El
hombre árbol
Un fractal es un objeto semi–geométrico
cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes
escalas. El término fue propuesto por el matemático Benoît Mandelbrot en 1975 y deriva del latín fractus, que
significa quebrado o fracturado. Se le atribuyen las siguientes
características:
–Es demasiado irregular para ser
descrito en términos geométricos tradicionales.
–Posee detalle a cualquier escala de
observación.
–Tiene autosimilitud que puede ser
exacta, aproximada o estadística.
–Se define mediante un simple algoritmo
recursivo.
En la naturaleza hay elementos que
pueden ser descritos mediante la geometría fractal. Las nubes, las montañas, el
sistema circulatorio, las líneas costeras o los copos de nieve son fractales
naturales.
Vietnam, agosto 2009
Milia abre los ojos tras sentir un dolor extremo. Acaba de ser ensartado
en unos ganchos de carnicero por debajo de los brazos. Habría chillado si
hubiera podido, pero su garganta ha dejado de hablar hace días, fruto de las
torturas, la deshidratación y la desnutrición. Apenas puede comprender qué le
dice ese chino de mierda. No es momento para discursos, piensa. La piel se le
ha abierto en heridas espantosas que prefiere no mirar; el cuerpo le arde; los
latidos del corazón golpean las sienes con fuerza, y la respiración superficial
y rápida, presagia el final de su agonía. Eso que le ha crecido en la piel,
rezuma un líquido lechoso. Asqueado de su propio olor, se ha vomitado encima
varias veces, incapaz de impedir su lento camino hacia la muerte.
El torturador no ha podido
hacerle confesar. Cuando descubra el pastel, ya no tendrá importancia. Esos
tipos han hecho bien su faena. El chino sigue hablándole, pero Milia ya no
entiende nada. Sólo un ronroneo confuso. El exterior se desvanece en una visión
líquida, y solo le queda energía para un último diálogo interior. Siempre ha
sido un colgado. Tras errar de un país a otro y cometer fechorías de toda
índole, ahora, cuando el aire se acaba, comprende demasiado tarde lo absurdo de
su vida. El destino se burla de él y decide su final así, suspendido de unos
ganchos, en medio de una granja; cosificado; deformado; reducido a un estado
híbrido entre un hombre y una planta. Su último pensamiento es para su padre,
un desertor familiar al que dirige todo su odio. Después, la respiración se
hace imperceptible hasta que se detiene en un burbujeo de espuma por la boca.
Frente al cadáver un hombre lleva el cabello planchado sobre la frente
por una mezcla de sudor y brillantina. Su cara redondeada, de papada ancha y
sudada, sonríe complacida y deja relucir dientes de oro que expulsan nubecillas
de humo de un cigarrillo fino. Da órdenes a los otros verdugos, que contemplan
a la víctima paralizados por la mezcla de fascinación y temor. En su fuero
interno, en pleno descenso de una excitación culminada, la resaca triste por lo
consumado, el final orgásmico de una ejecución colectiva y tribal. Sólo el jefe
conserva la conciencia despierta. Adivina quién ha sido el verdadero artífice
de la traición sufrida y ya calcula su próximo golpe.
–Dejadlo así. Alguien comprenderá el mensaje.
Sobre los tejados de la plantación se elevan columnas de nubes hacia el
firmamento; contrastes de blancos y grises amenazan con soltar su carga. El
aire es denso y húmedo, y cuando abandonan el lugar casi ha amanecido.
Amanece en Bien Hoa
Vin Bulgakov salió temprano de su casa de Bien Hoa, como de costumbre.
Tomó el sendero de arcilla rojiza como el sol. Los mangos formaban una oscura
bóveda vegetal bordeada de arbustos de lemongrass que perfumaban el aire
al rascar el coche. Su pickup Mitsubishi reluciente se deslizó entre los bosques
de pino y bambú, y las granjas avícolas que habían proliferado por Dong Nai
hasta convertirse en una aglomeración cacareante. Nunca le habían gustado las
granjas; los piares de las aves y sus miradas vacías le resultaban
amenazadores. Aquella mañana había arrollado una motocicleta. En lugar de darse
a la fuga como los conductores del lugar, Vin bajó del coche y negoció una
compensación. El motorista aún vivía, y le salió caro. Plantaciones de boniato
forrajero enjutos, los troncos secos. Una recua de búfalos cruzó el camino.
Entre ellos, otra moto pasó a toda velocidad, casi provocando una estampida.
Vin apretó las manos al volante y esperó. Milagrosamente cada animal encontró
espacio para sortear al motorista.
Vin trabajaba en la empresa de la familia,
la Lepista Nuda Ltd. que poseía invernaderos donde crecían hongos en
bolsas apiladas en millares de columnas suspendidas de los techos. La
fungicultura era un negocio creciente en el Vietnam del siglo XXI y la empresa
de Vin competía con las de Corea y los países de Europa del Este para abastecer
a sus clientes europeos. La familia de Vin Bulgakov emigró a Vietnam desde
Ucrania treinta años antes, cuando la URSS apoyaba al Viet Cong al inicio de la
guerra fría. Vin aprendió la técnica del cultivo de hongos gracias a una cooperación
con la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona y ahora se había
convertido en un joven empresario en pleno renacimiento del capitalismo
vietnamita. El próximo año, Vin y su familia proyectaban construir en la vecina
Camboya, entre Siem Reap y el Lago Tonle, una de las mayores plantaciones de
setas del sudeste asiático.
Aparcó el coche junto al camino. Bosques de eucaliptos y árboles del
caucho rodeaban la granja y despedían un vapor fantasmal entre la hojarasca. El
sol se filtraba entre las ramas y proyectaba sombras alargadas. Iba a ser un
día caluroso como todos los de ese verano, como todo el año. Solo la lluvia,
que inundaba los caminos unas cinco o seis veces al día en la época monzónica,
proporcionaba un momentáneo alivio. Luego la tierra, como un inmenso terrón de
azúcar, capilarizaba ese regalo del cielo y lo trasformaba en verdor,
exuberancia, vida… y negocio. Su padre le contó que en la edad de oro de
Camboya la ciudad de Angkor recogía hasta tres cosechas de arroz al año gracias
a la ingeniería hidráulica. Llegó a la primera nave completamente sudado, y
enseguida percibió algo distinto. La cerradura de la puerta, cerrada con un
precinto metálico, estaba forzada. Los hurtos se repetían en las granjas
avícolas vecinas, y sus dueños habían acabado por rodear los terrenos con altas
cercas de alambres y espinos. Le extrañó que hubieran entrado a robar en una
granja de hongos. Vin sólo precintaba para evitar a los curiosos. Entró en la
nave y caminó los casi doscientos metros hasta el final. Cabía la posibilidad
de que quien hubiera entrado aún estuviera allí, así que tomó una barra con un
garfio que servía para descolgar las bolsas de cultivo de lo alto de las
columnas. Pilares circulares se sucedían en una perspectiva repetitiva, casi
hipnótica, como en los cementerios urbanos de Estambul. Siempre le relajaba esa
sensación. Sin embargo, esa mañana Vin avanzaba bajo una intensa emoción, con
la boca seca y los ojos atentos. Se aproximó al final de la nave sin percibir
nada anormal. Fue al llegar a la última fila de columnas cuando lo vio. Primero
no supo qué era. Una columna se había desplazado del habitual eje vertical y
asomaba hacia un lado. A medida que se acercaba fue tomando conciencia de lo
que tenía ante sus ojos, colgado del techo, como una terrorífica marioneta.
Parecía un animal marino, pero era el cuerpo de una persona, deforme por lo que
debió ser una lenta y terrible tortura. Alguien le había practicado cortes en
todo el tórax y en las extremidades para después inocularle hongos, que habían
crecido sin dificultad en un terreno tan abonado. Parecía un disfraz de hombre
árbol. O un ser acuático prehistórico, con gruesas escamas como placas de
corteza de pino. El hombre árbol olía como a queso y carne podrida, entre
ácido, dulce y acre.
Aquel trabajo lo había efectuado alguien con conocimientos muy
especializados en el arte de la fungicultura, pensó Vin. Tenía que tratarse de
un sujeto muy paciente y sobre todo, con un gran odio contenido al que con el
tiempo, supo darle salida y forma. Pero ¿Quién en aquellos días podía llegar a
odiar de ese modo? Vin había visto cosas terribles durante la guerra del
Vietnam, pero nada igual a aquello. Pensaba que la época del terror había
terminado ya. O al menos eso había querido creer.
Salió de la nave reprimiendo las náuseas con dificultad. Todavía con el
corazón a cien, se puso a gritar y luego a llorar. Cuando consiguió aplacar el
miedo, intentó pensar. Ese tipo no le resultaba desconocido a pesar del estado
en que se encontraba. Y no estaba ahí por casualidad. Alguien le había dejado
ahí al muerto con alguna intención. Recordó las amenazas de los tipos del
Norte. Nunca se las había tomado en serio. Ahora se arrepentía y temió por su
vida y la de su familia. Comprender el sentido de esa acción solo le
aterrorizaba todavía más.
