Menú a base de rollos de pato laqueado, gambas empanadas al aroma de coco, tofu rebozado con salsa de cebolla y jengibre, tacos de buey a la pimienta, sopa de pato, verdura salteada, pescado al vapor y pastelillos de arroz glutinoso rellenos de judía roja. Vino de chile y whisky 21 años. Yo empecé con vino, ellos con whisky. El banquete para un 33 cumpleaños de una mujercita rodeada por un caro vestido, cuyas filigranas en evolución cónica ascendente le conferían el aspecto de una pieza de ajedrez de jardín, una reina grotesca. Las amigas se habían puesto sus mejores galas, en ¿involuntaria? competición cromática. En nuestra mesa Rubí y Verde, en la otra, Negro y Rojo, y entre ellas, Champán.
Rubí los llevaba en los lóbulos de las orejas, en la sortija y en la pulsera de oro, no menos de cuatro docenas, el talle ceñido por Christian Dior, la muñeca libre, por Rolex, la sonrisa equina, el aspecto sencillo, muy sencillo. Apoyaba el torso enlutado sobre su bolso de LV, carmín de garanza brillante. Su marido, Rolex también, se atusaba la barba de chivo y gastaba bromas sobre médicos, tan fáciles y recurridas, mientras su vaso se llenaba y vaciaba de chupitos del whisky que había traído él. Luego me enteré de que se trataba del equivalente al fiscal en jefe o el justica mayor, el que con su dedo hacia dentro o hacia afuera decide la libertad, y hacia arriba o hacia abajo decide la vida, literalmente, de los reos de la ciudad. Espero que hoy no tenga dolor de cabeza. Por suerte solo bebe whiskys caros. Su comensal vecino, el que le ayudó a ultimar la botella, era un médico hepatólogo, defensor acérrimo de la “quality of life”, concepto que esgrimía como algo novedoso, como cuando Alfonso Guerra, siendo ya vicepresidente, descubrió a Mahler. Frente a ellos, Verde se mesaba la melena que caía sobre una blusa de creppe transparente, cuyas flores no disimulaban su sujetador verde, a juego con sus pantalones cortísimos verdes, y con su cinturón, de nuevo Christian Dior, esta vez naranja, abrazado a su cintura mínima. Su pareja no comió ni habló en toda la cena, la vista baja, la cara iluminada por la luz azul de la pantalla de una tableta-PC. Una música triste envolvía la sala privada del restaurante chino, y me llevó a observar al trío de damas de la otra mesa.
Negro y Rojo parecían extraídas de un molde exacto. Maniquíes de escaparate, figuras de yeso con olor a polvos de talco, a nursery de paredes blancas y frías como su corazón, el cabello recogido en severo moño en la cúspide posterior del cráneo, sus ojos oscuros e inexpresivos, pestañas extendidas, uñas artificiales pintadas a la francesa, ribete blanco en el borde libre, las pieles céreas, sus zapatos de vertiginosos tacones aterciopelados a juego, la postura rígida como el rictus de su cara, el desprecio por la recién desaparecida pobreza, (“nadie está a mi altura”), Turandots sin corona, y a sus pies cualquier desgraciado. Pero estaban solas. Entre ellas, Champan relucía por su estudiada naturalidad, con su mirada ambigua, bizqueante, leonardesca, “sfumatta”, asomando entre los bucles de una melena cobriza, y su sonrisa irresistible, angelical y demoniaca, de las que se saben bellas y triunfadoras, su vestido cruzado como si llevara una capa de Juana de Arco, sus pechos llenos, asomando su blancura en la medida justa entre la provocación y el recato, lujuriosa, o quizás era yo, era mi pecado reflejado en su imagen, una burbuja de Champán como la de estas fiestas, festiva, etérea, ácida y amarga, y en cuanto intentara tocarla, POP, se desvanecería en el aire dejando una estela de carbónico, que sonaría a mis oídos reformulado en cabrónico, cretino, caído o incauto, mientras ella seguiría allí, intocable, con su sonrisa ambigua, entre sus amigas de yeso, Rojo y Negro, Venus de Milo de líneas aéreas, pues eso eran, azafatas venidas a mucho más, (“nadie está a mi altura, ni siquiera en el avión, yo de pie, ellos sentados”) gracias a tráficos irregulares en los aviones sobre los que sirven té o café.
Abandonamos los violines tristes de aquellos salones enmoquetados y los sustituimos por una música atronadora que empujó con buen ritmo mis vísceras contra el sofá de una discoteca. La sala era un damero con mesas en las casillas blancas, camareros en las negras, en formación militar, dos por mesa, todas reservadas, y sobre ellas, en batallones de a ocho, como las tortugas bélicas romanas, vasitos de chupito y botellines, en una reproducción fractal de la escena hasta el infinito (las motas de polvo dentro de los vasos, las burbujas dentro de los refrescos, quizás también en formación marcial…) y en nuestra mesa, las botellas de Glenmorangie Signet llegaban y se vaciaban entre cocacolas (horror!) y sonrisas, y Champán bailaba, burbujeaba con el gesto de desprenderse de un albornoz después de una ducha de vapor, sinuosa, entre la rigidez de Rojo y Negro, que observaban con aburrimiento agrio las evoluciones de su compañera, verdadera diosa de la noche, pues la reina roja, la homenajeada, era incapaz de eclipsar su esplendor. Los cuerpos anoréxicos de modelos en biquini tocadas con alas negras, ángeles caídos, lanzaban gestos obscenos desde una pantalla gigante, y sobre nosotros, la música detonaba sus cañonazos rítmicos, amenazantes, quizás la cólera de Dios ante tanta perdición.
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