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martes, 26 de agosto de 2014

MATRIMONIO: CUANDO EL AMOR CAMBIA DE NOMBRE



La mayoría de mis amigos está separada. Algunos de ellos, casados de nuevo. Y la segunda oportunidad no siempre resulta bendecida por el amor, sino por la conciencia de no poder permitirse psicológica o económicamente un segundo fracaso. Unos hablan de que se casaron “contra” su mujer. Otros hablan del “matrisuicidio”. Otros del matrimonio, la tumba del amor, o la convivencia, la tumba del sexo.

De todos los motivos de separación que escucho, me alarma cuando me comentan que van a separarse porque ya no tienen de qué hablar, que se conocen todas las bromas y la magia se ha ido. Ya no les apetece hacer el amor. Ya no hay chispa ¿Qué es eso de la chispa? Yo no me acuerdo. ¿Y la magia? Eso es para los magos. Yo recuerdo haber buceado en los brazos, los labios y los ojos de una mujer, y vivir todo el día en una nube, y sentir dolor al no verla más que unas horas, y llegar tarde a todas partes, y sufrir los lunes la separación con intensa angustia. ¿Es eso el amor? ¿Queremos que ese estado de adicción imbécil dure siempre? ¿En serio? ¿Son los matrimonios demasiado largos? ¿Nos engañaron con la monogamia? ¿Hay algo malo en ir saltando de brazos en brazos dejando mujeres e hijos como la estela de un buque? ¿Quién tiene derecho a juzgar? Hubo un tiempo en que todos los reyes y muchos nobles tuvieron bastardos. Luego fueron los burgueses. Ahora son los pilotos, los marinos mercantes, los soldados, los comerciantes internacionales. Segundas familias en otras ciudades u otros países, en el mejor de los casos bien servidas a costa de dobles vidas, en el peor, abandonadas como Madame Butterfly. Esa es la realidad, en una Europa con tasas de divorcio que llegan al 70%. Por tanto vivimos un mundo donde más de la mitad de los niños tienen dobles familias o familias demediadas.

Permanecer en el invierno de una relación no disfrutada, por evitar los inconvenientes económicos o logísticos, o por el rechazo a asumir la culpa, o la incertidumbre ante los hijos, es algo triste. ¿Cobarde? ¿Pero quién es cobarde? ¿El que se va y rompe la familia o el que se queda por miedo sin intentar mejorar la situación?

Yo no tengo la solución a todo esto. No me casé por ese amor bobalicón, espejismo narcisista donde ellas son el agua en que se reflejan nuestros más profundos deseos, de un modo onánico-onírico, pues en la ceguera de enamorados desconocemos quién es en realidad el soporte físico de nuestras fantasías amorosas. Sigo casado por la fidelidad a un proyecto, a una idea, a la construcción del nido en el que crecen mis hijas. Eso es lo que me ha ayudado a sobrevivir las decepciones y soledades que salpican nuestra vida. Eso, y la confianza en que después de un periodo difícil siempre viene otro mejor.

La gestión del matrimonio, como la de cualquier otra empresa, requiere valentía. Hay que  aceptar que puede no durar para siempre. Y que si ambos cónyuges no encuentran oportunidades para disfrutar aventuras juntos y separados, lo más natural es que la pareja se asfixie y se muera. No he hablado de amor en ningún momento. Sin embargo no soy un escéptico sobre el amor. Es solo que no creo que funcione como nos lo cuentan en Hollywood. Quiero insistir en lo de juntos y separados. Los cónyuges deben sentirse contentos, libres de seguir disfrutando de la vida, a ser posible compartiendo momentos, pero también explorando cada uno por su cuenta para seguir creciendo como individuos. En caso contrario, las personas que se encontraron y se enamoraron se pierden el uno al otro en una niebla de resentimiento amargo, de reproches y ausencia de interés mutuo.


En boca de una de mis amigas, casada y separada dos veces, el living apart together (vivir juntos, pero en casas separadas) con alguna fórmula de custodia filial compartida inteligente, civilizada y respetada, es la mejor opción a largo plazo. Tal vez no haga falta llegar a ello, pero no veo otro camino para evitarlo que asumir que puede llegar a suceder, y tratar de organizar la vida matrimonial de ese modo, es decir, dejando amplios espacios de autonomía personal, en la que quepan, si es necesario, terceras personas o ausencias largas. Congeniar esta libertad con la responsabilidad sobre los hijos no es tarea sencilla, y debe pasar por la asunción de cierto grado de riesgo y de culpa, por no estar siempre presente toda la familia como en la postal de los reyes magos o la sagrada familia. Tal como hemos quedado, esa imagen no existe, o fue hace mucho tiempo.  

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