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martes, 6 de diciembre de 2011

RITMOS MUSICALES. BEYOND SAIGON’S SKYLINE

           Conforme transcurre el tiempo, me doy cuenta de que la primera imagen que me hice de Saigón fue como una foto impresa sobre una superficie de cristal, reluciente, superficial, simplificada, sin grietas. Ahora en cambio, descubro a cada tanto una fisura, un aspecto distinto, sorprendente o gratificante.
Durante la última semana he asistido a tres conciertos en el auditorio del conservatorio de la calle Nguyen Du. Dos grupos de excelente Jazz belga y un dúo de piano (ruso-vietnamita) que me emocionó con el jardín bajo la lluvia de Debussy, y con los cuadros de una exposición de Mussorgsky. En Saigón son varios los escenarios en que uno puede escuchar música, de referencias variadas y exposiciones voluntarias, o involuntarias.
El palacio de la Ópera es una construcción amanerada frente al hotel Caravelle, con estatuas sobre sus columnas a modo de cariátides griegas, que alquila sus bajos a un bar de copas y ofrece un programa reducido y privado, iniciativas de empresas o entidades gubernamentales para sus clientes y afiliados. Cerca de allí la mayor parte de la música en vivo suena en bares de hoteles, algunos a gran altura, como las orquestas cubanas o australianas de las terrazas del Sheraton y el Caravelle, o en la calle, las actuaciones de un traumatólogo argentino en el bar Vascos, o las magníficas y sexis interpretaciones de los filipinos de bar Seventeen, donde chicas con falda corta, botas altas y sombrero vaquero (algunas con pistolas de fogueo en bandolera), imitan a los grandes éxitos de U2. La música de lata voluntaria también puede escucharse desde lo alto de la AB tower de Le Lai, en el skybar chill, el bar más impresionante y caro de Saigón (vale la pena. Chancletas, mochilas y pantalones cortos abstenerse). La música LATA (con mayúsculas) de exposición involuntaria, es la que te rompe los oídos en los centros comerciales baratos como Saigon Square, un mega altavoz en cada metro cuadrado, o en los barcos-restaurante que navegan al anochecer por las aguas del rio Saigón (sus pasajeros ignoran que son naves tan seguras como el Titanic), cuya pequeña forma crepuscular es capaz de golpear a kilómetros las ventanas de mi apartamento con sus melodías machaconas (¿el capitán ha olvidado el sonotone en el hotel?) o las melodías que truenan en el club de tenis, donde tengo la desgracia de asistir a clases rodeado de humo de pescado frito a mi izquierda y fiestas de empresa a mi derecha (pirámides de cajas de latas de cerveza, sillas forradas de tela blanca y lacito crema a la espalda, jóvenes con camisa blanca de manga larga, ellas con tirabuzones y vestidos de raso) y sus mega bafles estruendosos que casi desvían el trayecto de mis pelotas, las de tenis. No me extraña mi pobre desempeño y lento progreso en el arte de la raqueta.
Por ello, mas allá del bar Apocalipse y su tabla de surf (CHARLIE DOESN’T SURF), el antro que me recibió en mi primer viaje a la ciudad, con su penumbra, sus aprendices de prostituta y sus gintonics de juguete (poco más abundantes que un chupito), el descubrimiento del Conservatorio de Saigón, donde el pasillo que lleva al bar exterior es aprovechado como parquing para motos, las que circulan de continuo y atropellan ignotos talentos musicales sin disculpa de ningún tipo, (es lo normal), ese lugar es un soplo de aire fresco, de sensibilidad, de alimento para mi alma sedienta de belleza, y que descubre casi con tristeza, que a fuerza de sequía, se había  recubierto de una capa coriácea en espera de tiempos mejores, más sensibles.

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