El
color sepia lo asocio al pasado. A fotos de mujeres con trajes de puntillas, de
cuerpos fornidos y un halo oscuro alrededor de sus ojos. Miradas apasionadas,
intensas y a la vez ingenuas. Un pasado desconocido. La vida pasa y ya empiezo
a tener un pasado, incluso un pasado remoto. Otoño siempre ha sido mi estación
favorita, hasta que lo dejé por Saigón, una ciudad sin otoño.
Octubre
y noviembre solían ser meses de recogida. Transcurrido ya el abrasador verano leridano,
la humedad de las lluvias de septiembre comenzaba a reverdecer los campos,
confortados por menos horas de implacable insolación. En septiembre venían las
avellanas, una lluvia de esferas crujientes sobre el suelo aún agrietado del
verano. A finales de octubre, con la hierba alta, entre las ortigas y las
zarzas robustecidas, caían las nueces que hicieron famosa mi comarca, la
Noguera. Y en noviembre los palosantos. Con los dedos pardos, las uñas negras por
la nogalina, el pigmento que forma la putrefacción de la envoltura de las
nueces, íbamos al monte a recoger setas silvestres. Unos años muchas, otros
ninguna.
El
olor del monte es especial en otoño. También la luz horizontal que atraviesa
las hojas de los robles y las encinas, que hace brillar el rocío sobre la mala
hierba y los rododendros. El silencio y la soledad acompañaban al buscador
antes de que la televisión convirtiera la búsqueda de setas en deporte nacional
de los domingueros de Cataluña.
Pebrasos, llengua de bou, rossinyols, ceps, llanegues vermelles,
marrons, blanques o negres, apagallums, camasecs, fredolics, rovellons, peu de
rata, palomins, y mi último descubrimiento, el blauet.
Nunca encontré ou de reig en la Noguera, aunque sí en el Monseny. Un
solo día, muchos.
El
otoño también era la época de nuevas exposiciones de arte en Madrid. Mis
visitas a la capital tenían sabor a lechón, a tortilla de patatas, a mollejas y
cerveza, la mejor cerveza de España, sin gas, sin prisas. Paseaba por la Fundación
Juan Marc, por el centro de arte Reina Sofía, el Retiro y por el palacio de
cristal. Vagaba por la feria Stampa de obra grafica, en IFEMA, o por el Prado y
memorizaba a sus bodegonistas, Sánchez Cotan, Luis Meléndez, Zurbarán, a la
pintura intimista y mística de Ribera, o
del Greco.
Era
oportunidad de tertulias con ansiosa melancolía al caer la tarde, en el bar de
la plaza de Oriente, junto al Palacio Real y los jardines de Sabatini, y de
escapadas al barrio de Santa Ana, los azulejos en las paredes de sus bares, los
carteles de toreros, y sus teatros, y sus plazas arboladas, estrechas, pobladas
de terrazas. Y los amigos intermitentes, esos que solo veías en alguna boda, o
cuando ibas a Madrid a verlos. Amistades imperecederas, fraternales, siempre
renovadas. Madrid era mucho, y en apenas los dos días del apretado fin de
semana quería sorberlo, paladearlo, cuanto más mejor, de día y de noche, sin
atragantarme, y llevármelo casa para saborear despacio los libros, los
catálogos de arte, las sonrisas y abrazos de quien tenía distinto punto de
vista sobre las cosas.
Saigón
es una ciudad sin otoño. Acaso unos días otoñales, frescos, de cielo límpido
y luz pálida se despistan entre la época de lluvia, en julio o agosto.
Ahora en cambio, en noviembre, el cielo ha escurrido ya su mayor carga de agua,
y aunque llueve, los días son calurosos, pegajosos, y el sol cae a plomo desde
las siete de la mañana, pues ha madrugado con los gallos, y desde las cinco y
media ilumina sus cantos.
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