Talaron todos los árboles de Ton
Duc Tang. A la mayoría no os dirá nada esa calle a menos que os diga que era la
calle donde Jane Marsh besó por primera vez a su amante de la china del norte
en la película El amante, la versión de Jean-Jacques Annaud sobre la novela de
Marguerite Duras. La avenida disponía de cuatro líneas de árboles centenarios
que llovían sus hojas durante las tormentas, producían una penumbra agradable e
imponían respeto con el tamaño y altura de sus troncos rugosos y oscuros. Al
parecer, algunos ingenieros jóvenes vieron en esa avenida la solución al caos
circulatorio de Saigón. Lo cierto es que cruzaban dos concurridas avenidas y
las horas punta eran un desastre, pero más por la absoluta falta de respeto a
las normas de circulación que por otra cosa. Junto a esa calle, los terrenos de
una promoción inmobiliaria de la empresa constructora «oficial» se revolvían y
edificaban, y al parecer no era bueno pensar en alternativas circulatorias que
atacaran o limitaran el negocio de los poderosos.
Los árboles no tienen voz, no
tienen patas, no pueden huir ni protestar. Son testigos mudos de nuestra ignorancia,
de nuestra codicia. Cuando sacrificaron a Jesús en la cruz, pidió a su padre
que perdonara a su pueblo porque no sabía lo que hacía. ¿Hasta cuándo nos perdonará
la naturaleza nuestra locura?
Ahora Ton Duc Tang es como una
pista de aterrizaje de aviones, una superficie abierta como una llaga, seca,
castigada por el sol y las tormentas por nuestro pecado. Y si los ingenieros
han cometido el crimen impune de la tala, los demás lo hemos celebrado con nuestra
indiferencia.
No, señores, a mí no me ha dejado
indiferente.
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