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lunes, 4 de junio de 2012

CAFÉ CON LECHE. CON SABOR A TI

            Café por la mañana, café al medio día. Café con leche. Café sua da (con leche condensada y con hielo a mansalva).  El café vietnamita, de la variedad robusta, exportado en cantidad a España, es un café achocolatado, denso, dulzón, amargo y ácido.
El sabor del café, con leche condensada, me recuerda a mi abuelo. Al olor de su casa, en la calle Balmes, olor a cerrado, a mueble viejo, a chocolate rancio, descolorido, antes negro, envuelto en papel de charol azul mono de mecánico o bata de conserje, la misma que llevaba el portero, el chocolate que guardaba mi abuelo  en un cajón de un mueble carcomido, junto a bolsas de madalenas La Bella Easo, secas, ácidas, rancias también. Y sin embargo lo devorábamos todo en las aburridas tardes de domingo de nuestra adolescencia. Hace poco leía a un gran escritor, Josep Pla. Quadern Gris. Además de impresionarme cómo escribía este hombre, en una prosa tan poética como austera – ¿es eso posible? Sí, lo es. Ya lo hicieron los japoneses en sus haikus– me sorprende también cuánto y a quién leía: a Balzac (no le gustaba nada), Nietzsche, Jean de la Bruyere… y aún me llaman más la atención los detalles de su adolescencia tardía, que entre estudios, traducciones y tertulias, se dedicaba, dice, a aburrirse e intoxicarse. Cuán grande puede llegar a ser el aburrimiento en un adolescente, ahora disfrazado de actividad lúdica electrónica, de red social, vacía de contenido.
Vuelvo al café.  En Saigón, después de comer junto a la clínica, según donde lo haga, me queda un ratito para sentarme en una sillita de plástico, desvencijada, los rotos reparados con grapadora, bajo toldo, para guarecerme de la lluvia monzónica. En lugar o en otro, hay una mujer menuda, sonriente, feliz de que sea su cliente, que me prepara un café sua da. El hielo comprado en barra, como antes, roto dentro de una bolsa de tela de un color sospechoso. El café, un concentrado denso, viscoso, que la dulce mujer arroja, con densidad de jarabe, de una botella de plástico a mi vaso, antes de mezclarlo con la leche de pote.
Cafés de pote, también los he tomado, como los célebres cafés turcos, hervidos, con el azúcar ya puesto, que dejan ese poso al acabar, arenoso, melancólico, con la espalda apoyada en la muralla del viejo hipódromo, junto a la mezquita azul o en un jardín de castaños, a las afueras del museo arqueológico, la taza sobre una mesa improvisada en un capitel caído, el sol ya inclinado sobre el Bósforo, el muecín reclamando a los fieles a la grandeza de Ala, Ala akbar, la taza en una mano, y, en la otra, el rosario o los loukums de pistacho. Café.

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