madre en Ucrania. Pero debes saber que ese es tu origen, y lo único verdadero. Lo demás, todo lo que heredé de mi padre, fue una mentira, tal vez conveniente para él, pero una falsedad insostenible. Tu abuelo fue un genio, hijo. Un genio y también un asesino. Sus cuadros colgados en el Hermitage junto a los salones rojos de Matisse no pueden lavar la sangre que derramó para pintarlos. Ese erotismo sangriento no era otra cosa que una fotografía de la realidad. Sus cuadros arrancaron la vida a esas musas desgraciadas, desangradas, cuerpos que entregaron el alma a un monstruo, que las mezcló con blanco de zinc, o con amarillo Nápoles, o con rojo cadmio, o azul de Prusia, y las apresó bajo capas de óleo en las telas. Por ello conquistó la grandeza, porque pintó con la mano del diablo, porque sacrificó su inocencia y la paz espiritual de nuestra familia. Pero aunque escondió su apellido, la carga volvió a salir a la superficie. Y yo lo supe, Rasputín. Lo averigüé y me tuve que ir. Su apellido, y por tanto el nuestro, es Raskolnikov, que en su huida de Ucrania cambió por Bulgakov. Me dijo que tampoco era ese su linaje, que había nacido en España, que tenía otros hermanos famosos en el mundo de la pintura, pero no quiso nombrarlos. Ya sé que vuestra vida ha sido complicada, y también que lo será más tras haber denunciado a mi padre, a tu abuelo, ante las autoridades de Ucrania. Pero se lo debía a las víctimas. Tenía que hacerlo. Y al mismo tiempo, si os veis obligados a huir de Ucrania, será mi jugada de vuelta. Yo os metí a la fuerza en ese gélido país, y a la fuerza os sacaré. Con ello solo puede esperaros un destino mejor».
      Acabó de leer el mecanuscrito, arrugó el papel y se lo metió en el bolsillo. ¿Qué sabía de su pasado? Bien poco. Su padre siempre había sido un hombre reservado. Nació en París, y por un motivo oculto, dejó la ciudad de la luz para internarse en esa oscura región de Ucrania, en un país comunista, donde arrastró a su familia a una vida llena de limitaciones. A Rasputín le costó entender que su padre hiciera un movimiento inverso a toda lógica. La mayoría de sus amigos de la infancia se burlaban cuando les contaba lo poco que sabía de la historia familiar:
      –Tu padre está loco Rasputín. Sólo a un demente se le ocurriría cambiar la vida de París por la miseria de Kiev.
      Rasputín y su hermano Sasha, defendían a su padre, aunque fuera a puñetazos. Sin embargo, también él albergaba dudas. Su abuelo paterno era un misterio. Lo único que había podido conocer del famoso pintor Mijaíl Bulgakov era a través de los cuadros que colgaban de las paredes en los museos. Rasputín, sin demasiadas inquietudes artísticas en aquella época, se sorprendía de la evolución en la obra de su abuelo, desde unos principios eróticos violentos hasta unas etapas finales de abstracción casi espiritual. En uno de sus viajes de juventud, y que se convertirían en habituales al alcanzar su madurez profesional, visitó los templos eróticos de Madhya Pradesh, en la India central. Allí fue testigo de esa misma evolución, desde lo carnal, en las orgías de esculturas fornicantes de las bases de los templos de Kahuraho, hasta la representación de lo celestial en los dibujos geométricos de sus cúpulas de arenisca. Aprendió que en el mundo espiritual la expiación de un crimen debe ser protagonizada por el asesino y, por tanto, que los sacrificios de los inocentes son inútiles. De este modo, a pesar de la acción de su padre, la obligación de compensar el daño causado pasó a la generación siguiente, o sea a él.
      Rasputín inició su vida profesional como ingeniero en Kiev. Gracias a sus méritos recibió una invitación para investigar en Estados Unidos y decidió huir con la expectativa de una vida mejor. Sabía que si le descubrían lo desterrarían a Siberia, pero prefirió arriesgarse a sufrir una vida profesional estancada. Siempre le había movido el espíritu de hacer el bien a la humanidad. Una vez en América, sufrió las mismas trabas a sus investigaciones que en el otro lado del Atlántico: En la URSS porque no había dinero y en América porque no las vieron rentables. Por ello empezó a buscar alianzas en otros países más receptivos a sus proyectos. En Estados Unidos, cambió su nombre por el de John Valugow para evitar represalias, aunque desde la salida de la URSS tomó la costumbre de viajar bajo nombres falsos. Durante los periodos en que el trabajo se lo permitía, aprovechó para descubrir nuevos mundos. Su nueva vida, transcurrió en tantos escenarios que terminó por establecer vínculos afectivos en más de un lugar. De esos vínculos nacieron dos hijos de madres distintas. Francis Valugow, la mujer con quien llevaba una vida de apariencia plácida en Nueva Inglaterra, era ajena por completo a esa multiplicidad conyugal y a la intensa vida de su marido John Valugow.
