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jueves, 1 de noviembre de 2012

OCTUBRE EN SEPIA. CIUDADES SIN OTOÑO.



El color sepia lo asocio al pasado. A fotos de mujeres con trajes de puntillas, de cuerpos fornidos y un halo oscuro alrededor de sus ojos. Miradas apasionadas, intensas y a la vez ingenuas. Un pasado desconocido. La vida pasa y ya empiezo a tener un pasado, incluso un pasado remoto. Otoño siempre ha sido mi estación favorita, hasta que lo dejé por Saigón, una ciudad sin otoño.
Octubre y noviembre solían ser meses de recogida. Transcurrido ya el abrasador verano leridano, la humedad de las lluvias de septiembre comenzaba a reverdecer los campos, confortados por menos horas de implacable insolación. En septiembre venían las avellanas, una lluvia de esferas crujientes sobre el suelo aún agrietado del verano. A finales de octubre, con la hierba alta, entre las ortigas y las zarzas robustecidas, caían las nueces que hicieron famosa mi comarca, la Noguera. Y en noviembre los palosantos. Con los dedos pardos, las uñas negras por la nogalina, el pigmento que forma la putrefacción de la envoltura de las nueces, íbamos al monte a recoger setas silvestres. Unos años muchas, otros ninguna.
El olor del monte es especial en otoño. También la luz horizontal que atraviesa las hojas de los robles y las encinas, que hace brillar el rocío sobre la mala hierba y los rododendros. El silencio y la soledad acompañaban al buscador antes de que la televisión convirtiera la búsqueda de setas en deporte nacional de los domingueros de Cataluña.
Pebrasos, llengua de bou, rossinyols, ceps, llanegues vermelles, marrons, blanques o negres, apagallums, camasecs, fredolics, rovellons, peu de rata, palomins, y mi último descubrimiento, el blauet. Nunca encontré ou de reig en la Noguera, aunque sí en el Monseny. Un solo día, muchos. 
El otoño también era la época de nuevas exposiciones de arte en Madrid. Mis visitas a la capital tenían sabor a lechón, a tortilla de patatas, a mollejas y cerveza, la mejor cerveza de España, sin gas, sin prisas. Paseaba por la Fundación Juan Marc, por el centro de arte Reina Sofía, el Retiro y por el palacio de cristal. Vagaba por la feria Stampa de obra grafica, en IFEMA, o por el Prado y memorizaba a sus bodegonistas, Sánchez Cotan, Luis Meléndez, Zurbarán, a la pintura intimista y mística de Ribera,  o del Greco.
Era oportunidad de tertulias con ansiosa melancolía al caer la tarde, en el bar de la plaza de Oriente, junto al Palacio Real y los jardines de Sabatini, y de escapadas al barrio de Santa Ana, los azulejos en las paredes de sus bares, los carteles de toreros, y sus teatros, y sus plazas arboladas, estrechas, pobladas de terrazas. Y los amigos intermitentes, esos que solo veías en alguna boda, o cuando ibas a Madrid a verlos. Amistades imperecederas, fraternales, siempre renovadas. Madrid era mucho, y en apenas los dos días del apretado fin de semana quería sorberlo, paladearlo, cuanto más mejor, de día y de noche, sin atragantarme, y llevármelo casa para saborear despacio los libros, los catálogos de arte, las sonrisas y abrazos de quien tenía distinto punto de vista sobre las cosas.
Saigón es una ciudad sin otoño. Acaso unos días otoñales, frescos, de cielo límpido y luz pálida se despistan entre la época de lluvia, en julio o agosto. Ahora en cambio, en noviembre, el cielo ha escurrido ya su mayor carga de agua, y aunque llueve, los días son calurosos, pegajosos, y el sol cae a plomo desde las siete de la mañana, pues ha madrugado con los gallos, y desde las cinco y media ilumina sus cantos.

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