En aquel momento, tuvo la visión del porqué su familia se había ido de
Ucrania. Aquel tío bisabuelo chiflado había dejado una herencia de desgracia a
toda la familia; un hombre tan brillante como peligroso, un genio que se movió
sobre el filo de la navaja, entre el triunfo y el desastre, pensó Vin. Sus
padres nunca le habían hablado del verdadero motivo de su imprevista emigración
y aducían problemas políticos ante el gobierno de Kiev. Pero Vin Bulgakov no se
lo creyó. Su abuelo Taras Bulgakov había sido un importante hombre del partido.
Un día escuchó por casualidad una conversación de sus padres. Su
bisabuelo, el pintor ucraniano Mijaíl Bulgakov, orgullo de la URSS durante gran
parte del siglo XX, tras una denuncia póstuma de su propio hijo ante el
departamento de seguridad de Ucrania. El bisabuelo de Vin había pasado a
convertirse en el carnicero de Kiev, escapado de la justicia hacía un siglo.
Entonces todo cambió para los descendientes del pintor. Fueron estigmatizados y
no hubo más remedio que tomar nuevos aires.
Cuando Vin Bulgakov dejó sus recuerdos y volvió a la realidad, el sol se
había ocultado tras las nubes. Miró a su alrededor, subió al coche y fue a
avisar a la policía. Empezaba a llover.
CAPÍTULO 1
Tres
investigadores en Saigón
Stegolerium kukenani es un hongo que
crece en las cimas de los tepuyes Roraima y Kukenán, en el suroeste de
Venezuela. Ha sido descrito como un nuevo género y una nueva especie de los Hyphomycetes.
De este hongo se ha extraído taxol, compuesto citolítico y
anticancerígeno, a través de una técnica de anticuerpos monoclonales.
Chicago, septiembre 2009
Por fin la oportunidad que esperaba. Siempre he pensado que los hechos
significativos de la vida de una persona suceden por azar en el camino de
búsqueda de otra cosa. Si no emprendes el camino, el azar no te trae nada.
En aquella época vivía una de las experiencias más interesantes de mi
vida. Tras la carrera en la escuela de policía, gané una beca de un año para
estudiar métodos de criminología e investigación de campo en Chicago, con
posibilidad de prórroga. Aún recuerdo la cara que pusieron mis compañeros de la
comisaría de Barcelona. Una beca Fulbrigth de la Caixa hizo mi sueño realidad:
ir a estudiar a la facultad de leyes de la Northwestern Univesity
en la ciudad de los arquitectos, a mi juicio, una de las metrópolis más
interesantes del globo.
Aquella tarde, leía casos cerrados en el centro de documentación de la
policía forense de Illinois. Los archivos de Chicago contienen miles de
volúmenes con los análisis y la metodología policial que ha llevado a la
detención de los más terribles criminales de la historia de Estados Unidos. Me
entusiasma documentarme en la línea de pensamiento de los brillantes y
metódicos policías americanos, menos violentos de lo que se muestra en las
películas. Para mí, esos textos tienen la misma utilidad e interés que para un
militar la lectura de la guerra de las Galias de Cesar o las estrategias de
Napoleón.
«Karla Homolka nació en Ontario en 1970. Con diecisiete años conoció al
que sería su marido, Paul Bernardo, de veintitrés años. En 1990 violaron y
asesinaron a la hermana menor de Karla. Entre 1990 y 1993, año en que fue detenida
la pareja, violaron y asesinaron a otras dos adolescentes. La primera víctima,
su hermana Tammy, de quince años, murió tras la administración de un cóctel de
alcohol y anestésicos que Homolka preparó. En la versión oficial, la muchacha
murió de forma accidental al ahogarse con su propio vómito. En 1991, Bernardo
llevó a casa a una nueva presa, Leslie Mahaffy, de catorce años, a la que
violaron en repetidas ocasiones antes de matarla y descuartizarla. Ese mismo
año, el día en que celebraban su boda, una pareja encontró partes del cuerpo
flotando en un lago. Un año después capturaron a su siguiente víctima, una
quinceañera llamada Kristen French a la que también violaron y torturaron antes
de deshacerse de ella. La vida conyugal de la siniestra pareja terminó en 1993,
cuando tras una brutal paliza, Homolka denunció a su marido. Aunque al inicio
pretendió exculparse alegando actuar bajo coacción, un registro domiciliario
halló cintas de video que inculpaban a ambos. En total cumplió doce años de
condena por el asesinato de las tres adolescentes, incluyendo su propia
hermana. Desde su salida de la cárcel en 2005, Homolka vive en paradero
desconocido».
Cada vez que acababa de leer un caso, trataba de imaginarme qué podía
pasar por la cabeza de los asesinos. ¿Cómo alguien podía irse a cenar tan
tranquilo después de matar a otro ser humano? A pesar de todo, me di cuenta de
que yo tenía una particular forma de entender el oficio de policía. Y no podía
compartirla con mis colegas de la comisaría porque mis ideas les parecían
inaceptables. En Barcelona me decían que andaba pirada.
Creo que aquí, en América, todos son más educados y se limitan a
comentar que soy demasiado avanzada para nuestra época. Recuerdo haber escrito
en mi diario:
«La compresión del móvil, de la razón moral del asesino por parte del
policía, es esencial para atraparlo. Hay que haber matado, haber sentido la
inmensa soledad, el terror al abismo, la proximidad a la locura, el miedo a la
pérdida total del control, para poder pensar como el asesino y anticiparte. Es
un punto sin retorno. Ellos matan de verdad. Nosotros tenemos que hacerlo en
nuestra mente. Es horrible, pero hay que hacer el ejercicio. A veces estás más
a favor del asesino que de la víctima. Y sin embargo, es a aquél al que hay que
atrapar y juzgar».
No puedo negar que soy una fan de literatura policial. Estoy contagiada
del boom de los autores nórdicos. He compartido con frecuencia las reflexiones
de Kurt Wallander, el policía de ficción que ha dado fama mundial a Henning
Mankel y admiro a Nyberg, el verdadero técnico de campo en las novelas de
Mankel con el que, según los que me rodean, comparto su mal humor, pronto a las
bromas ácidas, su meticulosidad y su perfeccionismo. Para mí todo eso son
halagos.
Me encanta vivir en Chicago. Adoro las grandes ciudades. Mis escasos días
libres suelo salir a pasear entre edificios neogóticos y racionalistas que parecen
enfrentar a sus defensores y detractores a ambas riberas del río de Chicago.
Esas inmensas verticalidades, bosques de hormigón y cristal, se organizan en
líneas y ángulos atrevidísimos, casi inverosímiles. En ese paisaje de fondo se
apretuja mi nueva vida, acelerada entre el frío del invierno y el viento de
todo el año. Poco imaginaba qué me esperaba cuando sonó el teléfono:
–¿Hello? ¡Hi Frank! ¿What’s up dude? ¿Cómo? ¿A Vietnam? ¿Vas en serio? ¡Mira
que no me gustan las bromas! ¿Pero quién? Bien, nos vemos en tu despacho.
Frank Eissmann era el jefe técnico y tutor de Ofelia Guerendiain durante
su estancia en Chicago. Un hombre curtido por los años que pasó primero en las
calles de Harlem, en Nueva York, y más tarde en la investigación que siguió al
atentado del once de septiembre.
Frank apreciaba las habilidades deductivas de Ofelia, que contrastaban
con una forma poco seria de hablar de su trabajo, a veces casi infantil, y que
al principio le llevó a dudar de su profesionalidad. Fue tentado a etiquetarla
de primeras y clasificarla en el cajón de las barbies sin cerebro, pero ahora
veía que se habría equivocado. Cuanto más conocía a Ofelia Guerendiain, más
inclasificable le parecía. Encajaba poco con su idea de cómo debía ser una
española, más próxima a una morenita bajita que a una esbelta mujer. Bastante
alta, Ofelia lucía una palidez melancólica que contrastaba con la viveza de su
mirada y la energía de su voz. Poseía una belleza de apariencia frágil y
etérea, propia del norte de España, si bien unos ojos rasgados y la nariz poco
prominente testimoniaban un posible cruce de razas. El gusto exquisito en el
vestir, era poco habitual en una mujer policía en general, y de cualquier
agente americana que hubiera conocido Eissmann, en particular. Acostumbraba a
enfundar sus piernas en estilizados pantalones de gabardina crema y a proteger
sus brazos largos con finos jerséis a rayas blanquiazules y chaquetas de
gabardina celeste, con un estilo que Eissmann calificaba de original y
mediterráneo.
