Recuerdo que en la plaza del pueblo, en la tienda donde vendían de todo,
desde sandalias de esparto hasta Vodka de antes de la guerra, durante un corto
espacio de mi infancia pude comprar helados de galleta, cucuruchos con su bola
de color rosado, todo galleta, nada helado. Costaban un real, una moneda que la
mitad de España ya no recuerda, en una época donde la moneda de cinco duros era
un regalo importante para un niño, y la de cincuenta pesetas una pieza inmensa
y pesada.
Tardé muchos años en volver a ver esos helados
de galleta, secos, tan ligeros que parecen de papel. Los reales, esas monedas
perforadas, nunca las he vuelto a ver. En Saigón no hay reales, pero hay
galletas de papel, tan frágiles y etéreas como las avecillas humanas que las
pasean en sus bicicletas, ajenas a la prisa y al egoísmo.
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