Las primeras experiencias siempre
impresionan más nuestra retina, nuestra alma. La primera vez que vi una ciudad
vertical fue Nueva York, 1987. Avenidas interminables, el cielo pequeñito ahí
arriba, la luz del sol cayendo sobre las aceras como folios blancos atrapados
entre las fachadas o descompuesta en miríadas de reflejos metalizados por las
modernas arquitecturas; la visión hacia abajo de los taxis amarillos como
minúsculos coleópteros brillantes o de los peatones, grumos de hormigas
alineados frente a cines o semáforos, fachadas con luminosos parpadeantes,
algunos con proyecciones de televisión, y sobre todo, una angustiosa sensación
de infimidad y a la vez de excitante y absurda prepotencia humana: Esto lo ha
creado el hombre, y se ha atrevido a desafiar a los cielos con centenares de
torres de Babel.
Hong Kong es una ciudad vertical,
construida a lo largo de la línea litoral de la isla de Hong Kong y de tierra
firme, ahora China. Pese a ello, conserva gran sabor inglés, por sus taxis
rectangulares de color “rojo cabina de teléfonos londinense”, por sus autobuses
de dos pisos, por sus letreros de “se prohíbe…todo”, por sus organizadas colas,
su sistema de monedas, que recuerda a los penies.
Hong
Kong, el puerto de los aromas según John Lanchester, es una ciudad donde los
rascacielos superan en altura a sus montañas, una urbe asiática donde la gente
pasea frente al mar o por sus avenidas de anchas aceras mientras esperan el
cambio de semáforo sin lanzarse a la calle, guiados por el tic-tac de su
sistema sonoro, un sonido que recuerda el repicar de los obenques sobre los
mástiles metálicos de los barcos de vela.
Barrios de bares en la calle, como
Lan Kwai Phong, excelente comida china y japonesa, un metro amable, modernísimo donde se aglomeran todas las razas y religiones, paquistanís,
bangladesís, australianos, ingleses, chinos de Hong Kong, y de los otros. Las
tiendas huelen a perfumes caros que se extienden por las calles, entre los
vendedores ilegales de copias de relojes de lujo. Olores complejos, sofisticados,
mezclas de sotobosque, alga, hongos, mermelada de mora y jabón de colegio de
niños, con su toque a mandarina, a lavanda o a colonia antipiojos. Letreros
luminosos en caracteres chinos, televisores en los restaurantes de tipos
practicando gimnasia con cara de estreñimiento. Entro en un restaurante chino
tan lleno que disponen mesas en el hueco de la escalera. La camarera lleva
corbata de color carne cruda, la que sirve en bandejas apiladas como tablillas
de contabilidad sumeria.
En el bar del Hotel Península una
mujer escribe mientras se licua su cóctel en el hielo. Soledades acompañadas de
trago corto y taquigrafía de teléfono móvil. Música para bailar desnudo, chill
out bossa nova, percusiones agudas y quejidos de violín. El skyline se ilumina
al otro lado del estrecho, frente a Tsim Tsa Tsui, como un decorado navideño
que luce todo el año. Alondra Bentley canta su música triste aunque de ritmo
festivo, quién dijo que la muerte fuese negra.
Hong Kong, tan cerca de Saigón, a
las mismas dos horas de vuelo que Hanoi, es una ventana hacia la civilización,
con sus luces y sus sombras. A fin de cuentas, la historia de la ciudadela de
Kowloon está aún fresca en la memoria.
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