Ofelia Guerendiain era una mujer fruto de un mundo global. Nieta de un
redactor de periódico que tuvo que salir de una bonita región española, cerca
de la frontera con Francia, fruto de una absurda situación política mantenida
hasta nuestros días, e hija de un prestigioso abogado concursal de Barcelona. Su
madre por contra era camboyana, huida de la barbarie de Pol Pot y sus khmer rouge. De hecho, Ofelia mantenía
esa forma acelerada de hablar que recordaba a los trinos de los canarios,
propia de los vendedores callejeros a las puertas de los templos de Angkor.
Pese a esa alma acelerada, hija del miedo, y que se escapaba por su boca con
facilidad, conservaba una admirable capacidad para recordar y organizar
información en su cerebro. Con esa habilidad, se había ganado la admiración de
sus colegas al exponer los detalles de algún caso. Tal vez fue por ello, y por
las recomendaciones de su jefe en Barcelona, por lo que la reclamaron desde
Chicago para que formara parte de un cuerpo especial de policía internacional
dependiente de la Interpol. Un acuerdo político sin precedentes había reunido a
un grupo de expertos destinados a investigar aquellos delitos que, por su
complejidad y difícil trazabilidad, superaran los límites jurisdiccionales de
las policías nacionales. Lo habían bautizado con el nombre de Mundipol y
representaba la élite de la investigación policial internacional.
Frank me esperaba en su despacho con
aire impaciente.
–Mira Guere –Frank Eissmann tenía dificultades para pronunciar mi
apellido, así que había escogido el del actor, que debía resultarle más fácil–,
esto es lo que tenemos: hace unas semanas un granjero se encontró algo extraño
en su plantación. Al tipo le había crecido un cadáver entre sus setas. El
cuerpo estaba sembrado de hongos; parecía un árbol de navidad. Echa un vistazo
a las fotos que nos han facilitado nuestros colegas vietnamitas. Es lo más
espeluznante que he visto en mi vida.
–¡Pues a mí me recuerda al padre del capitán en piratas del Caribe! –exclamé.
–Guere, por favor, que no es para bromas.
–¿Han identificado al cadáver?
–Todavía no. Los registros vietnamitas han mejorado, pero aún les queda.
De todos modos, no parece local.
–¿Qué insinúas?
–Las facciones están deformadas y queda poco de los dedos. Sin embargo,
por la complexión física y los restos de escritura de unos tatuajes, deducimos
que podría ser eslavo.
–¿Ruso?
–Hay muchos extranjeros en Vietnam, Ofelia. Cada vez más. Barrios
enteros de europeos y asiáticos de otros países, como Corea y Japón. Los rusos,
tras la caída de la URSS, no sólo han aprendido a hacer dinero. Viajan, montan
negocios y lo pasan bien. O al menos hasta la crisis. La costa al norte de
Saigón, en Phan Thiet está llena de rusos y alemanes. Proyectos inmobiliarios,
hostelería, deportes; en concreto, próximo a una promoción de viviendas
unifamiliares en un campo de golf frente al mar, hay un precioso resort de la
cadena hotelera El Caballito de Mar. Hace unos meses comunicaron la
desaparición del gerente, un tal Milia Vassily. Habría que averiguar si está
relacionado con el «hombre árbol» –dijo Frank Eissmann con una mueca de asco–. El
caso se habría archivado en otra época, pero ahora es distinto. Vietnam ha
entrado hace poco en la Organización Mundial del Comercio, y no le interesa
nada proyectar al mundo una sensación de inseguridad. Además, no sería justo,
porque es un país muy seguro. Lo que necesita son inversiones. No crímenes ni
molestas portadas sensacionalistas. Estamos en deuda con ellos. Me refiero a
una deuda histórica. ¿Lo entiendes Guere?
Yo le escuchaba atenta.
–Sí, claro. ¿Cuándo me voy?
–Mañana.
–¿Colaboradores?
–Tendrás un apoyo local. Se trata de un vietnamita overseas, un expat
de segunda generación. Ya sabes, toda esa gente que se fue del país tras la
victoria del Viet Cong. La mayoría emigraron a América y a Francia,
curiosamente dos países invasores. Los que han hecho fortuna en nuestro país,
ahora vuelven a Vietnam para beneficiarse de los aires de apertura y las
posibilidades de negocio. En cuanto a tu colaborador, un tal Tim Nguyen, vive
en Ho Chi Minh City. Es médico forense. Un tipo un tanto curioso, ya lo verás.
–¿Médico?
–Pues sí. Primero fue médico, y luego se hizo policía. He leído que se
trata de un hombre polifacético y muy intuitivo, según me han contado.
–¿Casado?
–Pues creo que no. ¿Estás pensando en algo?
–Bueeeno, en los incentivos de un viaje tan largo...
–¡Joder Guere! ¡Se te está pegando la influencia de mi shortname,
ja, ja, ja! Te agradecería que no me montaras un conflicto diplomático,
¡Que los españoles tenéis la sangre caliente!
–Tranquilo, Eissmann. I’ll be a good
girl.
–Bien. Concéntrate en la misión, Ofelia. Ben O’Callaghan
pedirá resultados rápido. Está interesado en una promoción al Departamento de Defensa
y necesita sacar a lucir la Mundipol.
Ben O’Callaghan era el coordinador y máximo responsable de la Mundipol.
No tenía en especial estima a Frank Eissmann y acostumbraba a cebarse con él y
con sus muchachos a la mínima ocasión.
Oslo, Noruega, un año antes…
–Hola Milia. Pasa y toma asiento.
El que ha hablado es el que siempre habla primero y último, el gran
Joseph Sjarnovich, oncólogo de fama mundial, investigador médico agresivo,
ambicioso y despiadado. Preside una reunión de ocho personas entre las que se
encuentran dos biólogos, tres oncólogos y dos representantes de un despacho
especializado en proyectos de capital-riesgo. En la sala, Joseph Sjarnovich
está de pie, frente a una pantalla donde explica una presentación en Power
Point.
–Estos médicos y sus Power Points... –murmura entre bostezos el
ejecutivo de la empresa de inversiones, que busca una botella de agua en las
bandejas sobre la mesa. El gesto no escapa a la mirada de águila de Sjarnovich,
gran angular e hipermétrope, temida por todos sus colaboradores.
–Si no le parece interesante puedo hablar con su jefe y pedirle que
venga él en persona a hacer lo que sus chicos no saben hacer –le suelta
Sjarnovich.
El chico de traje estrecho se endereza de golpe sobre la silla y empieza
a sudar. Sjarnovich retoma la presentación, no sin antes deleitarse en la
prolongación de un incómodo silencio.
–Señores, como les decía, el mundo de los hongos es fascinante. Las
fracciones polisacáridas que hemos extraído de los shitakes han tenido
resultados parecidos a los obtenidos en ensayos con taxoles en estudios de no
inferioridad. Como saben todos ustedes, los taxoles han revolucionado el
tratamiento del cáncer, y con ellos hemos aumentado las supervivencias en los tumores
de mama y de otros tejidos. Por desgracia, la limitación de estos productos es
su toxicidad y los efectos secundarios. Pues bien, ahora estamos ante el
descubrimiento de un agente eficaz y sin su toxicidad: las lentinas de los
shitakes.
Sjarnovich muestra una serie de diapositivas con los datos descubiertos
y observa las expresiones de sorpresa y admiración de las caras de los
asistentes. Habla satisfecho de sí mismo, irradiando el magnetismo con que
siempre consigue los fondos económicos necesarios para proseguir con sus
investigaciones. Ha dedicado años a bloquear y desprestigiar a la mayoría de los
investigadores que se han dedicado a este campo mientras su equipo se
adelantaba en evidencias.
–Con estos resultados en la mano podemos adquirir un laboratorio en
problemas económicos y reflotarlo con nuestro producto estrella. Luego
sacaremos la empresa a bolsa y capitalizaremos nuestro esfuerzo.
Después de un turno de preguntas da por concluida la presentación. Se
levantan y se dirigen a un mueble restaurante donde se sirve un almuerzo frío a
base de pescados ahumados y salsas agrias. Sjarnovich se acerca a un tipo
fuerte, algo tosco, que parece incómodo vestido de traje y corbata. Es el
hombre al que antes ha llamado Milia.
–¿Cómo va el tema de los terrenos?
–Todo en orden, jefe. Los compré por un precio ridículo.
–¿Dónde están?
–Cerca de Hanoi. De camino a Ha Long Bay, en Hai Duong.
–¿El chino no sospecha?
–No da ninguna muestra.
–Idiota. No te confíes ni un segundo. Ese tipo es tan peligroso como
nosotros. Si descubre que le hemos dejado fuera, no dudará en intentar
liquidarnos.
–No se preocupe. Ni siquiera sabe mi nombre. A usted le he mantenido al
margen en todo momento.
–Has hecho bien, Milia. No pareces hijo de tu padre.
–Ni me lo nombre.
Sjarnovich se aleja y habla con los inversores. Los tiene en el
bolsillo.
Saigón, Vietnam 2009
Pasé los lentos controles, recogí mis maletas y salí del aeropuerto.
