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viernes, 7 de diciembre de 2012

LA DAMA DE SAIGON


                No sé quién es, pero ha encendido la llama de la curiosidad en mis ojos. Hace días que la esperaba con mi cámara y finalmente la atrapé. Pasa por delante de mi oficina cada mañana empujada a pedal en un ciclocarro, tirado por un hombre enjuto y moreno, elevado sobre su asiento, muy por encima de ella, como si fuera un gondolero, un remero en el asfalto. Una pareja que baila la lentitud, casi arrollados por la marea de motos que invade calzada y aceras, sin consideraciones, en las horas punta y siempre que les da la gana.

                No puedo dejar de pensar en ella. ¿A dónde irá? ¿Es francesa? ¿Vive sola? ¿Cuántos gatos tiene? ¿Qué come? ¿Té o café? ¿Sin azúcar? Cuántas personas pasan ante nuestros ojos en las grandes ciudades, la mayoría ignoradas, algunas odiadas repentinamente porque se interponen en nuestro camino y desafían nuestra particular concepción del orden del mundo. Pocas, muy pocas suscitan nuestro interés, una falda corta, una melena rubia… y ninguna, o casi ninguna, despierta nuestra ternura.

                La ternura es una emoción cálida, silenciosa, abnegada, irracional, que conforta más al que la lleva que al que la recibe. La ternura es frágil, nos acerca al hermano eterno y universal, al resumen esencial del ser humano. Me sugiere el amor de la epístola de San Pablo a los romanos, un amor que no pide recompensa.
                No creo que llegue a conocerla nunca. Quizás sea una vieja insoportable, llena de manías, una tirana en su segunda infancia. Tal vez sea mi orgullo el que me impida acercarme a ella. Lo dejaré en manos del azar. La añado en todo caso, a mi colección de avecillas urbanas.


 

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