Thanh Nien, próxima al mausoleo de Ho Chi Minh, es una carretera que divide el lago del Oeste de Hanoi y forma la ensenada de Truc Bach, una superficie en que las luces de los restaurantes provocan reflejos ondulantes, la gente pesca, mira el lago y vende molinillos de colores para los niños. Al atardecer, una manada de cisnes blancos a pedales, surca la superficie con rumbos cambiantes, a capricho de padres e hijos. Por la noche, los cisnes se vuelven negros, y refugian a parejas que comparten una intimidad a prueba de mosquitos, y ajena a la muerte. El amor romántico ignora a la dama negra, y por eso a veces la encuentra. No conozco lugar en el mundo donde los cisnes de pedales naveguen en las nocturnas aguas de un lago, en un país en el cual gran parte de la población no sabe nadar. La conciencia del riesgo aumenta con la edad, y Vietnam es un país de gente joven, muy joven. Más de 40 personas mueren cada día por accidentes de tráfico en este país que los japoneses invierten fondos en educación vial y construcción de carreteras. El gobierno quiere grabar la compra de vehículos con un impuesto que podría oscilar entre el doble y diez veces el precio de compra, "para limitar el incremento de vehículos circulantes”, pese a que en el Ministerio de Justicia levantan voces opuestas, alegando que atenta contra el derecho a la propiedad privada. También quieren multar a la sobrecarga de vehículos, aunque la motocicleta sigue siendo el vehículo de transporte familiar. Pero el paisaje que domina son motos con cinco pasajeros, los niños sin casco, sobrecargadas como hormigas, o que circulan a toda velocidad por las aceras (pobres peatones), los conductores hablando por teléfono, con cascos de juguete, y la mínima presencia, tan urgentemente necesaria, de transporte público.
A través de mis vivencias en Saigón, descubriréis cómo se ha trasformado la sociedad vietnamita desde la postguerra de los 70 hasta el siglo XXI,
Translate
martes, 28 de junio de 2011
lunes, 6 de junio de 2011
TAXI DRIVER, CUANDO LA PRISA MATA
Tomo un taxi. Se incorpora a la circulación sin mirar. Un golpe metálico. Una moto bajo las ruedas. El taxista espera, dubitativo; mira por fin, un poco tarde. ¿Saldrá a comprobar que ha pasado? No tiene prisa. El taxímetro no corre si el coche no circula. Peor para él. Sale y ve como otro hombre ayuda a una mujer a levantarse del suelo. La moto no se ha roto. La mujer tampoco. Ni hola, ni lo siento ni adiós. Seguimos circulando. El claxon no para. El aire acondicionado me agrede. Los pasos de peatones no existen en la mente del conductor. Me temo que los peatones tampoco. Las motos sí, porque obstaculizan el tráfico. Los taxímetros se mueven a diferente ritmo según la compañía y el conductor. Hay que buscar compañías honestas, pero nadie está a salvo. Cuando tengo prisa tomo un Xe Om, un moto-hombre, o literalmente, moto-abrazo. Las moto-taxis son más rápidas que los taxis, porque circulan sobre las aceras, más baratas, más peligrosas. No llevan retrovisores. No miran. Salgo del taxi, congelado. Se me empañan las gafas por la humedad y la abismal diferencia de temperaturas, de la nevera al horno.
La conducción vietnamita refleja su carácter, o su escala de valores. Tú no me importas. No existes en mi mente. No tengo que hacer cola. Tú no estás ahí. Solo yo, yo, yo y después yo. Tal vez sea un estado previo al amor al prójimo. Primero necesito estar colmado para empezar a repartir. Buen principio en un país comunista, al menos en los carteles de propaganda, de diseños tan desfasados como la simbología que los adorna, porque la ideología, en la calle, no existe, o en todo caso, se llama prisa y dinero. En medio de ese mundo que se acelera cada día, de tanto en tanto, una vieja con la cara arrugada como una pasa, con la boca como un monedero de nuestra abuela, un diente arriba y otro abajo, lo justo para cerrarla sin que la abra el viento, bajo un sombrero de paja y vestida de colores intensos, circula en bicicleta, a cámara lenta. Transporta flores o fruta, pero también silencio, paciencia, perseverancia, humildad, y una sonrisa inagotable, la mueca afable del que lo ha comprendido todo o del que cree que no hay nada que comprender, solo vivir, seguir viviendo.
lunes, 23 de mayo de 2011
LA NOCHE Y EL MOVIMIENTO DE LAS FLORES
El mundo de las flores es apasionante. Tal vez lo más sorprendente es como desafían su condición de inmovilidad con toda suerte de acontecimientos móviles. Desde el continuo crecimiento de sus tallos, la apertura de sus pétalos, el balanceo de sus estambres, el vuelo de su polen o la caída progresiva en un opaco estado de marchita languidez cuando alcanzan la madurez y la muerte. Una suerte de bailes diurnos y vespertinos que las hacen merecedoras de nombres encantadores, como los girasoles, los heliotropos o los dondiegos de noche, sin olvidar a las feroces plantas carnívoras.