Tras un centenar de ojillos somnolientos y caritas sonrientes apoyadas en una
valla metálica, me esperaba un enjambre de taxistas, portamaletas y
representantes de hoteles y night-clubs que me atosigaron hasta que pude
distinguir a un hombre larguirucho con un cartel de cartón mojado y arrugado donde
leí con gran alivio la palabra OFELIA escrita en mayúsculas.
–¿Es usted Tim Nguyen? –le pregunté.
–No, no. Tim la está esperando;
sígame. El hombre tomó mi maleta y avanzamos hacia el parking
bajo la lluvia.
–Pues sí que empezamos bien –dije, mientras me iba mojando.
Subimos a un Toyota Previa, la marca adoptada por todos los taxis de la
ciudad.
–¿A dónde vamos?
–Caravelle Hotel –dijo el chófer, al arrancar el coche.
–¿Habla usted español? –le pregunté algo extrañada.
–Soy español –dijo el hombre, desconcertándome aún más.
Sabía que los españoles llegaron a Vietnam al mismo tiempo que los
franceses, pero no que algunos se quedaron. Aquel hombre no tenía ganas de
hablar y yo parecía un cuerpo sin huesos, así que continuamos en silencio. Las
calles hervían de motocicletas, que las llenaban como los glóbulos rojos
circulan por las arterias del cuerpo. Millares de lucecitas amarillas, rojas o
azules se movían frenéticas y sonaban sin parar sus cláxones, sonidos rarísimos
que daban a la travesía una atmósfera de película del futuro. Nunca había visto
entrecruzarse a treinta filas de motos de una calle con otra de igual anchura,
sin semáforos, sin pararse y lo más sorprendente, sin chocarse ni enfadarse. El
tráfico era lento, y junto con el agotamiento por el viaje acabaron por sumirme
en un sueño profundo. En mi mente dormida, la visión del hombre árbol emergió
del subconsciente, justo antes de notar cómo el coche se detenía por fin.
Lloviznaba. Odio la lluvia. Todos los veranos infantiles en San Sebastián me
han convertido en un animal amante del secano.
Mi hotel, el Caravelle, ubicado frente al Hyatt, próximo a la plaza de
la ópera, exhibía paneles dorados y brillantes navideños antes de hora. Pude
identificar un par de tiendas para ir de trapitos en cuanto mis obligaciones me
lo permitieran. Allí vi a Prada y Luis Vuiton esperándome. El rey lujo había
logrado más que Alejandro Magno o los romanos: había conquistado los confines
del mundo.
Entré en la recepción flanqueada por mi silencioso acompañante que me
indicó dónde podría encontrarme con el tal Tim Nguyen. La agencia me proporcionó
una fotografía, así que no me sería complicado identificarlo. Abrí mi maleta en
la habitación, me duché y tras disimular un poco la fatiga bajo el maquillaje,
subí al bar del hotel, The top of the city.
Allí le vi. Un hombre moreno, de ojos oscuros, nariz muy afilada para
ser un oriental, rostro relajado y manos delicadas. Vestía un panamá crema y
zapatos de charol blanco. Se levantó sin parar de mirarme de un modo intenso,
con gestos elegantes y refinados, felinos. Vaya con el guapito, pensé. Sonriente,
me tendió la mano, se presentó con un «hola, soy Tim Nguyen» y me invitó a
sentarme.
–¿Un gin tonic?
–No gracias
–Mejor, aquí no los preparan bien.
–Pero me tomaría un Mojito.
–¡Em, oi! ¡Hai mo hi to. Cam on, nhanh, nhanh! –gritó Tim a una camarera que jugaba
con el móvil– En seguida se lo traen, señora Guere.
–¿Señora Guere? ¿Pero quién te ha dado ese nombre? Además, ¿cómo sabes
si estoy casada?
–¿Lo está?
–Pues no. Y puedes llamarme Ofelia.
–Bien, señorita Ofelia.
–Ofelia a secas. Al grano. Basta de presentaciones. ¿Por qué me citas
aquí? No se puede hablar con esta música cubana a todo trapo.
Era evidente que mi mal humor estaba
echando la diplomacia a una escupidera. Mis primeros encuentros solían ser así,
para luego tener que arreglar las heridas durante días, semanas o nunca.
Entonces debió leerme el pensamiento, porque Tim Nguyen, que seguía con una
sonrisa imborrable fruto de esa idea mezcla de cortesía y servilismo de algunos
orientales dijo con una voz hipnótica:
–Disculpe Ofelia –hizo una pausa, me clavó sus ojos rasgados y continuó–
va a tener que aprender un poco de nuestra cultura. Trabajaremos mucho, se lo
aseguro. Pero en lo que nos concierne, el cliente ya está muerto, el asesino
probablemente lejos y nosotros cerca; vamos a necesitar entendernos un poco
para sacar rendimiento de nuestra colaboración ¿No cree?
Reconozco que me desarmó. Respiré hondo, di un largo sorbo a mi bebida
favorita y creo que sonreí por primera vez.
–Tienes razón. Ok. Paces. Estoy un poco cansada después del viaje.
Volvamos a empezar. Muchas gracias por enviarme a tu machaca a buscarme. Ha
sido todo un detalle. Habría sido duro tener que buscarme la vida en ese jaleo
del aeropuerto.
–Aceptadas. Pero no es mi machaca. Es mi padre.
–Vaya. No doy una.
Tim se rió e hizo un gesto de despreocupación.
–No es muy habitual enviar a la familia a hacer trabajos, ¿verdad? Pero el
hombre así se distrae. Esta noche sólo quería conocerla y darle la bienvenida a
Saigón. Estará muy cansada, así que voy a retirarme. Disfrute de la música.
Mañana la recogeré y la llevaré al escenario del crimen. Le recomiendo que se
regale con un masaje de piedras calientes de relajación. Buenas noches.
Me dejó con la palabra en la boca, el mojito en la mano y la cara más
somnolienta del bar. Por la mañana nos encontramos en el buffet del hotel. Era
menos de las siete y ya estaba lleno de actividad. Me había llenado la bandeja
de todo tipo de frutas y de mariscos; un delicioso y sano contraste con los
desayunos que tomaba en Chicago. Incluso me dejé convencer para tomar un caldo
de tendones de buey, con fideos y menta, y un té de loto que despedía un
perfume muy grato. Cuando Tim se acercó a mi mesa, estaba tirándome por encima
los palillos enredados en unos fideos.
–Hola Ofelia. Veo que está tomando contacto con nuestra gastronomía.
–Sí. Pero hasta ahora ha sido la comida vietnamita la que ha tomado
contacto conmigo. Creo que necesito un curso exprés de palillología.
–Yo le mostraré cómo hacerlo.
Tim me cogió la mano sin que pudiera evitarlo. Quizás por el jet lag o
por el aire acondicionado, mi mano estaba fría, pálida y algo sudorosa.
Entonces me puso los dedos en actitud de contar monedas y me enseñó los trucos
de los palillos, con bastante paciencia, porque yo para las habilidades
manuales tengo muñones más que dedos. Y empecé a practicar bajo su mirada atenta.
–Tiene usted un vacío de chi y yang de bazo y riñón, Ofelia. Creo que
debería haberla dejado dormir un poco más, aunque imagino que ésta es su forma
de vivir.
–¿Cómo dices? ¿Qué es eso de chillang? Me encuentro muy bien. Deja que
me tome un par de cafés y en marcha.
–El café la hará entrar en calor, subirá su fuego de estómago y
empeorará su vacío de chi con un vacío de yin. Adivino que usted alterna la
somnolencia diurna con hinchazón de vientre y ardores de estómago.
–¿Pero de qué vas? ¿Eres vidente? ¿Me vas a hablar ahora de mi regla?
–¿Espaciada, corta y pálida? Y me apuesto algo que bastante dolorosa
antes de llegar.
No daba crédito a mis oídos.
–¿De dónde vienen tus superpoderes? Ya me advirtió Eissmann que eras un
poco rarito, ¡Pero no podía imaginar que lo fueras tanto!
–Es un poco largo de explicar. Los conocimientos de medicina tradicional
china se basan en la observación perspicaz y metódica de los fenómenos
naturales y de los hombres a lo largo de miles de años. Los chinos tenían
paciencia, curiosidad y perseverancia. Ahora en cambio algunos sólo tienen
dinero, y los demás nada. El gran timonel se encargó de arrasar, con sonrisa
beatífica, todo lo ancestral que había en el gigante dormido. En nuestros días
se parecen más a los occidentales de lo que debieran. Una lástima. ¿No cree?
–Nos puede venir bien un poco de todas esas virtudes perdidas –reconocí
algo más relajada– ¿Nos vamos?
Salimos del hotel bajo un fuerte aguacero que asaeteaba la calle con
lanzas efímeras. Artesanos de unas tiendas de maquetas de veleros de época recogían
a toda prisa sus piezas dispuestas en la acera con las camisas mojadas
arrapadas a sus torsos menudos y morenos. Ríos de motos cubiertas con capelinas
de colores circulaban sin parar; ignoraban la lluvia y salpicaban el agua que
había alcanzado dos palmos de altura en pocos minutos sobre los peatones. El
viento agitaba las palmeras que escupían el agua de sus ramas hacia un cielo de
piel de elefante.
