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sábado, 6 de noviembre de 2010

SAIGÓN, UNA CIUDAD PARA RIDLEY SCOTT

      De entre todas las películas de este director, si una lo hará inmortal probablemente será Blade Runner. Lo que no podía imaginarme cuando la vi, es que treinta años más tarde, en 2010, yo estaría viviendo en la ciudad de los replicantes.
      Si bien es cierto que no he dado con ninguna de esas criaturas presas de la angustia que nos afecta a todos, pero en su caso con un calendario mucho más corto, la angustia del vivir o mejor dicho del dejar de vivir y su sentido, lo cierto es que todo lo demás que me rodea es exacto al mundo de Blade Runner.
     El día en Saigón es corto. La noche sorprende muy pronto, antes de las seis de la tarde durante todo el año. Además, en la fase diurna, uno prefiere vivir en la oscuridad, refugiándose de la luz del sol como un vampiro, de su calor y de la humedad. Por ello tengo la sensación de estar viviendo siempre bajo una amenaza incierta. Esa suerte de horno de vapor a más de 28 grados, ablanda la voluntad y la vigilia hasta sumir a los mortales en una molicie de carácter que conduce a lo inacabado, a la ausencia de detalle en la mayoría de sus acciones.
      A eso de las cinco se inicia el crepúsculo, dejando ver, los días con suerte, el disco de un sol rojo confundido entre las brumas, una colección innumerable de velos cobrizos, apastelados y ocres. Los días de tormenta, que son mayoría, remedan un parto monumental, por cuanto la rotura de los cielos, con su retumbar amenazador, promesa tal vez de una nueva vida, pero que en ese instante solo muestra la violenta instabilidad del cambio de presiones, lleva a una lluvia abrupta, en accesos, que lo anega todo de inmediato. Mientras, la luz que acompaña a ese sol que declina perezosamente como una gota de gelatina entre los edificios, pone de relieve las figuras negras de los postes eléctricos, antenas de radio y toda una familia de monstruos metálicos verticales o piramidales que me causan inquietud porque se sostienen en base a leyes físicas que no comprendo. Y esa sensación se acentúa porque cuelgan de ellos decenas de arterias negras y retorcidas, ya en husos o en despeinadas melenas, cables de electricidad o de teléfono, como las vísceras de algún saurio prehistórico, expuestas por un anatomista sádico antes de procesarlas en nitrato de plata, azul de Giemsa u otra preparación histológica.
      Cuando finalmente la oscuridad se adueña tempranamente del paisaje, salen a la vida multitud de seres nocturnos, y la ciudad se transforma en un ambiente de neón. Los nuevos edificios en continua construcción iluminan sus azoteas con lámparas alargadas, como las antenas de gigantescos coleópteros, y las telas con que algún arquitecto, que ha estudiado en alguna universidad extranjera, ha mandado cubrir las fachadas, flamean como las alas del insecto a punto de hacerse al vuelo. Y entre esos edificios destaca uno en las alturas por su belleza y modernidad, un rascacielos de formas orgánicas de deben responder a alguna complicada fórmula matemática, construido en el distrito cuatro, con un helipuerto en su fachada y cuyas luces frías sirven de referencia y faro a toda la ciudad.
      Entretanto, en el inframundo de las calles inundadas por la marea fluvial, en un mundo del hoy, ajeno al mañana, circulan chapoteando, millares de motocicletas, luciérnagas a motor que salpican a los que no tienen más remedio que caminar, las aguas hasta medio tobillo, para llegar a sus casas. Las motocicletas, expuestas al calor, al ruido, al polvo, a la lluvia y a esas cíclicas inundaciones de la calzada por las crecidas del río, casi cada noche, como las mareas, se mueven en todas las direcciones posibles entre un punto fijo y el radio que forma el otro punto con cualquier parte de una calzada determinada. Hacia adelante, derecha, izquierda, atrás, diagonales anterógradas y retrógradas causando el aturdimiento de los conductores de otros vehículos, que avanzan cautos y lentos entre esa circulación en perdigonada.
      A su lado, los carritos restaurante siguen con su actividad casi como si nada ocurriera, nada fuera de lo habitual. Nadie se queja. Nadie grita. Acaso porque saben que no pueden alterarse por lo que no tiene remedio.
      Y me parece ver a Harrison Ford tomándose unos noodles en medio de ese escenario, húmedo, oscuro, en permanente cambio y movimiento, en un pequeño restaurante callejero, bajo un exiguo techo.






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