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sábado, 23 de octubre de 2010

SOPA ÁCIDA

Cuando uno aterriza en Saigón para pasar una temporada larga, aprende que los vietnamitas son muy soperos. Desde el Pho por la mañana o a todas horas, hasta el hot pot, uno de los platos más célebres y recurridos de la cocina vietnamita.
Si algo sorprende de esos caldos, que son sabrosos y por lo general picantes, es la afición a su acidificación. El empleo del tomate hervido, la piña, el tamarindo o directamente el limón o la lima exprimidos les dan ese toque marcadamente ácido que contrarresta el sabor dulzón de los tubérculos como el boniato (tienen de todos los colores, blanco, lila, naranja, marrón) o los vegetales de la familia de las mentas o los brotes de soja.
PHO DE TERNERA
En el Pho, si uno no está satisfecho con el sabor, siempre puede añadirse el Chin Su, la marca popular de una salsa de chile y ajo, o la pasta de judía roja (exquisita) o el resolutivo y omnipresente Nuoc Mam. Al igual que muchos otros refinados placeres, el Nuoc Mam huele mal pero sabe bien. Fabricado a partir de la maceración de pescados y mariscos, es un precioso líquido que en Vietnam sustituye con creces las famosas pastillas enriquecedoras de caldos, con la ventaja que no lleva grasas animales ni aceites añadidos. Su adición a cualquier plato cocinado es tan agradecida que la he bautizado como el salvatodo de la cocina.
PHO MATINAL

La gracia del hot pot es que los elementos van cociéndose como una fondue de caldo, que va enriqueciéndose de los aromas del puchero. En esa sopa tan nutritiva todo es bien recibido, desde las setas, las verduras, las carnes hasta el marisco y el pescado.





PHO DE CANGREJO
Para los amantes de las sopas, Saigón es su ciudad. Pero mientras uno, en Europa, se imagina la sopa caliente tras una aguacero, un resfriado o durante el invierno, en Saigón se toma a 28 grados, así que prepararos a quedar hechos una sopa también por fuera. Porque todo es húmedo en la ciudad, empezando por las servilletas, que son pequeñas toallas húmedas de algodón perfumado.

jueves, 21 de octubre de 2010

CUANDO EL CIELO CAIGA SOBRE NUESTRAS CABEZAS

Desde la ciudad del agua, uno de los muchos nombres que voy a dar a esta ciudad de Saigón, es fácil imaginarse el temor de los vikingos de que algún día el cielo cayera sobre sus cabezas.
      Cuando llueve en la ciudad, la sensación es la de la ruptura del cielo a través de una grieta inmensa, que arroja millones de litros sobre las calles, transformándolas en ríos en pocos minutos. La grieta causa un ruido retumbante y el agua baja por las paredes de las casas como si fueran velones de cela arrojados a una chimenea encendida. Todo desciende, todo se desliza y fluye. Todo cambia para, al poco, volver a empezar.
Y en los descansos de la tormenta, que ya dura 15 días, millares de ranitas croan, y los peces invaden los campos, extraviados de los ríos, porque durante unas horas ya no saben cuál es su cauce.
      En mi casa tenemos una claraboya que se desliza sobre un carril. Es muy bonita y permite la entrada de luz y aire a la escalera. Pero en los días de lluvia, es decir todos, bajan chorros de agua hacia el salón y tenemos que poner cacharros para evitar un desastre. Errores de construcción.
       Bienvenidos a la ciudad de la lluvia.
      Esta tarde he jugado al tenis bajo un cobertizo gigantesco, parecido al hangar de los aviones. A media clase ha empezado a llover, una cantidad discreta, de tipo inglés. Cuando ha salido el sol, ha iluminado las gotas que rebotaban sobre las pistas duras de al lado, de modo que centelleaban como las virutas de hierro cuando se echan al fuego.
Más allá, la música de 10.000 maniacs salía de un bar.
       Era un acompañamiento surreal.