Subimos al Toyota Previa que parecía recién estrenado.
–¿Siempre es así el tiempo? –le pregunté secándome el cabello. El
paraguas había sido inútil.
–No. Sólo seis o siete meses al año.
–¡Qué consuelo! ¿Y qué pasa el resto?
–Llueve menos. Es la época seca.
Salimos del centro de la urbe y cruzamos los nuevos puentes hacia el
distrito segundo. La ciudad parecía estar construyéndose a gran velocidad.
Grandes edificios, proyectos internacionales de arquitectura a juzgar por los
carteles que colgaban al viento, mostraban sus costillas y los obreros luchaban
por permanecer en sus puestos bajo el aguacero.
–Este clima no va a ayudarnos con las pistas. ¿No te parece?
–Creo que va a ser más útil tratar de identificar al cuerpo. Luego habrá
que pensar en quién le conoce y quién tiene motivos para matarlo. Pero tampoco
será fácil. Supongo que ya vistes las fotografías. No suele haber demasiados
crímenes en Vietnam. Aquí no se andan con contemplaciones. La ley es muy clara –dijo
Tim que imitó una pistola con los dedos y apuntó a su sien.
Dejamos Saigón y avanzamos atascados en una interminable fila de
camiones, escarabajos metálicos de enormes proporciones incapaces de escapar de
la lluvia y el barro. Las motos se colaban entre los vehículos como moscas, y
los vendedores ambulantes aprovechaban el atasco para ofrecer frutas, sopas o
bocadillos. Durante el trayecto no paré de comerme las uñas y tocarme la nariz.
Traté de disimular mi ansiedad ante mi nuevo compañero. Siempre me sucedía cuando
empezaba un caso y éste era el primero de gran envergadura. En mi interior
sentía una fuerza regresiva que me engullía hacía un pasado turbulento, esa
experiencia juvenil en la clínica de enfermos mentales. Pero eso todavía era mi
secreto mejor guardado.
Tuve casi tiempo de leerme media guía de Vietnam cuando tomamos un
desvío a la derecha que llevaba hacia un pueblo llamado Bien Hoa. Un sendero
arcilloso cubierto por ramas de banano arrancadas por el viento nos condujo
entre colinas hasta lo que parecía un campamento militar con largos barracones.
Al salir del coche había dejado de llover. El calor y el sudor otra vez. Un
intenso silbido, casi ensordecedor, me sorprendió.
–¿Qué diablos…? –empecé a decir.
–Ranas. Sígueme con cuidado, hay cientos por el suelo –me aclaró Tim
adelantándose a mi pregunta.
Bajé la vista y vi multitud de ranas negras diminutas que saltaban en
todas direcciones, y desaparecían en charcos y matas. Sentí frío en los pies;
mis zapatos nuevos sumergidos en el lodo. Traspasamos un recinto vallado y nos
acercamos a un conjunto de barracones de dimensiones colosales. Un edificio se
diferenciaba de los demás por su tamaño inferior y un aspecto más habitable.
Dentro del mismo, unos sillones baratos, una mesa de ratán y sobre la mesa una
jarra de té y unos vasitos de cristal. Un tipo joven con el pelo rubio y los
ojos azules nos miraba desde una sillita. No parecía lo que hubiera esperado de
un granjero vietnamita.
–Este es el testigo directo. Se llama Vin Bulgakov –dijo Tim.
–¡Vaya! ¿Es usted ruso? –le pregunté.
–Pues sí. Al menos de origen. Aunque hace bastantes años que vivo aquí –dijo
Vin en un inglés perfecto–¿Quieren comer algo? –invitó Vin a la vez que tomaba una
bola roja peluda de una montaña sobre el suelo de baldosas brillantes.
–Me llamo Ofelia Guerendiain. ¿Qué es eso? ¿Testículos de mono? –pregunté
para romper el hielo.
–Exacto. Los llamamos Rambután o chom chom –contestó Vin Bulgakov con
una sonrisa, y me ofreció una fruta que, una vez pelada, me recordó al lichee.
–Pero si sólo son las once y media –dije sintiendo el desayuno
pantagruélico aún en el estómago. Miré mi reloj e hice cálculos sobre cuántos
husos horarios había pasado desde que salí de Chicago.
–Aquí se come pronto, y durante todo el día, señora –dijo Vin sin
inmutarse.
Ventiladores a derecha e izquierda oscilaban con zumbidos de himenóptero
y hacían volar fotos de Ho Chi Minh y un calendario viejo, blancuzco y azulado,
que colgaban de las paredes. Ni un solo cuadro. Luz de neón.
–Cuéntenos cómo fue todo, señor Bulgakov –centró Tim.
–La verdad es que me cuesta hablar de ello. Aún no me he recuperado de
la impresión. Fue algo espantoso. Ahora cierro las naves con cadenas.
–¿Conocía al muerto?
–Creo que no le habría reconocido aunque fuera mi hermano.
–Parece que era caucásico, como usted. ¿Lo sabía?
–Ya le digo que no hubiera podido reconocerlo.
Noté una sombra de preocupación en sus ojos y solté de repente
–¿En qué piensa, Bulgakov?
–En nada concreto, señora.
Ese hombre mentía. Había estudiado a conciencia el lenguaje no verbal en
la academia de policía. El cambio de postura corporal hacia atrás, el cruce de
piernas y brazos y la desviación de mirada hacia el suelo eran más delatores
que la máquina de la verdad. Lo que no conocía todavía era la costumbre
oriental de guardar la información hasta lo exasperante. Unas veces por
respeto, otras por miedo. Vin Bulgakov había reconocido al sujeto de la
plantación, pero por algún motivo secreto, no deseaba revelárnoslo.
–Pronto tendremos los datos de genética y la reconstrucción de la
morfología facial por ordenador. Nuestros expertos en morfometría están
trabajando a fondo para confeccionarnos un retrato robot –dijo Tim.
Me sorprendió que Tim Nguyen estuviera al día de las últimas tecnologías
en criminalística. Después de la exhibición de la noche y del desayuno, lo
imaginaba más como una mezcla de dandi y monje zen. Pero no debía haber
subestimado a un miembro de la Mundipol. El agente más convencional sabía
montar un detonador con los ojos vendados.
–¿Tiene idea de quién puede haber hecho esto? Parece obra de un loco muy
sofisticado y con conocimientos de su oficio, ¿no cree? –continué.
–En lo que se refiere a los conocimientos de fungicultura, desde luego
es un experto. Pero hay algo que me llama la atención…
–¿Y es...?
–La variedad del hongo que ha inoculado. Al principio no me di cuenta.
Pero cuando la policía descolg’o el cuerpo… bueno, se rompieron varios
fragmentos de las setas que salían del mismo. Y las analicé. De hecho, he
resembrado algunas esporas para comprobar mis sospechas.
–¿A dónde quiere llegar? –pregunté al borde de mi corta paciencia.
–Los hongos no son de aquí –dijo Vin.
–¿Cómo?
–La especie de hongo inoculado no es la que usamos los granjeros de Bien
Hoa. Ni siquiera los de la región de Dong Nai. Ese hongo no está registrado
como apto para el consumo humano. O al menos no para la gastronomía.
–Me está dejando intrigada. ¿Es venenoso?
–No del todo. Quiero decir… sí, es venenoso, o más bien tóxico. Y debió
ser el principal motivo de la muerte de ese desgraciado, fuera quien fuese. El
hongo en cuestión es una variedad de shitake con propiedades antitumorales. En
uno de los cursos de formación que nos dio la empresa suministradora de los
inóculos de hongos, nos hablaron de los usos futuros y de los mercados
alternativos de variedades de setas distintas de las que cultivamos aquí. Ésta
en concreto, en muy pequeñas cantidades, es un potente inductor de la muerte
celular. Creo que lo llaman apoptosis. ¿Saben ustedes lo que significa?
–La apoptosis es una forma programada de desaparecer. En su defecto, las
células viven en exceso. Es un fenómeno natural de la vida. Todo nace para
morir algún día. Los fallos en la apoptosis conducen a la aparición de tumores.
Parece que es una línea de trabajo en la oncología actual. El problema de todos
los fármacos antitumorales es que son potentes venenos pero poco específicos y
causan con una gran toxicidad en todo el cuerpo. Por fortuna, cada vez se
diseñan con mayor especificidad sobre el tejido tumoral y mayor respeto por las
células sanas –aclaró Tim en una exhibición de sus conocimientos médicos.
–¿Me están diciendo que el asesino sabía que el hongo acabaría con él
por sus características biológicas? –preguntó Vin.
–Veo un castigo lento y exhibicionista, un péndulo-guillotina o un
terrorífico reloj de arena. A medida en que el hongo se fue desarrollando
envenenó a su huésped. Demasiado complicado para sólo querer matarlo. Una
ejecución paciente y cruel, quizás obra de un oriental –expuso Tim.
