Aquél que se desprende de la vergüenza tiene ganada la partida a la libertad. Josep Pla decía que para ser libre se necesitaba dinero, que el dinero te hacía independiente. No conozco ningún país muy pobre que desee ser independiente a menos de que tenga la ilusión de volver a ser rico (o al menos sus gobernantes). Pla hablaba de que el pobre de verdad, el pobre sin remedio, sólo lo es aquél que ha perdido la ilusión del milagro posible.
Opino que la verdadera libertad reside en desprenderse del sentido del ridículo. En Occidente, en España, debemos persistir en la fe en el milagro posible. Lo del ridículo, mejor lo dejamos. Nuestro país solo brilla en el extranjero por sus atletas. Lo más triste es constatar que los nuevos que ocupan el poder, repiten las tácticas de los anteriores, negando evidencias, eufemizando lo innegable, echando culpas hacia atrás o hacia afuera. Son bufones, pero bufones ladrones, mentirosos, mala gente. El problema, es que si les culpamos, nos convertimos en ellos mismos, porque el que esté libre de culpa, de responsabilidad, el que no haya chupado de aquí o allá, con evasiones, “pequeños olvidos involuntarios” frente al fisco, pirateos, amiguismos y recomendaciones a pequeña escala, repetido bajas, prologado paros mientras ejercía otro oficio o sonado con hacerse millonario con especulaciones domésticas, que tire la primera piedra.
Todos somos, en cierta medida, los responsables. Lo cual no debe impedirnos romper el círculo y empezar a poner coto, limites y control a quien ostenta el poder. El anillo del poder convierte en monstruo a quien lo lleva, palabra de Golum.
En Vietnam hay una mezcla naif de candor y valentía que observo en algunas de mis colaboradoras de la clínica. Cometen errores de bulto, olvidos imperdonables, debidos a la no asumida falta de experiencia o al exceso de pajarillos en la cabeza, pero lo reconocen sin que les tiemble la voz, la cara inexpresiva a mis ojos, con una emoción que guardan el algún cajoncito de su cuerpo diminuto, donde todo parece de juguete, mínimo, empezando por sus nombres monosilábicos: My, Lin, Ha, Thao, Dien, Y, Lang, Tram, Trang, Huy, Tu, Hoa, Thuy...
Las escenas de la vida vietnamita, curiosamente, cada vez me recuerdan más a la Mallorca que conocí en 1996, la que relata en “Mis queridos mallorquines”, un escritor con el seudónimo de Guy de Forestier. Vendedores que no quieren vender, conducción temeraria, gesticulación indescifrable, ocultamiento de los sentimientos en público hasta lo ridículo. En Saigón hay una abundancia insoportable de gente paleta con dinero, conductores que parecen sus propios chóferes, padres que parecen sus propios hijos, ruidosos, maleducados, egoístas, víctimas del exceso, de una camaradería adolescente, que obliga a los de fuera, a los que quieren negociar con ellos, a llevar la misma piel, bailar la misma música, un ritual de borrachera absurda.
Junto a ellos, me encuentro personajes como las vendedoras callejeras de bocadillos, banh my, o de café. En un extremo del espectro están las listas, que por ser extranjero te doblan el precio, y si no lo quieres, tú mismo, y en el otro las mujeres entrañables, que con una mirada y una sonrisa te han dado ya casi todo, y sin duda, lo mejor de sí mismas.
En particular hay dos, una en Pasteur, encima del establecimiento Pho Hoa, y otra junto a mi oficina, en Nam ky khoi nghia 167. Pequeñas, bajitas, la una de aspecto aborigen, simiesco, la mandíbula apiñada bajo unos pómulos robustos como el café que vende, siempre cubierta la tez, y a veces la cara, con trapos para que no la afee el sol. La otra, es tan solo una belleza, la proporción perfecta en las facciones, la melena corta que le cae al estilo de Ava Gardner, la piel morena sin que le importe, con una camisa azulete que lleva, abrochados los puños, flotando al viento. Sus voces, las de las dos, cuando hablan, son arrullos tímidos, agradecidos, humildes y honestos.
Estas mujeres, a las que rindo tributo, aún a sabiendas de que en realidad poco conozco de ellas más que lo que puedo ver mientras tomo un cafe sūa da bajo su toldo, son las que me reconcilian, no ya con el trópico, sino con toda la humanidad. Y repito cafés bajo su palio, más por su mirada y su sonrisa, por contemplar sus movimientos afanosos y pajariles, que por el propio café.
Diría que el trópico está idealizado en la mente de muchos españoles. Me refiero a vivir en el trópico. La imagen que uno se hace del trópico en vacaciones solo es una postal, como si uno calibrara un matrimonio por la noche de bodas, o la previa. Lo mismo ocurre con ese paquete de valores que se ha exhibido en las películas orientales, en especial en las de artes marciales. Me refiero a una moral taoísta amanerada, tan alejada de la realidad como la comida de un restaurante chino de Barcelona, que para más inri, ahora casi todos sirven comida japonesa –quién se acuerda ya de Nan Qing–.
En concreto me refiero a la paciencia. La paciencia no es un atributo oriental. Y en cuanto a la calma o la templanza, es solo fachada, miedo atroz al ridículo social de mostrar los sentimientos, de manifestar las contradicciones inevitables en una vida rica. La calma y la paciencia me parecen más propias de los campesinos de cualquier parte, los que saben cuánto hay que esperar para ver crecer la cosecha, y cuán fácil es que una helada la eche a perder. La paciencia se extingue en las aglomeraciones, en las ciudades. Y oriente, el que cuenta para el mundo de hoy, es aglomeración insoportable.
Me ha parecido delicioso el pasaje. Envidia cochina, no solo por lo que estás viviendo sino también por como lo describes. Grácias Rubén! Un abrazo!
ResponderEliminarXavi,
Eliminarque tal? vaya sorpresa. Muchas gracias. Estoy en Barcelona estos dias. Un cafe?
mi tel provisional: 0034 691888097
Interesante, Rubén.
ResponderEliminarA cultivar la paciencia, que nos hace falta en todas partes.
Gracias Marga,
EliminarUn placer reencontrarte. Muy interesante tu proyecto de emprendedoras, y tu ejemplo de vida.
Espero que te gusten los libros.