      El sol salió y creó un arco iris en la región de Canaima. A orillas del río Carrao, junto al poblado de indios Pemón donde vivía, John Valugow divisó el muro del Auyantepuy. De la cima de esa meseta del tamaño de una isla caía el salto de agua más alto que conocía. Los tepuys, viejas montañas de superficie cortada por el tiempo asomaban en las llanuras y selvas de Canaima como lomos de dinosaurios dormidos. En la época de lluvias se ocultaban entre las nubes bajas y los accidentes de aviación eran frecuentes; los pilotos apenas usaban radares.
      Maiyapi se despertó y contempló la nube formada por la caída del agua desde mil metros de altura. Contó el ganado para cerciorarse de si alguna anaconda había cenado alguno de sus animales. No tendría más que hacer si no fuera por Manapé, su hombre. Maiyapi era una india Pemón de las selvas de la Guyana. Un día conoció a Manapé, a bordo de una canoa de expedición, cerca del salto del sapo. Manapé llegó hace bastantes años a Canaima. Al principio no hablaba ni español ni pemón, pero eso no le impidió relacionarse con Maiyapi. Manapé era el nombre indio que adoptaba John Valugow en sus escapadas a las selvas de Venezuela. Pasaba temporadas cortas con Maiyapi y desaparecía largos periodos de tiempo, pero siempre volvía. La indígena no tenía necesidad de una gran conversación. Perdió a su primer hombre tras enfermar de paludismo y sus hijos, ya crecidos, habían emigrado a centros urbanos como Puerto Ordaz. Ahora se contentaba con compañeros esporádicos. Esa compañía de silencio, ambos ocupados en las rutinas de cultivar, criar ganado, comer y dormir, parecía suficiente para los dos. Guardaban un pequeño cercado con animales en las sabanas de Kavac compartido con otros indios pemón; apenas les ataba nada.
      Manapé subía a los tepuyes, tomaba algunas fotos y escribía en sus cuadernos de campo. Su aspecto moreno indio y sus ropas sencillas contrastaban con sus ojos azules, los dedos largos y el resto de facciones que delataban su origen europeo. Su rostro bondadoso nada conservaba de las facciones lobunas de su abuelo. La sangre de un tatarabuelo polaco y una malagueña se habían mezclado en tres generaciones hasta diluirse por completo en los mares de la genética. En ocasiones, los turistas adivinaban a un europeo bajo el disfraz de indio e intentaban trabar conversación con él, pero apenas les hablaba. En la cima del Roraima, Manapé recogía plantas y las guardaba en tubos metálicos. Capturaba especies poco conocidas para analizar en su laboratorio de Boston. Le fascinaba el laberinto de rocas que sembraba la cumbre. En los secos meses de invierno era más agradable, pero aun así su altura de casi tres mil metros por encima del mar le confería unas características climáticas de alta montaña. Manapé trotaba entre las torres de roca negra esculpidas por dos mil millones de años con cuidado de no perderse o de caerse a los abismos de aquel glaciar de arenisca ocultos en las nieblas. Cuando salía el sol los cristales de cuarzo de la superficie brillaban por todas partes como gigantescos diamantes. Inspirado por el aspecto multiplicado de las formas cálcicas que el agua había esculpido en la cueva de los ojos, Manapé se interesó por el mundo de los fractales y en el porqué de esas formas geométricas, repetitivas y desiguales. Descubrió una analogía poética y un modelo matemático en la repetición de las formas desde lo microscópico hasta lo visible, en estructuras como el ojo de un insecto, la pluma de un ave, la división de los pétalos de una flor, la ramificación de un árbol, un pulmón o una neurona. Le sorprendían los paralelismos estéticos del cerebro con una coliflor, una nuez o la sección de una trufa silvestre. Todos aquellos fenómenos, constituían modelos de fractalidad. Repeticiones y similitudes. Quería descubrir una relación y, a ser posible, una aplicación en el campo que le ocupaba, la oncología experimental. Manapé había estudiado la piezoelectricidad, la intertransformación de la energía desde un fenómeno físico a uno químico, y de ahí a uno eléctrico, para engendrar de nuevo un movimiento físico, por ejemplo, al retirar una mano después de quemarse, o lo que ocurre al hablar a través de un micrófono. Contemplaba el fluir del río Kukenan desde la cima del tepuy Roraima mientras esperaba descubrir una vía de comunicación con las células, un camino de armonización de los ritmos celulares a través de un estímulo físico variable, como la música, un efecto como la flauta mágica del encantador de serpientes. Para ello, el DNA humano tenía que poder adoptar diferentes formas en el espacio en función de un estímulo dado, y ello debería seguirse de una codificación de proteínas que modificaran el comportamiento de las células cancerosas. Para ello el DNA tenía que comportarse como un cristal líquido y obedecer a las leyes de la piezoelectricidad.
