Cuando un amigo se va, algo se muere en el alma. No se trata de hacer literatura de la muerte, sino de la vida. La vida es yin y yang, vacio y plenitud, apogeo y decadencia seguida de renacimiento o de nada. En la distancia el sentimiento no mengua. El duelo es el mismo. Las lágrimas son saladas. La saliva seca y amarga. Entonces pienso en la matriz vital, en que cuando pensamos en alguien nos conectamos con él. La muerte de Alesandro es un golpe que estrangula la garganta y el pecho, y por un momento hasta las ganas de vivir. Queremos ir con él. No dejarlo solo, que no nos deje solos. Después de la incredulidad y la rabia tendremos la oportunidad de honrarle recordando los mejores momentos juntos. Yo al menos solo recuerdo buenos momentos, pese a sus dificultades, y a las mías. En un periodo de desvertebramiento del país, de la moral, del paradigma, muere joven, muy joven, un auténtico señor. Porque señor es el que predica la buena educación y la bondad, la generosidad y la ternura desde el gesto, sin palabras, con la mirada cariñosa, acogedora, eterna. Se fue de repente, sin avisar, avivando la perplejidad ante el absurdo, el implacable fenómeno del azar. O tal vez fue su destino, qué más da. Adiós Alesandro. Te vas pero seguirás aquí, al menos por un tiempo, entre los que te queremos.
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