–¿Qué quieres decir?
–Que supone un exceso de trabajo para solo querer deshacerse de un tipo.
Tiene que haber un mensaje implícito en esa forma de matar –continuó Tim.
–Tal vez, ¿Pero cuál?
–Por ahora es difícil de saber. También cabe la posibilidad de que en
realidad le aplicaran un tratamiento primitivo con intención de curar. A lo
largo de la historia se han usado gusanos para curar heridas o sanguijuelas
para sacar sangre. En Alemania usan estas bestias para curar la artrosis –dijo
Tim.
–Sí claro. Pero en este caso, a su curandero se le fue la mano. Además,
¿para qué exhibirlo de esa forma? –pregunté cuando abandonábamos nuestras
sillas para dirigirnos hacia la escena del crimen– ¿Y qué opina usted,
Bulgakov?
Pero Vin no respondió. No parecía muy feliz de nuestra visita. Entramos
en la nave. La primera impresión que tuve fue la de haber traspasado el límite
de un mundo encantado, el bosque de cuento de hadas. Caminamos entre las
columnas de aserrín que despedían un vapor azulado de olor dulzón. Tras la
tormenta, algunos neones parpadeaban con un ruido molesto, como el de un
soldador de metal, y arrojaban una luz fría y lúgubre. Del techo caían gotas a
un ritmo caprichoso. El aislamiento no era perfecto y fuera llovía de nuevo sin
parar. Observé el suelo que rodeaba el lugar de los hechos. Huellas de dos o
más tipos, algunas muy profundas. En el terreno húmedo pero no enlodado la
profundidad de las pisadas delataba el deambular de gente con sobrepeso, poco
probable dadas las proporciones menudas de los vietnamitas, o bien que hubieran
transportado el peso de un cuerpo, teoría más factible a la luz de los acontecimientos.
Tim interrogó con calculado aire distraído a Vin Bulgakov en esa endiablada
lengua vietnamita, mientras yo me dedicaba a recoger muestras de tierra que introduje
en pequeñas bolsas de plástico.
–¿Por qué cree que le colgaron el muerto a usted? –pregunté a Vin de
camino hacia la salida.
–No tengo ni idea.
–¿Tiene usted enemigos?
–Todo el mundo tiene enemigos –dijo con una mueca de amargura.
–¿Cree que el muerto puede tener alguna relación con usted? ¿Algún amigo
o familiar? –insistí.
Vin volvió a ensombrecer el rostro.
–Les agradecería que pasaran otro día. Tengo que continuar mi trabajo y
ya les he dedicado demasiado tiempo hoy –dijo Vin.
Tim asintió y le agradeció la profesionalidad e iniciativa mostrada con
el tema de las setas del cadáver. Aquello podía ser la pista de una línea de
investigación.
–Necesitaría hablar con alguien de su compañía suministradora de setas.
¿Cuál es?
–Le daré los datos, pero por favor, no mencione mis investigaciones. No
creo que a esa gente le guste que hable con la policía. Deben buscar al señor
Kim Pyanyong en Hanoi.
Al subir al coche no pude contenerme:
–Ese Bulgakov nos ha mentido.
–¿Qué quieres decir? –me preguntó Tim con cara de sorpresa.
–Conocía a ese tipo. Estoy segura.
–Pues lo ha negado y nos ha proporcionado una información muy
interesante ¿Qué motivos crees que puede tener para mentirnos?
–No lo sé. Yo acabo de llegar aquí y aún no sé cómo funcionáis en este
país. Pero puedo asegurar que ese tipo miente.
–Vaya. Ahora pareces tú la que tiene los superpoderes, Guere.
–No te burles de mí. Habría que tener a Bulgakov vigilado. Algo sabe que
no desea contarnos.
Al día siguiente, me encontré con Tim Nguyen en el depósito de cadáveres
de Saigón, un edificio de la época colonial, hileras de ventanitas y persianas
decrépitas, medio sepultado por hiedras e hibiscos. En sus fachadas colgaban
anuncios de leche para bebés. En la calle, las motos pasaban sobre la acera y
empujaban a los escasos peatones a fuerza de claxon. Junto a la calzada, unos
vendedores ambulantes disponían sobre una estructura metálica armada en la
moto, bolsas con peces ornamentales vivos, cuyos brillos multicolores me
recordaron el ojo facetado de un insecto. ¿Cómo podían transportar aquello? El
guardia de la entrada me impidió el paso hasta que llegó Tim. El interior del
local era desabrido, las paredes sucias, un retrato de Ho Chi Minh en cada
esquina, una bandera roja en cada puerta. El señor Hoáng Khang Phuong, un
experto del departamento forense de Saigón nos recibió protegido tras un
delantal de hule blanco con salpicaduras de sangre o de otros líquidos en
distinto grado de secado.
–Buenos días señores. Espero que hayan desayunado bien. Usen el gel
mentolado o no soportarán el olor.
Pensé en la de ocasiones que había tenido que acudir a la inspección de
un cadáver y en ese molesto gel mentolado. Desde que entré en el cuerpo de
policía había sido incapaz de volver a beber un Pipermín. Cada vez que olía a
menta lo asociaba a un cuerpo putrefacto, reflejo condicionado. El forense se
encaminó hacia una pared llena de compartimentos. Tiró de una anilla y sacó el
cuerpo de un cofre refrigerado. Retiró la gruesa tela blanca protectora y un
denso olor invadió la sala y atravesó mi protección nasal mentolada y me
penetró hasta lo profundo de la corteza olfativa. Me aparté conmovida. Pero lo
peor fue esa imagen brutal. A pesar de haberlo visto en fotos en Chicago, el
cuerpo sembrado de lo que parecían aletas de pescado era lo más espeluznante
que había visto en toda mi vida. En ese momento noté un movimiento a mi espalda
y un estremecimiento me recorrió toda la columna. Del fondo de la sala, como
salida de la bruma, apareció una chica alta y delgada cubierta con una
mascarilla y guantes de látex. Se acercó a la mesa de disección y saludó con un
gesto de cabeza.
–Les presento a mi colaboradora temporal, Gisella Kramer, llegada desde
la Universidad de Dortmund. Es una excelente preparadora de cuerpos. Obtuvo las
mejores calificaciones en laboratorio de disección de la escuela de anatomía.
–No merezco tantos halagos señor Khang. Bien. Vamos allá –corrigió
Kramer.
Movió sus manos con agilidad. En unos pocos minutos lo que parecía un
cuerpo íntegro se desmoronó en aperturas por planos bien definidos y
organizados, que mostraron todas las vísceras, desde el cerebro hasta los
testículos. En un tono neutro, Gisella Kramer procedió al relato de los
hallazgos, con leves oscilaciones de voz, como un mantra budista del
inframundo:
–En el cráneo, encéfalo con lesiones ocupantes de espacio en las áreas
frontal derecha y temporal izquierda sugestivas de tumor metastático en
remisión. El análisis histoquímico ha sido compatible con un adenocarcinoma
pulmonar diseminado. El corazón tiene una dilatación ventricular global y
signos de toxicidad aguda. El pulmón izquierdo, presenta un adenocarcinoma en lóbulo
superior derecho, y múltiples adenopatías en región hiliar. El hígado presenta
una hepatitis tóxica subaguda, siendo con probabilidad la causa inmediata de la
muerte. Los riñones muestran una glomerulonefritis membranosa y hay metástasis
suprarrenales con signos de remisión –describió Gisella Kramer, como si hablara
para sí misma.
Estuve concentrada en aquella letanía ininteligible, tratando de hallar
algún significado en las palabras técnicas de esa mujer espectral.
–Lesiones cutáneas producidas por un objeto cortante, en superficie y
profundidad. La piel ha sido inoculada con esos hongos. Se trata pues de un
individuo de unos cincuenta o más años con un cáncer de pulmón diseminado en
tratamiento con quimioterapia. Esto último, lo deduzco por los signos de
toxicidad y de remisión del tumor. Creo que ha muerto por fallo renal y
hepático agudo. Me atrevería a afirmar que debió ser un bon vivant,
alcohólico y fumador, y que alguien se ha pasado de dosis con los fármacos
quimioterápicos, por otra parte, eficaces en el control del tumor. En cuanto al
hongo parásito, es del género shitake, o sea Lentinus Edodes. Es
muy raro que haya perjudicado al huésped, pero tal vez presente alguna mutación
que lo haya convertido en venenoso –concluyó Gisella Kramer.
–Muchas gracias Gisella. No, no te vayas. Tal vez estos señores quieran
hacerte algunas preguntas –dijo Phuong Hoáng Khang con voz melodiosa.
