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jueves, 21 de octubre de 2010

CUANDO EL CIELO CAIGA SOBRE NUESTRAS CABEZAS

Desde la ciudad del agua, uno de los muchos nombres que voy a dar a esta ciudad de Saigón, es fácil imaginarse el temor de los vikingos de que algún día el cielo cayera sobre sus cabezas.
      Cuando llueve en la ciudad, la sensación es la de la ruptura del cielo a través de una grieta inmensa, que arroja millones de litros sobre las calles, transformándolas en ríos en pocos minutos. La grieta causa un ruido retumbante y el agua baja por las paredes de las casas como si fueran velones de cela arrojados a una chimenea encendida. Todo desciende, todo se desliza y fluye. Todo cambia para, al poco, volver a empezar.
Y en los descansos de la tormenta, que ya dura 15 días, millares de ranitas croan, y los peces invaden los campos, extraviados de los ríos, porque durante unas horas ya no saben cuál es su cauce.
      En mi casa tenemos una claraboya que se desliza sobre un carril. Es muy bonita y permite la entrada de luz y aire a la escalera. Pero en los días de lluvia, es decir todos, bajan chorros de agua hacia el salón y tenemos que poner cacharros para evitar un desastre. Errores de construcción.
       Bienvenidos a la ciudad de la lluvia.
      Esta tarde he jugado al tenis bajo un cobertizo gigantesco, parecido al hangar de los aviones. A media clase ha empezado a llover, una cantidad discreta, de tipo inglés. Cuando ha salido el sol, ha iluminado las gotas que rebotaban sobre las pistas duras de al lado, de modo que centelleaban como las virutas de hierro cuando se echan al fuego.
Más allá, la música de 10.000 maniacs salía de un bar.
       Era un acompañamiento surreal.

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