Museos vacíos
y museos llenos. Colas bajo el sol de la Toscana, bajo la lluvia de París o
Londres, entre los tulipanes de Amsterdam para acceder a exposiciones de éxito,
las entradas a la venta en internet meses antes. Rostros atónitos ante las
arquitecturas de las fundaciones Guggenheim de Nueva York o Bilbao, o el centro
de arte Georges Pompidou, o encandilados ante los entornos del Museo Rodin de
París, la fundación Miró de Barcelona o los castillos museo del Loira. El
Prado, el Louvre, la Academia, el Palazzo Piti, Versalles, el Hermitage. Museos
de éxito.
Pero también
hay museos vacíos. El museo de geología de Ho Chi Minh City es un museo lleno
de fantasmas de piedra. El museo de bellas artes está solo algo más animado,
aunque nada en comparación con los museos de la guerra. Esos salen en las
guías, te llevan los rick shaws que quedan en la ciudad, los xe oms, (moto
taxis) y todos los tours. El arte de la guerra parece enaltecer la acción de
matarse unos a otros. En una época sin polaroids, ni Robert Cappas ni
periodistas que siguieran a Lawrence de Arabia, digamos que hasta la primera
guerra mundial, la guerra era una situación honorable, una oportunidad de medro
económico para gobiernos y combatientes, una deshonra además de un delito no
participar en ella si eras requerido por tu bienamado monarca o canciller o
emperador. Eras llamado a morir y te ibas a la muerte hechizado por el orgullo
o azuzado por el odio, o por el miedo o la miseria. Las escenas de guerra
llenan las salas de Versalles, del Prado, del Louvre.
Mi taxi pasa
frente a esculturas de jóvenes de ojos de piedra que miran a un horizonte
inexistente con el puño en alto, el rifle al hombro. A su alrededor, esqueletos
de metal como un cementerio de elefantes, los tanques con sus trompas, los
cohetes con sus afilados colmillos, aviones oxidados, helicópteros mudos,
libélulas de la muerte. Parecen juguetes de un niño gigante, de un gigante
loco. De las paredes cuelgan pinturas de guerreros entre explosiones, junto a
alambradas, campos sembrados de cuerpos, fotos en blanco y negro de
combatientes de uno y otro bando. Unos lloran, otros ríen, todos fuman, y en
sus ojos brilla la angustia de una existencia con cronómetro. Hoy aquí y mañana
quién sabe. Los que disparan la primera bala, desde sus despachos con sofás de
piel y aire acondicionado, esos no salen en los cuadros, ni en las fotos. O tal
vez sí, en las fotos de las Azores, declaran la guerra y la paz con la misma
sonrisa, la misma insensata convicción, la eterna e injusta impunidad.
No lejos de allí, junto al patético y estrambótico zoo de Saigón, triste
prisión animal, bello jardín centenario, casi único espacio verde y lúdico para
una ciudad de diez millones de jóvenes que invaden las mañanas de domingo sus
avenidas con músicas de discoteca, gritos y amogollonamientos, no lejos de allí
el museo de geología yace inerte, descomponiéndose a velocidad geológica,
acumulando polvo entre el polvo, ecos que se extinguen en la quietud fósil. Y
me recuerda al museo de geología de Barcelona, también junto al zoológico,
también vacío, o casi, un museo que me trae recuerdos de adolescencia, la
pasión por la piedra, la paleontología, las salas del seminario conciliar de
Barcelona, dos espacios ajenos al diseño, a la veleidad política, a las crisis,
quizás porque la piedra solo es piedra, y a su ritmo, el nuestro es anécdota.
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