Observé a esa Gisella,
tan segura al hablar y de aspecto tan frágil cuando callaba, y esperé a que
dijera algo más. Su voz, algo afónica, me produjo un inexplicable sentimiento
de nostalgia, como el del olor de un viejo perfume. Se quitó la mascarilla y los guantes, y la palidez de su piel se
acentuó por la luz reflejada desde la mesa de operaciones. Varias pecas
asomaron en los pómulos junto a la nariz. Rasgos suaves, cabello lacio,
pelirrojo, ojos grises y grandes, típicos de las miopes, bonitos, muy bonitos, párpados
céreos que ocultaban con delicadeza una mirada de hielo. Sus manos níveas y
dedos largos me recordaron las vírgenes del Greco. No pude evitar sentir una
extraña fascinación próxima a lo erótico. Estás tensa. ¿De qué tienes miedo, Gisella?
–¿Ha podido establecer la identidad del individuo? ¿Datos del registro
de tumores de algún hospital? ADN, PCR, registros de desaparecidos... –preguntó
Tim.
–¡Oiga amigo, slow down! –descerrajó Gisella, mostrando por
primera vez que circulaba sangre caliente por sus venas– eso es su trabajo, no
el mío. Yo me limito a obtener el máximo de información de un cuerpo que no
respira. El sabueso es usted.
Me sorprendió que a pesar del ataque Tim le sonriera y siguiera
preguntándole. Buen entrenamiento, chinito.
–¿Cómo explica el comportamiento del tumor?
–Ya se lo he dicho. Debía estar recibiendo alguna clase de
quimioterapia. Si no, es difícil justificar los signos de remisión. He enviado
muestras de todos los tejidos enfermos para su estudio histológico y
toxicológico, y también he tomado muestras de sangre coagulada, líquido pleural
y de esperma. Hay que tener paciencia.
–¿De esperma? –pregunté.
–Para comprobar si el tóxico afectó la morfología de las células
germinales. Son datos que ayudan a la caracterización del veneno.
–Deberíamos hablarles de la visita que hicimos al granjero, ¿no crees,
Guere? –dijo Tim.
Iba a replicarle su mote inoportuno, pero me contuve. Tim contó a
Gisella la conversación del día anterior en la plantación sobre la posibilidad
del efecto antitumoral de los shitakes.
–También he enviado muestras a la facultad de biología para el análisis
de estos hongos –replicó Gisella con muestras de fatiga.
–Muchas gracias señorita Kramer. Ha hecho usted un trabajo impecable –dijo
Khang Phuong Hoáng.
Gisella se alejó sin despedirse. Khang se guardó sus gafillas en el
bolsillo:
–Es algo callada hasta que te toma confianza. En mi caso, nos
necesitamos uno a otro y nos aportamos conocimientos. Cuando se acaben los
vasos comunicantes la relación se extinguirá, estoy seguro. ¿Qué le ha
parecido?
–Un poco gore su amiga, aunque muy profesional...y guapa –dijo Tim.
–Ja, ja. Sí… Me refería al análisis del cuerpo.
Creo que Tim se vio sorprendido por los mismos
devaneos a los que me había entregado durante la exposición de Gisella. Aquella
chica flaca y paliducha tenía una fuerza erótica considerable. La rodeaba un
aire de trágica imposibilidad que podía arrastrar a un abismo de romanticismo
al ser más equilibrado. Y yo no era un corazón en invierno.
–Pienso que tenemos mucho
trabajo por delante –respondió Tim–. ¿Cree que el asesino puede tener
conocimientos sobre oncología? Eso marcaría una nueva pista a seguir, un
oncólogo experto en fungicultura; y no creo que abunden.
–O un toxicólogo. Recuerdo un hematólogo experto en setas tóxicas del
Hospital Valle Hebrón, en Barcelona. Y también otro del Hospital Clínico. Pero
coincido en que la lista será limitada. En cuanto al tema de la oncología,
contactaré a investigadores en el terreno de la apoptosis y estudios
experimentales con hongos; debemos hablar con los principales referentes de
opinión mundial –dije.
Tim me condujo al centro de investigación de la Mundipol en lo alto del
Saigón Pearl Building, una oficina que Tim y un reducido equipo habían puesto
en funcionamiento como campamento base de la organización. Las vistas eran
magníficas sobre el río Saigón y el barrio de Anh Phu, la siguiente presa de la
voracidad inmobiliaria de la ciudad, según me informó Tim. Los puentes en
construcción acumulaban enjambres de motocicletas que luchaban contra la lluvia
y el barro. Bajo ellos, los cargueros surcaban a ritmos distintos las cremosas
aguas enlodadas del río que bullían por el aguacero. Junto al edificio, en el
puerto comercial, una infinita extensión de containers de colores imitaba un
juego de LEGO inmenso, el testimonio de la frenética actividad mantenida por
Saigón desde hacía más de una década.
Difundimos la parte legible de un tatuaje del cadáver sin informar de la
historia ni de su paradero; esperábamos recibir información a través de la red
en caso de que alguien echara en falta al difunto. Usamos un programa piloto de
localización de desaparecidos: El Missingbook, una red social
cibernética tipo Facebook, donde periódicamente invitábamos a vaciar
datos de personas desaparecidas. El cruce
de datos solía darnos resultados muy rápidos. Obtuve una lista de
investigadores de ensayos clínicos oncológicos con hongos en fase I gracias a
los buscadores de Internet Medline-plus, pubmed, google academics y
google scholar. Tal como había supuesto, no era muy larga. Hallé protocolos
y memorias de ensayos de investigación de lo más sorprendente. Busqué también
en revistas de medicinas naturales, fitoterapia y acupuntura. Durante dos días
casi no me levanté del ordenador, alimentada con fideos y unos rollitos
rellenos de verduras o de marisco que me traía Tim. Empezó a crearse un clima
de cordialidad que, si bien aún no había dado grandes frutos en la
investigación, la hacía más agradable.
Aprendí sobre productos como la
rapamicina, el tacrolimus, el paclitaxel y otros taxoles; fármacos derivados de
los hongos, usados como antibióticos, inmunosupresores o agentes antitumorales;
regalos proporcionados por el mundo de los hongos a la especie humana,
descubiertos casi por casualidad. En concreto, ese delicado hongo de la isla de
Pascua, Rapa Nui, la rapamicina, recubría los stents intracoronarios, unos
sofisticados muelles que se usaban para abrir las arterias coronarias del
corazón, como el salvó la vida a mi padre. Pero eso poco me importaba ahora. Mi
padre pertenecía a un pasado que prefería olvidar.
Tras la inmersión en el mundo de la micología comercial, me reuní con
Tim Nguyen para hacer una puesta en común. Cenamos multitud de platillos
típicos de cocina vietnamita, cada uno con su salsita, a bordo de un barco en
el río Saigón, un paquebote con aspecto de ferry del Mississippi. En las mesas
de los alrededores las familias se apretujaban en las sillas, se abalanzaban
sobre la comida, mascaban con ruidos acuosos, los niños rollizos como chow
chows chillaban a las madres o corrían de mesa en mesa y golpeaban a los
vecinos, los padres jugaban con las tabletas
de los hijos, algunos estallaban las bolsitas de las toallitas húmedas en
estresantes detonaciones, y en las mesas solo de hombres, las latas de cerveza
y las botellas de Whiskey se acumulaban sobre el mantel o por el suelo, y
vaciaban los vasos en brindis y carreras absurdas; un, dos, tres y todo para
adentro. Los rostros bermellones, los ojos encendidos, las voces roncas, los
ceniceros llenos. Una alegría tosca, fugaz, falsa. Sobre una tarima inestable,
mujeres de carnes turgentes y bailaban ante nosotros con unas antorchas y
llamas emanaron humo negro entre notas de música mecanizada. Frente al barco,
las luces de los nuevos rascacielos de Saigón temblaban sobre el río.
–Hay una decena de científicos relacionados con el tema que nos ocupa –empecé–.
Les he escrito y estoy esperando respuestas. Entre todos los oncólogos destaca
un ruso, el doctor Joseph Sjarnovich. Es un referente mundial en la
investigación sobre tumores de mama y dirige un equipo de oncología en un
Hospital de Kiev. Ha liderado la publicación de docenas de ensayos preclínicos
en el laboratorio. Su secretaria me ha comentado que el doctor viaja a Singapur
dentro de una semana, a un congreso internacional, y que está dispuesto a
hablar con nosotros.
–Bien. Pues allí estaremos.
En la oscuridad líquida del rio, unos hombres depositan farolillos de
colores desde un pequeño sampán, velas titilantes que flotan y se alejan
impulsadas por la corriente, como luciérnagas. Una poesía de luz y silencio.