Me vienen a la mente esas colecciones de féminas tan parecidas y próximas unas a otras como multiplicadas imágenes caleidoscópicas, dispuestas en las entradas de algunos locales, uno junto al otro, que llenan pequeñas plazas secretas, secretos a voces, en el distrito primero de Saigon. En cuanto cae la luz, se encienden los farolillos de seda, linternas ocres y rojas, y aparecen esos cuerpos aniñados en los sórdidos portales, con sus Ao Dai de vivos colores, como preciosos dondiegos nocturnos en medio de la maleza. En cada local exhiben unos tonos distintos, y recuerdan, en su conjunto, a los variados parterres de un romántico jardín inglés. El Ao Dai, el vestido que entallaron los franceses para resaltar la diminuta anatomía de las vietnamitas, ante cuyos cuerpos las francesas de la época debieron ser degradadas al mundo de los equinos. Frente a ellas transitan hombres de ojos semicerrados, por la raza o el alcohol, solitarios o en grupos, profundamente solos, con trajes tan oscuros como sus cabellos, mucho menos precavidos que Ulises ante sus cantos de sirena. Sentadas sobre un taburete alto, con la pierna cruzada, conversan entre ellas descuidadamente, recostadas hacia atrás o flexionadas hacia delante, pero en cuanto advierten la presencia de algún posible cliente reaccionan, solas o en grupo, con movimientos acuáticos, ondulantes y etéreos como las anémonas en un banco de coral, lanzando tentáculos invisibles de perfume y sonido, cantos que exaltan los sentidos y adormecen la voluntad. A ratos, esos moscardones de ojos irritados y miradas encendidas, osadías etílicas, la timidez anestesiada, caen en la trampa de Circe y son engullidos hacia el interior de los locales donde se vende compañía.
lunes, 16 de mayo de 2011
MEN ALONE, FOR MEN ONLY
Si bien las historias sobre mujeres, desde el principio de mi vida en Vietnam, me parecieron curiosas y atractivas, las historias sobre hombres han empezado a llamar mi atención no hace tanto, tal vez por ser más previsibles, tópicas o repetitivas. Y si las primeras las descubrí en la calle por sus rastros de perfumes, movimientos sinuosos de colores vivos, indicios de intenciones, rostros disimulados, perfiles equívocos, todo promesas o esperanzas, las segundas se me muestran en espacios cerrados, evolucionadas en el tiempo, como si hubiésemos abierto el libro por la mitad, más allá de la introducción, adentrados en el nudo, tal vez cerca del desenlace, de relatos de amor con final feliz, o con triste retrogusto, de tramas de redención, o apologéticas con final positivo, o negativo.
Son historias de hombres solos, donde el protagonista se muestra en la etapa de las consecuencias, con sus enfermedades de Afrodita, con frecuencia reincidentes o con sus ansias semiocultas de ver cumplidos, un poco tarde ya, sus más primitivos deseos. Aparecen con sus Evas de larga melena negra, cogidas de la mano, que intentan no convertirse en la mujer de Lot, o me hablan de un Adan desconocido que les atacó la retaguardia la noche anterior, errores de Noe al emparejar colores, edades o sexos, como los de una asistenta de hogar distraída, cuando despareja los calcetines familiares. Unos piden remedios, otros piden refuerzos, pero nadie parece dispuesto a renunciar al placer. Algunos añoran a sus familias, mientras sacrifican cumpleaños infantiles no presenciados, pero la oportunidad de un sueldo de expatriado es demasiado tentadora para renunciar a ella. Viven en habitaciones de hotel, lujosas en objetos, carentes de sonrisas cálidas, rodeados de artificiales protocolos de bienvenida y bufetes de desayuno multinacional. Pisan más pasarelas de avión que avenidas en las calles, entre despachos y relucientes coches choferizados. Otros han abandonado a su familia por una tentación más oscura y se pasean por el Sudeste asiático entre pastillas para el reuma y otras para alargar la erección. Les acompañan Lazarillos hembra, sustituto de hija y mujer a la vez, Lolitas asiáticas, que agradecidas por los regalos, les devuelven un cariño epidérmico, rápidamente devaluable o intercambiable.
