Me despierto en Hanoi. Han pasado tres años desde la última
vez que estuve a solas con esta ciudad. Ha cambiado mucho, me dice Jorge, mi
amigo de la embajada. Se ha modernizado. Es cierto, algo ha cambiado. Ha
desaparecido mi restaurante favorito, el Marrakesh, que ya daba muestras de
agonía la última vez que fui. Por lo demás, algunas moles en el skyline, un
puente nuevo que permite llegar al aeropuerto en veinte minutos…no, para mí,
Hanoi no ha cambiado.
Hanoi gris en abril, Hanoi contaminado, ruidoso, gritón,
brusco, provinciano. Agrede el acento, tajante y gutural, agrede a pesar de las
sonrisas de sus habitantes. Rostros velazqueños, campesinos, quemados por el
sol, el frío o el alcohol. Manca finezza por todas partes. Recorremos en
moto, noche de brisa fresca, la ribera sinuosa del lago del Oeste. Bares ya
cerrados a las nueve de la noche, oscuridad sedosa, farolillos de colores en
las aceras, con sus grupos de adolescentes naive, nada osados, mucho menos
rebeldes, agrupados en torno de comidillas, susurros o fogones. Ojillos
almendrados, vivos, curiosos, inquisitivos, talentos mal dirigidos, hacia lo
local, restringidos a lo que se les muestra.
Hanoi se salva por sus árboles, por sus lagos. Hanoi se
salva a pesar de sus habitantes. Les guste o no, llevan la sangre de sus
vecinos, los de más al norte, mil años fueron muchos. El brillo en las pulseras,
los bolsos, los suelos, todo reluce junto a los escombros. Lo viejo se amontona
con lo antiguo, los locales derruidos con los recién acabados. Cruzamos el
paseo de Truc Bac, el que divide el lago del Oeste, y pasamos junto al mausoleo
de Ho Chi Minh. Frente a él, una nueva construcción llamada parlamento, de
estilo moderno, racional, la fachada repleta de banderas de las naciones del
mundo, lugar pensado originalmente para el diálogo pero que rechina por el uso de
una sola voz, pensamiento único, gerontocrático, víctima de la taxidermia como
el vecino del otro lado de la calle.
Los viejos símbolos se mezclan con los nuevos. El treinta
de abril se celebrarán los cuarenta años de la liberación entre comillas, la
misma liberación que celebró el pueblo francés en el siglo diecinueve, que se
libró de la monarquía y cayó en manos de la burguesía, y nunca hubo tanta
libertad, igualdad, fraternidad y muerte (Dickens dixit). El mundo está en
manos oligárquicas, como siempre, y cuando se prueba el poder, nadie quiere
dejarlo, al precio que sea. Las banderas rojas ondean bajo el cielo gris en el
norte y en el sur, con renovados fulgores, pese a su mensaje apolillado. En
Saigón han cortado el tráfico en un área enorme para que nadie perjudique al
desfile de siete mil soldados que rememorarán la victoria sobre los extranjeros.
¿Tienen miedo?
El color de la tramoya del desfile es azul celeste. Me ha
sorprendido. Los colores lanzan mensajes. ¿Esperanza? ¿Paz? ¿Armonía?
El metro es ya un proyecto palpable en Hanoi y Saigón.
Metros elevados sobre pilares de hormigón. Así se ve más, luce más, impacta
más. Mientras unos ven la construcción del país, yo veo también el
desmoronamiento de lo que fue. Rincones, hábitos, amigos, desaparecen
continuamente a lo largo de estos años. La vida se abre paso, pero lo hace a
través de la muerte. Debo de estar un poco Pesoa. Será el día, o la superficie
queda y pestilente del lago del oeste, o el sol refulgente que duele a los
ojos, la neblina o la resaca de la noche de ayer. O quizás mi remanente
genético del noroeste de España. Mañana el viento se llevará la ceniza de los
días y veré todo con esperanza renovada.
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