    Precisaba alejarse del ambiente universitario limitado y dogmático para abrir su mente a los caminos no convencionales de la investigación oncológica e integrar sus conocimientos sobre la fauna y la flora, la física cuántica, los efectos del sonido y la influencia de los ritmos físicos sobre los biológicos e incluso, a la física hiperdimensional, donde las confluencias interplanetarias podían convertir ciertas experiencias electrolíticas en insólitos fenómenos energéticos. En esas raras ocasiones de confluencia interplanetaria, Manapé intuía que viajaba una gran cantidad de energía a través de dimensiones complementarias a las cuatro conocidas (espacio y tiempo). Deseaba poder curar el cáncer mediante la música de Bach, con las variaciones Goldberg, un modelo de creación fractal. Toda la experiencia y reflexión que Manapé adquiría en la selva venezolana la recogía en sus diarios y le servía de guía para sus experimentos en Boston, China o Ucrania.

      Unos años más tarde, en un congreso internacional de oncología en Chicago,

      En un auditorio repleto, cerca de la Northwestern University, John Valugow expone sus teorías y descubrimientos.
      –Y tal como les he comentado, la energía que viaja a través de los ultrasonidos ha sido muy útil hasta la fecha para diagnosticar enfermedades. Nadie niega el avance que ha supuesto la ecografía para la medicina. Ahora el HIFU, los ultrasonidos de alta intensidad focalizados, constituyen un gigantesco paso adelante, una nueva forma de vaporizar el cáncer. Si Marie Curie viviera, sin duda desearía experimentar el desarrollo de estos ultrasonidos cargados de energía para erradicar tumores y acabaría dejando la radioterapia y sus peligros como un descubrimiento del pasado. Lo que el piano representó al clavicémbalo, hoy el HIFU es para la radioterapia.
      En la sala hay decenas de asistentes. Algunos escuchan con curiosidad. Otros parecen crispados, o inquietos.
      –Creo que sus resultados merecen ser comprobados con calma, doctor Valugow. La oncología es materia muy seria y no algo que pueda someterse a técnicas de ciencia-ficción. Sus experiencias han sido efectuadas en países donde el rigor científico es más que discutible...
      –¿Cuestiona el rigor de mis experimentos? ¿Puede mostrar algún error en el método o en los resultados? ¿O simplemente no se los cree doctor...?
      –Sjarnovich. Joseph Sjarnovich. Comprenda doctor Valugow que hay una cierta espectacularidad en sus resultados algo difícil de creer desde la perspectiva más asentada hoy día. Claro que usted ya nos tiene acostumbrados a sus trabajos fantásticos, como los de los shitakes...
      –Le ruego doctor Sjarnovich que apoye sus críticas en hechos concretos. ¿A dónde quiere llegar? Mis colegas y yo pretendemos mover la frontera del conocimiento hacia delante. Y los datos presentados son más que satisfactorios.
      Presionado por Sjarnovich y el lobby que representa, el comité científico que había apoyado inicialmente los trabajos de Valugow, los suspende del cartel del congreso. De las cuatro comunicaciones científicas que debía efectuar John Valugow sólo puede exponer la primera.
      En la cafetería del congreso, Valugow encuentra a Sjarnovich junto a un pequeño grupo. Lo coge por el brazo y lo arranca de su coro con brusquedad:
     –Pero ¡qué hace! ¿Está usted loco? –le grita Sjarnovich dando calculada espectacularidad a la escena.
      Dos gorilas de cabeza rapada y hombros de armario con micro en la oreja se acercan y sujetan a Valugow por los brazos.
      –¡Ahora me doy cuenta de quién es usted, Sjarnovich, sabandija! ¡Usted y sus colegas me han boicoteado una vez más! Ya lo hicieron con los shitakes. Pero no podrá detener mis investigaciones. El mundo no acaba en Europa ni en América. China ha despertado y la India es un motor en potencia. Acabaré mis investigaciones y las publicaré en medios donde ni usted ni sus socios puedan frenar su difusión. Debería darle vergüenza. No es más que un lacayo de la industria farmacéutica.
      –¡Usted es un loco, Valugow! No sabe con quién está hablando. No me subestime. Si alguien quiere investigar algo, o cuando un laboratorio tiene que elegir dónde invertir sus fondos de I+D me lo preguntan a mí, ¿me oye?, a mí. En estos momentos, la oncología soy yo. Hoy ha acabado su carrera para siempre, Valugow. ¡Para siempre!
   Los dos matones le sueltan y John Valugow se aleja sofocado entre una muchedumbre que se ha acercado a la escena por curiosidad. Decide que es momento de desaparecer de su vida y su identidad americana. A lo lejos, disimulada en la reunión, una mujer delgada lo observa con lástima y preocupación.

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