A veces los observo en las barras de los restaurantes japoneses, con los palillos en la mano derecha y un comic en la izquierda. Una mujer se acerca y dice suavemente, do you need a girlfriend for tonigth? Son hombres solitarios, hombres solos, con sus historias solo para hombres.
miércoles, 11 de mayo de 2011
LEONES SOBRE RUEDAS
Hace ya mucho tiempo que leí una historia bella y triste, la de un viejo que se hace a la mar con el propósito de pescar un gran pez. Tras muchas penas y privaciones, un día consigue su objetivo y captura un hermoso ejemplar. Pero cuando toma el rumbo a casa, al poco advierte en el agua un hervor, un encrespamiento a lo lejos, el refulgir de los lomos ya más cerca, el chapoteo de las colas junto al barco, la emergencia de aletas grises primero y blancas mandíbulas de afilados dientes después. La sangre corre, el remo golpea hasta que se rompe, el viejo lucha hasta que se agota. La batalla es desigual, el hombre contra la naturaleza, la abundancia contra el hambre, la soledad contra la organización. El regreso a casa es triste. Una victoria agridulce. Cazó al pez, pero no pudo disfrutar más que de su entierro.
Los camiones surcan las carreteras de Vietnam como torpes escarabajos, caravanas multicolores, con sus rugidos, sus estertores, las interminables colas. El camionero es un ser primitivo, solitario, a menudo autónomo, a veces violento. Su instinto le lleva a comer donde se come bien, a dormir donde puede y a evitar los peligros. Pero, como los grandes rebaños que cruzan el Kalahari en los cambios de la estación seca a la húmeda, son conscientes de que su tránsito atraerá a los depredadores.
El depredador aquí no es solitario, caza en grupo. Los trayectos de los camiones son bastante predecibles, y los cazadores, leones del asfalto sobre motos blancas, solo tienen que seguirlos como los balleneros a sus presas. O ni siquiera eso: se llaman unos a otros, y esperan a la caravana en los puntos críticos. Las empresas camioneras saben que los viajes tienen un precio, un coste extra, como siempre ha sido en el mundo del comercio. La cuestión es minimizar las pérdidas, pactar con el jefe de la manada antes del viaje, para que sus leones de pardos uniformes muerdan lo justo y llegado el caso, escolten a los camiones y los protejan de las hienas. Un trayecto de Ho Chi Minh City a Hue cuesta un sobre de más de 100 euros. Nuevamente la batalla es desigual e inútil: el hombre contra la naturaleza del hombre, la abundancia contra el hambre, la soledad contra el delito organizado.
domingo, 10 de abril de 2011
TACONES, TIRABUZONES Y PECES DE COLORES
A medida que va pasando el tiempo de mi estancia en Vietnam, me es siendo dada la oportunidad de observar o tener noticia de múltiples tipos de relaciones humanas machiembradas, que desbordan mi imaginación y alimentan mi curiosidad. Ya desde buen principio, me habían llamado la atención las chicas de los tirabuzones. Blancas de piel, porque suelen llevar existencias vespertinas, trotan más que caminan sobre zapatos charoleados de vertiginosas alturas y pendientes insanas. Pantaloncitos, tan cortos como permitan la imaginación y el buen gusto, porque el clima tropical es proclive, ondulan sobre sus carnes lozanas, flácidas, y escasas, cubiertas por medias fantasía. Pero lo más adorable son los tirabuzones. No se trata de melena ni de pelo cardado; tampoco es una permanente ni son extensiones. Son volutas de seda, bucles de chocolate brillante que caen sobre los hombros descubiertos en un movimiento tan delicioso y desmayado que las fuentes manieristas no llegan a imitar, ni los pintores de la gracia, como Boticelli, Rafael o el Perugino o los oníricos simbolistas no podrían pintar.
Y me pregunto si la complejidad y longitud de sus tirabuzones será proporcional, como las astas de las cornamentas de los grandes ciervos, a la veteranía de las hembras o al número de traiciones o derrotas al que han sometido a sus iguales.
