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jueves, 11 de noviembre de 2010

¿DE QUÉ AZUL HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DEL CIELO?

Hoy en Saigón el cielo es azul, al menos un trocito, al menos por un rato.  Sobre esa extensión de brillante cobalto claro, o tal vez Prusia claro, navegan nubes blancas, algodonosas, tan blancas y luminosas que casi son amarillas, pues no hay color más luminoso que el amarillo, el color que Van Gogh, en palabras de Modigliani, necesitaba emborracharse para ver con claridad.
      Y observo el movimiento de esas nubes, deporte de ociosos y poetas, y me recuerda el ritmo de navegación, pausado y solemne, de grandes buques, claro que aquéllas mucho más ligeras, y éstos más sombríos, los cargueros que se mueven en la bocana del puerto, haciendo esperar a los veleros con sus maniobras obstructivas, lentas y disuasorias, como largas ballenas, mansas pero no por ello inofensivas, para una vez emproados en el rumbo correcto continuar su viaje más allá de nuestra vista o nuestra inconstante atención.
¿Y acaso no se parece el cielo al mar, con su inmensidad, su variedad de azules, o tal vez es el mar el que se asemeja al cielo, con el reflejo de sus luces, desde el blanco o el plata hasta el negro?
      Y mientras me distraigo un minuto, una ráfaga aislada, o no tan aislada, un movimiento de las copas de las palmeras, una carrera en espiral de unas hojas caídas que hace un minuto reposaban en el suelo, y un giro en la luz del paisaje, más metálica, menos contrastada, me avisa de un cambio de tiempo. El azul se ha ido, empujado por una alianza de nubes que se ha unido para formar una poderosa flota de buques de guerra, con su variedad de grises desde el gris-ocre del hormigón hasta el gris marengo de los trajes que los ejecutivos usan para advertir que todos salen del mismo colegio.
      En solo veinte minutos suena el primer trueno. Thor, el dios vikingo, da la salida a oleadas de lluvia, y es que realmente tanta agua llevan y de forma tan racheada, que parecen olas que rompieran sus espumas contra escolleras inexistentes, o contra las fachadas de los edificios.
Las siluetas urbanas del horizonte se van apagando, confundiéndose en una lluvia que se ha hecho nube a ras de suelo, o tal vez el calor del suelo ha vaporizado esa agua en una niebla ocre-naranja, pues el día detrás del telón sigue su curso y se apresura, vistas las circunstancias, a apagar sus luces, no sin antes ponerse su pijama de tonos cálidos, que tiñe los uniformes grises de las nubes, ya de yema, ya de sangre, hasta que la lluvia cede y es la noche con su traje de malvas y finalmente su manto índigo, la que indica que la función ha terminado.
      Mientras todo ello sucede, en medio de la función del diluvio universal, yo me preparo para salir a cenar. En la casa suena como una ametralladora el agua vertida sobre la claraboya desde una gigantesca manguera celestial. Cae agua a través de los cristales y amenaza con inundar el salón. Las terrazas parecen piscinas, con sus gargantas anegadas por la avidez de agua y la negligencia del constructor. Todo es inquietante y sin embargo, no afecta mi programa social. Y me imagino por un momento en la capacidad para sortear o adaptarse a lo extraordinario cuando sin ser normal se vuelve frecuente, o sin ser previsible se convierte en algo repetitivo y por ello uno decide que no debe alterar la agenda, como esas fiestas sociales entre bombardeos en tiempos de guerra, en esos momentos en los que el inicio de la contienda ya queda lejos y el final es incierto, y por ello esa situación frágil de permanente amenaza de muerte se asimila a la vida diaria y cuando ha caído la última bomba, se apagan las sirenas, se encienden las luces, suena la música y se vuelve a brindar.

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