Vivir sin
otoño es vivir sin colores, o al menos sin los naranjas, óxidos, rojizos,
marrones siena amarillo o tostada. El otoño avisa de la humildad del invierno
convirtiendo el follaje en humus y se viste de colores cálidos en tierna despedida
hasta la fiesta verde de la primavera. Aunque el otoño es la época del viento,
suele llover bastante. El sonido de la lluvia sobre las hojas secas es
diferente del clamor sobre el asfalto, sobre los tejados de la ciudad. Llueve
sobre Dalat, la región que pudo haber sido la capital de la indochina francesa,
por su clima casi mediterráneo, de inviernos suaves, de veranos secos y
clementes, por sus bosques de pinos, sus lagos, sus montañas amables que no
superan los 2300 metros. Dalat es la huerta mediterránea de Vietnam, donde
cultivan las alcachofas, las patatas, las cebollas, las fresas, y crecen los
palosantos, que se dejan en los árboles porque nadie paga suficiente para
recogerlos. Entre los árboles vestidos de bolas de navidad se extienden los
reflejos blanco azulado de los invernaderos, como lomos de pescado brillando en
el agua.
Ruido
de lluvia sobre hojas secas, crepitar del fuego en una chimenea del hotel.
Emociones calladas, añoradas, extrañas en el trópico. El otoño de pronto tan
cerca, a menos de una hora de avión. Vivir fuera de casa está lleno de
añoranzas, algunas de las cuales solo las percibes cuando se muestra ante ti
algo que dejaste por el camino, algo que la memoria piadosa ha cerrado bien en
el armario del recuerdo, para que no te pese en su ausencia. Pero cuando
aparece, te inunda de recuerdos vívidos de paseos, de olores compartidos, de
manos frías, de besos secos, carreras bajo la lluvia, conversaciones en torno
al fuego, de melancolía. El otoño no existe en Saigón, pero siempre nos quedará
Dalat.
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