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jueves, 1 de noviembre de 2012

HONG KONG: UNA CIUDAD VERTICAL


            Las primeras experiencias siempre impresionan más nuestra retina, nuestra alma. La primera vez que vi una ciudad vertical fue Nueva York, 1987. Avenidas interminables, el cielo pequeñito ahí arriba, la luz del sol cayendo sobre las aceras como folios blancos atrapados entre las fachadas o descompuesta en miríadas de reflejos metalizados por las modernas arquitecturas; la visión hacia abajo de los taxis amarillos como minúsculos coleópteros brillantes o de los peatones, grumos de hormigas alineados frente a cines o semáforos, fachadas con luminosos parpadeantes, algunos con proyecciones de televisión, y sobre todo, una angustiosa sensación de infimidad y a la vez de excitante y absurda prepotencia humana: Esto lo ha creado el hombre, y se ha atrevido a desafiar a los cielos con centenares de torres de Babel.
            Hong Kong es una ciudad vertical, construida a lo largo de la línea litoral de la isla de Hong Kong y de tierra firme, ahora China. Pese a ello, conserva gran sabor inglés, por sus taxis rectangulares de color “rojo cabina de teléfonos londinense”, por sus autobuses de dos pisos, por sus letreros de “se prohíbe…todo”, por sus organizadas colas, su sistema de monedas, que recuerda a los penies.
Hong Kong, el puerto de los aromas según John Lanchester, es una ciudad donde los rascacielos superan en altura a sus montañas, una urbe asiática donde la gente pasea frente al mar o por sus avenidas de anchas aceras mientras esperan el cambio de semáforo sin lanzarse a la calle, guiados por el tic-tac de su sistema sonoro, un sonido que recuerda el repicar de los obenques sobre los mástiles metálicos de los barcos de vela.
            Barrios de bares en la calle, como Lan Kwai Phong, excelente comida china y japonesa, un metro amable, modernísimo donde se aglomeran todas las razas y religiones, paquistanís, bangladesís, australianos, ingleses, chinos de Hong Kong, y de los otros. Las tiendas huelen a perfumes caros que se extienden por las calles, entre los vendedores ilegales de copias de relojes de lujo. Olores complejos, sofisticados, mezclas de sotobosque, alga, hongos, mermelada de mora y jabón de colegio de niños, con su toque a mandarina, a lavanda o a colonia antipiojos. Letreros luminosos en caracteres chinos, televisores en los restaurantes de tipos practicando gimnasia con cara de estreñimiento. Entro en un restaurante chino tan lleno que disponen mesas en el hueco de la escalera. La camarera lleva corbata de color carne cruda, la que sirve en bandejas apiladas como tablillas de contabilidad sumeria.
            En el bar del Hotel Península una mujer escribe mientras se licua su cóctel en el hielo. Soledades acompañadas de trago corto y taquigrafía de teléfono móvil. Música para bailar desnudo, chill out bossa nova, percusiones agudas y quejidos de violín. El skyline se ilumina al otro lado del estrecho, frente a Tsim Tsa Tsui, como un decorado navideño que luce todo el año. Alondra Bentley canta su música triste aunque de ritmo festivo, quién dijo que la muerte fuese negra.
            Hong Kong, tan cerca de Saigón, a las mismas dos horas de vuelo que Hanoi, es una ventana hacia la civilización, con sus luces y sus sombras. A fin de cuentas, la historia de la ciudadela de Kowloon está aún fresca en la memoria.

 



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