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martes, 22 de julio de 2014

LOS LIBROS NO SE VENDEN, SE COMPRAN

            




               Hace años, en un libro bien editado, en buen papel, con una portada simpática y de un autor que usaba el pseudónimo Guy de Forestier, de título Mis queridos mallorquines, para precisar, leí que los mallorquines en sus comercios no venden, sino que les compran. Es más, pueden llegar a exhibir una pose no ya indiferente hacia el potencial cliente, sino incluso, claramente hostil. ¿Y usted quién es? Me preguntaron en una ocasión cuando llamé por teléfono a una tienda de cortinas. Esta actitud, que ya la había leído en el divertido libro de Gerald Durrell, Filetes de lenguado, ─en aquella historia los propietarios de los locales de una calle inglesa debían de evitar a toda costa sobrepasar una cifra de ingresos anuales para seguir beneficiándose de un alquiler ridículo─ digo pues, que esta actitud me resulta sorprendente.
Dicen que el mundo del libro está desplomado, que los ingresos han caído entre el 20 y 40% según las fuentes, que las librerías cierran en dominó (a pesar de que las estadísticas dicen que por cada una que cierra, abre otra…). Dicen que no hay lectores, que la gente se distrae ahora con sus teléfonos móviles más que leyendo libros, que el libro digital es el enemigo del libro de papel, que los libros son caros, y otras muchas cosas, todas un poco ciertas, y ninguna verdad absoluta. Ante todo ello yo les pregunto: ¿Alguna vez, en una librería o quiosco alguien se les ha acercado a venderles un libro? Porque una cosa es poner a la venta, y otra vender. Yo pongo una placa en la puerta de la calle y no por ello se me llena el despacho de clientes…
¿Quién vende pues el libro? ¿La portada? (si le sorprende) ¿La contraportada? (si tiene gancho) ¿El nombre del autor? (será si lo conoce usted) ¿El prestigio o la línea de la editorial? ¿El librero? ¿La boca del amigo en nuestra oreja? ¿Cuántas ocasiones recordamos haber entrado en librerías como La Central, Fnac o las desaparecidas Herder, Laie, Catalonia y fascinarnos ante la contemplación de un ejército de lomos y portadas, y sumirnos en un monacal silencio y el olor a papel, a goma de guarda, o simplemente a polvo, ante la presencia muda y casi reticente de jovencitos somnolientos de gafas de pasta y cabellos revueltos o largos, mates o grasientos, que hacen sentirle a uno que ha profanado su templo en el que dedican su tiempo a inventarios o a qué sé yo. Tras una cola tediosa de solicitantes pides información sobre un libro y, oh, no está, pero no hay pregunta de vuelta, o contraoferta con un título de características parecidas, o del mismo autor. No se levantan de la silla si pueden evitarlo. Y más allá del día del libro, del aniversario de la muerte de un autor, o de la concesión de un premio Nobel, no parece haber otro estímulo en la venta. (alguna película pone de moda al libro que la inspiró, si tiene suerte…)
Nadie ni nada te guía ante el decepcionante escaparate de las novedades excepto por el termómetro vertical de “los más vendidos”. ¿Por qué no ponen en su lugar los que más nos han gustado en esta librería? ¿Por qué todas las librerías clasifican los libros de la misma manera? Por editoriales, o por temas generales como narrativa en castellano, historia, psicología… ¿Por qué no organizar, al menos los libros de ficción, por emociones? Libros para partirse de risa, libros que te quitarán en aliento, libros para llorar, libros para no leer por la noche, libros para leer con una sola mano (como los de la sonrisa vertical), libros para soñar, los libros que leíste cuando eras pequeño…
¿Por qué dan tanta importancia a la novedad y no a la relectura, o a la reedición? Es posible que la gente hoy en día lleve menos que antes un libro en las manos, pero dudo que tengan menos necesidad de que les cuenten historias. En una gran frase de Robert Mc Kee, decía que las historias nos arman para la vida. No se trata pues de entretenimiento ni consumo, se trata de aprender a vivir, reviviendo en la lectura de las historias ajenas, nuestros dilemas particulares. Hace ya mucho que aprendí que las cuitas de uno son los conflictos de todos, que todo se repite, que no hay nada nuevo, y aun así, como los niños que obligan a sus padres a contarles el mismo cuento cada noche una y otra vez, nosotros también necesitamos que, en versiones renovadas, nos recuerden y prevengan, y nos iluminen el camino invisible del acontecer ante nuestros ojos, o si ya ha acaecido, si es doloroso o angustiante, que nos conforten con el bálsamo de lo común, del mal de muchos, de la esperanza en un futuro mejor o la confianza en nuestros propios medios para sobreponernos ante la adversidad.
Por todo ello, no soy pesimista. Dicen que en los tiempos que corren hay más escritores que lectores, que las editoriales y las agencias editoriales en España están saturadas de escritores, que solo trabajan con valores seguros. Pero los escritores “seguros” (es decir, los que aseguran ventas) tampoco son fuentes inagotables de buenas obras, y ante la prisa o la presión de los contratos, escriben obras que menguan en calidad de las predecesoras. Es notorio en los libros por encargo, en las segundas entregas de bestsellers “primicia”. Por suerte, otros autores con seguridad mejor demostrada en el oficio que en el número de ventas, mantienen el nivel. Hay que tener en cuenta, que a los ojos de una editorial, una venta de cinco mil ejemplares es todo un éxito. ¿Tanto cuesta vender cinco mil libros?

Como mensaje final, clamo a los libreros, partícipes de un buen porcentaje del precio de venta, tanto como un 30% (compárenlo con el 10% o menos que le queda al autor), que se arremanguen y sonrían, que instruyan a sus muchachos a ser más comerciales, que el mercado del libro debemos estimularlo entre todos, libreros, lectores y escritores. 


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