No sé quién es, pero
ha encendido la llama de la curiosidad en mis ojos. Hace días que la esperaba
con mi cámara y finalmente la atrapé. Pasa por delante de mi oficina cada
mañana empujada a pedal en un ciclocarro, tirado por un hombre enjuto y moreno,
elevado sobre su asiento, muy por encima de ella, como si fuera un gondolero,
un remero en el asfalto. Una pareja que baila la lentitud, casi arrollados por
la marea de motos que invade calzada y aceras, sin consideraciones, en las
horas punta y siempre que les da la gana.
No puedo dejar de
pensar en ella. ¿A dónde irá? ¿Es francesa? ¿Vive sola? ¿Cuántos gatos tiene?
¿Qué come? ¿Té o café? ¿Sin azúcar? Cuántas personas pasan ante nuestros ojos
en las grandes ciudades, la mayoría ignoradas, algunas odiadas repentinamente
porque se interponen en nuestro camino y desafían nuestra particular concepción
del orden del mundo. Pocas, muy pocas suscitan nuestro interés, una falda
corta, una melena rubia… y ninguna, o casi ninguna, despierta nuestra ternura.
La ternura es una
emoción cálida, silenciosa, abnegada, irracional, que conforta más al que la
lleva que al que la recibe. La ternura es frágil, nos acerca al hermano eterno
y universal, al resumen esencial del ser humano. Me sugiere el amor de la
epístola de San Pablo a los romanos, un amor que no pide recompensa.
No
creo que llegue a conocerla nunca. Quizás sea una vieja insoportable, llena de
manías, una tirana en su segunda infancia. Tal vez sea mi orgullo el que me
impida acercarme a ella. Lo dejaré en manos del azar. La añado en todo caso, a
mi colección de avecillas urbanas.
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