Y si deduzco, tal vez erróneamente, que estas mujeres, que se posan como cisnes negros en las butacas de las terrazas y cafés, y que superan a Eva en su capacidad tentadora y se acercan a la Nefernefernefer de Mika Waltari en su codicia y ambición, no han conocido el amor por precoces o impermeables, más allá de ellas vienen las fibrosas "mujeres de", tal vez pretendiéndose competidoras de las anteriores, que traslucen la tristeza de la soledad, la amargura de la decepción o el rictus de la venganza consumada y repetida.
Las "mujeres de" pueblan las terrazas en horario opuesto a las anteriores. Normalmente por las mañanas, tras aparcar a las criaturas en el colegio, toman zumos con ojos tristes y se lamentan de su suerte junto a su bolso de Luis Vuiton. Su piel es morena y su cuerpo fibroso y tenso por el estrés de la indolencia y las horas de gimnasio. Las noches que sus maridos viajan, tal vez a los brazos de unos tirabuzones en otros países vecinos, ellas salen a bailar, solas o en manada, y en las discotecas se lanzan sobre sus víctimas como los delfines a un banco de arenques. Los hoteles 24/24 que abundan en la ciudad, logran intimidades tan fugaces como el alivio que causan estas relaciones con becarios de embajada, representantes comerciales o profesores de windsurf, por lo general, pescados azules, de carne dura y poca escama.
Y si estas dos especies de bellezas se sienten cómodas en las terrazas, como si fueran los peces de colores de un banco de coral, más allá del arrecife, en pleno mar, otras se mueven continuamente, tiburones de dientes de leche, sentadas en sus motocicletas con un teléfono en el bolsillo, el oficial, y otro en la oreja echando humo, el del pluriempleo. Estas mujercillas se parecen a las de los tirabuzones pero con defectos de fábrica. El pelo no brilla, y se apelmaza bajo el casco de la moto, el carmín de los labios es demasiado violento, los ojos excesivamente rimelizados, y mientras las oigo gritar para reclutar a otras porque el cliente quiere más, echo de menos la apariencia de calma de las anteriores. Estas tirabuzónicas con minúsculas, conducen sus motos peligrosamente mientras acuerdan, en el trayecto hacia un cliente, el encuentro con el siguiente. Como buenas depredadoras, suelen atacar a presas más debilitadas y necesitadas que las especies anteriores, y por ello, lo habitual es verlas acercarse a víctimas de cabellos plateados, albos o ausentes, antes de desaparecer con ellos a gran velocidad.
Más en las profundidades, lejos de la espuma, el ruido y el glamour, en aguas oscuras y poco exploradas, en la arena del fondo de la sima, pasean en silencio, como mantas-raya, todas las divorciadas facultativas, las mujeres cuya pobreza les impide divorciarse, algo que en Europa es, por suerte, ya menos frecuente. En ocasiones suben a la superficie, y como la historia de la sirenita, encuentran a algún marinero naufragado, al que hacen compañía, sabiendo que su cola de pescado imposibilitará un final feliz, y temiendo que su Neptuno doméstico, sobre todo si es vietnamita, pueda infringir una venganza violenta y cruel al marinero o a ambos.
Finalmente, ajenas a lo que ocurre en el mar, o tal vez testimonios impotentes de la lucha por la vida, se sientan en la orilla, en la tranquila arena de la playa, esa colección de mujeres que la suerte o sus decisiones las han convertido en solitarios seres errantes, víctimas de la clepsidra, y miran los reflejos de tirabuzones, carmines o tacones como los rayos del sol en el agua, esperando, looking for someone.
sábado, 9 de abril de 2011
PIÑA Y SANDÍA
Veo los trozos de piña, puntiagudos, fibrosos, ácidos, amarillos, como su fruta toda, con ese penacho de hojas que emergen como espadas desde su cabeza, y en el mismo plato, los cubos de sandía, rojos, dulces, blandos, mullidos, y su fruta, blanda, redonda, pesada, de hojas flácidas e indolentes, y se me aparece el Norte y el Sur de Vietnam, con sus caracteres tan dispares, ambos, el rectángulo rojo y las espículas amarillas, juntos en la bandera que une sus destinos. Y también, aunque a la inversa, las flores amarillas de la suerte por año nuevo en Saigón y las rosadas o rojas en Hanoi, en un delicioso diálogo de colores entre dos realidades cada vez más diluidas, aunque sus acentos sigan delatándoles, y sobre todo, esa forma de los norteños de pronunciar la erre como una zeta, así como otras consonantes, y que les da ese ceceo dulzón que contrasta con la fuerza y sequedad de su dicción de los cinco tonos. Ajena a mis digresiones, mi profesora de vietnamita sigue insistiéndome en la pronunciación.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)