El aeropuerto local en pleno proceso de modernización anuncia
en grandes carteles comida, café y moda, ninguna librería. Solo faltan los
anuncios de tabaco, alcohol y masajes para completar el paisaje. La principal catarata
de Vietnam sufre la farsa de alimentarse con agua de un grifo que abren durante
el día, la misma farsa que viví en las termas de Pamukale, en la Capadocia. No
visiten la zona demasiado pronto o corren el riesgo de encontrarse con el lecho
seco de un río.
Hoy la pirámide de necesidades de Maslow situaría, después
de comida y seguridad, el acceso a WIFI.
El metro de Saigón despejará las calles de motoristas
suicidas, borrachos o alelados, pero se llevará por delante siglos de historia
vegetal ante la aceptación pasiva de sus habitantes.
Vietnam es verde, pero no lo es Saigón. Saigón es moderna,
dinámica, acumula riqueza, pero sus habitantes no saben que en el cielo hay
estrellas, no huelen los árboles, no caminan. Los niños juegan en suelos de
polímeros del petróleo en los escasos parques. Neón, caucho, hormigón y
asfalto. Poco aire para las mariposas. Las tormentas y los tifones sacuden con
cólera en húmeda protesta, pero la ciudad resiste e insiste en su
transformación. Todo refulge, brilla, es agudo, tiene aristas, ensordece,
aturde, va demasiado deprisa. El horizonte es rugoso, duro, polvoriento.
Paseé por el parque natural de Bach Má, en la ruta entre Da
Nang y Hue, cientos de hectáreas de montes mullidos, verdes frondosos, trinos y
charrasqueos de pájaros e insectos, el arrullo del agua de un río, los truenos
y relámpagos de un baile de nubes inmensas, la vista sobre la costa, dos
graciosas bahías aún vírgenes, pobladas de casas bajas, sin heridas sobre el
paisaje, sus habitantes sin prisa, el parque desierto, nosotros los únicos
visitantes.
Si la música es el mejor elemento para hablar con Dios, la
naturaleza es la obra de Dios. Las ciudades son la obra de los hombres, torres
de Babel, espacios para el placer y la soledad a partes iguales. El
amontonamiento de almas no las hace más humanas, ni empáticas ni curiosas. Y
además roba el derecho a la soledad buscada, al paseo sosegado bajo el cielo.
El buen progreso es el que permite liberarse de la necesidad de resolver cada
día lo inmediato, lo básico. Pero si no aprovechamos ese espacio para
dedicarnos a nosotros, a crecer como seres humanos, si elegimos en su lugar
competir contra nosotros mismos, entonces, ¿dónde está la oportunidad de
progresar?
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