Sjarnovich y Singapur
El avión atravesó las interminables
formaciones de nubes bajas, redondas y densas, como collares de perlas de
algodón, y aterrizó con suavidad. El reflejo plateado del sol en áreas
palustres y ríos serpenteantes convertía la tierra en la monumental obra de un
orfebre caprichoso. Singapur me recordó una ciudad-estado a modo de las
antiguas polis griegas. Una capital asiática de ciencia, comercio y civismo a
base de amenaza de sanción, al estilo suizo: Pórtate bien o atente a las
consecuencias. Imponentes rascacielos, avenidas límpidas, amabilísimos
conserjes en los hoteles que te hablaban en un inglés envidiable, y una
vegetación exótica, tal vez la única nota de rebeldía en ese paraíso de
civilización artificial, sin ninguna muestra que definiera una identidad
cultural. La pulcritud de la ciudad comparada con el aire descuidado de la
principal metrópoli vietnamita me resultó chocante. Dirigidos por guardias
urbanos de traje crema, salacot y guantes blancos, llegamos al Hotel Hyatt,
próximo al Macritchie Reservoir Park y al centro de convenciones, junto al
Mount Alvernia Hospital. En una lujosa cafetería con vistas al lago, nos
encontramos con Joseph Sjarnovich, un hombre de aire nervioso, de unos
cincuenta años, que hablaba por su móvil sin parar. Tim comprobó la foto del
científico para reconocerlo antes de dirigirse a él.
–Buenos días, ¿el doctor Sjarnovich, supongo? Queríamos hacerle unas
preguntas...
–¿Son de la secreta, no? –graznó Sjarnovich, con un acento gangoso.
–Si lo anuncia así, pronto dejará de ser un secreto –dije.
–¿Qué tal el congreso, doctor? –entró Tim con ánimo conciliador.
–A mí el congreso me importa poco. Mi objetivo es conseguir nuevos
acuerdos para ensayos de investigación y ver algunos viejos amigos. I’m the
man of the money, ha, ha.
Aquello acabó de granjearle mi más sincero rechazo. Un hombre frío y
calculador, pensé. Y además va de sobrado por la vida. Sjarnovich se me antojó
un médico presto a bromas agresivas, de gestos rápidos pero a la vez
dubitativos, como si tomara las decisiones con atolondramiento forzado por el
agotamiento de un periodo de duda, que había resuelto sin haber podido
aclararse sobre los pros y los contras de un problema. Pero esa impresión
personal chocaba con la meteórica carrera del científico que sin duda había
recorrido tras enfrentarse a muchos y dejarlos en la cuneta. Hay personas que
solo sirven para la guerra, el combate cuerpo a cuerpo. Son inútiles para la
paz.
–Desde que inicié mi etapa de jefe de servicio en el hospital de Kiev he
desarrollado más de doscientos estudios de investigación, cada uno con
dotaciones económicas muy importantes. Gracias a ello están construyendo una
fundación que llevará mi nombre, dedicada a la descripción de factores represores
y estimuladores en la expresión de los oncogenes. Supongo que saben a qué me
refiero –dijo en tono burlón.
–Nosotros sólo queremos averiguar si alguien de su entorno está
interesado en el desarrollo de quimioterápicos de origen vegetal, en especial a
partir de setas, y en el control del fenómeno de la apoptosis –respondí con la
misma naturalidad que si estuviera pintándome las uñas frente al televisor.
Sjarnovich me miró con cara de sorpresa. Creo que no podía imaginar que
unos policías pudieran saber algo más que poner multas o perseguir maleantes,
aunque fuéramos de la Mundipol.
–¡Vaya! Ja, ja. Tal vez debería invitarla a trabajar en mi fundación
como becaria.
–Gracias, pero estoy convencida de que ya tiene alguna para entretenerse
–repliqué pasando mi lengua por la cara interna de la mejilla, hecho que no
pasó desapercibido a Sjarnovich ni tampoco a Tim, que puso cara de reprobación.
–Déjeme pensar un poco... –continuó Sjarnovich sin mostrar el menor
asombro –Sí, hace tiempo conocí a unos tipos americanos que trabajaban con este
tema de los shitakes. Los japoneses investigaron sobre ello en los años setenta
y publicaron una serie de artículos muy flojos sobre esas setas. A pesar de
ello, les aceptaron algún artículo en la revista Nature. Me consta que
algunos hongos se usan para evitar la obstrucción de los stents
intracoronarios, esos muelles que se colocan dentro de las arterias del corazón
cuando se taponan. Han salvado muchas vidas, ¿saben? Pero en oncología, desde
el descubrimiento de los taxoles, las principales drogas anticancerosas en la
actualidad, con el paclitaxel a la cabeza, no he prestado atención a las setas
más que para fines gastronómicos. En Ucrania la temporada es corta pero muy
bonita y los hongos son deliciosos.
–Ya. A nosotros nos interesaría saber algo de sus efectos biológicos en
vivo –insistí.
–Ese grupo trabajó en el aislamiento de las fracciones polisacáridas del
shitake –continuó Sjarnovich– pero yo diría que están un poco parados. Estoy
tratando de recordar quién trabajaba sobre ello...
Caía un sol de plomo. El cielo azulado provocaba reflejos
multifragmentados sobre los cristales opacos de los edificios, tendencias
arquitectónicas importadas hacía ya varios años. Era evidente que Singapur
había despertado a occidente antes que la mayoría de sus vecinos. La terraza se
llenó de congresistas con lacitos y tarjetas plastificadas en el cuello, los
móviles a la oreja, con sus melodías terebrantes. La mayoría confiaría en los
preceptos que Sjarnovich expondría por la tarde en las salas del congreso.
Además, a juzgar por los gadgets y complementos que llevaban en los hombros,
solapas y muñecas, todos habían viajado hasta allí pagados por los laboratorios
de los productos sobre los que hablaría Sjarnovich. De pronto, el médico hizo
un gesto como si recordara algo más.
–Había un ingeniero en Boston, un tipo bastante combativo... pero creo
que no llegó a obtener ningún descubrimiento significativo.
Advertí una mueca y un tono burlón, casi imperceptibles.
–¿Combativo? –pregunté.
–Le costó aceptar la ventaja que enseguida tuvieron los taxoles. Se
obsesionó con las setas y otros temas de ciencia-ficción. Algún experimento se
le debió ir de las manos junto a otro colega suyo que trabajaba en España. Se
llamaba... Weat, o algo parecido.
–Muchas gracias señor Sjarnovich. Nos ha resultado de gran ayuda –concluyó
Tim Nguyen–. Espero que no le importe facilitarnos su móvil y correo por si
necesitamos preguntarle algo más.
–Vaya formalismo. Ustedes saben perfectamente cómo encontrarme. Desearía
no tener que volver a verlos si no es del todo necesario. Soy un hombre ocupado
–dijo Sjarnovich.
–Sí, eso dicen todos –le solté
perforándolo con la mirada.
Nos alejamos en silencio. Ya en el taxi, Tim soltó un suspiro.
–Mira, Ofelia. Creo que eres una investigadora prometedora, pero tienes
algunas salidas que deberías controlar. ¿Se puede saber qué se te ha cruzado
con ese tipo? ¿Qué diablos pretendías con los juegos de lengua? ¿Ponerlo
cachondo?
Le escuché mirándome a las rodillas. Tim tenía razón. Estábamos en medio
de una investigación delicada, y al primero que me cae borde casi lo tiro por
el balcón. Como no presenté batalla, Tim se suavizó.
–Si dejamos aparte esta salvedad ¿Qué te ha parecido el tipo?
–Es un gallo de gallinero. Menudo cínico. El hombre del dinero. No he
visto un médico con menos escrúpulos en toda mi vida. Creo que no debemos
tacharlo de la lista de sospechosos.
–Estoy de acuerdo. Tenemos pocos datos como para desechar ninguna
hipótesis. Y ese tipo tiene pinta de bailar con todas y no casarse con ninguna.
El regreso a Saigón se dilató por las esperas del aeropuerto, los
controles de seguridad interminables, chequeos contra la gripe A con cámaras
termográficas o contra el terrorismo. Se sumó a ello una salida frustrada del
avión y el mal tiempo. Al llegar al hotel en Saigón me dormí enseguida.
«Estoy echada sobre la cama boca abajo en el centro Polífagos. Las manos
atadas. También los tobillos. Risitas excitadas pero contenidas de otras
reclusas. Esperan la llegada de la cabecilla. Entonces unas manos me suben el
camisón y dejan mi trasero redondo al descubierto. La carne blanca reluce y se
mueve trémula en un forcejeo inútil. Estoy bien atada. Oigo cómo alguien se
pone unos guantes de látex. Me embadurnan el surco entre los glúteos con un gel
viscoso. Entonces noto una penetración violenta y rápida. Un dedo, varios, una
mano...
Mi boca está llena de un trapo que va
humedeciéndose de lágrimas. Los segundos parecen horas...»
Me desperté angustiada, con lágrimas en los ojos. Contraje el ano con el
recuerdo del dolor del pasado. Me levanté y fui al baño. Estaba en Saigón.
Desde las ventanas observé a los taxis aparcados bajo el hotel, los primeros
motoristas y algunos vendedores ambulantes, muy temprano. Últimos ruidos de la
noche o primeros del día, muestras huérfanas de vida humana en contraste con el
exceso de sonidos de las horas puntas. Pero aún no había amanecido. Volví a la
cama. Todo iba bien.
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