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lunes, 23 de mayo de 2011

LA NOCHE Y EL MOVIMIENTO DE LAS FLORES

           El mundo de las flores es apasionante. Tal vez lo más sorprendente es como desafían su condición de inmovilidad con toda suerte de acontecimientos móviles. Desde el continuo crecimiento de sus tallos, la apertura de sus pétalos, el balanceo de sus estambres, el vuelo de su polen o la caída progresiva en un opaco estado de marchita languidez cuando alcanzan la madurez y la muerte. Una suerte de bailes diurnos y vespertinos que las hacen merecedoras de nombres encantadores, como los girasoles, los heliotropos o los dondiegos de noche, sin olvidar a las feroces plantas carnívoras.
Me vienen a la mente esas colecciones de féminas tan parecidas y próximas unas a otras como multiplicadas imágenes caleidoscópicas, dispuestas en las entradas de algunos locales, uno junto al otro, que llenan pequeñas plazas secretas, secretos a voces, en el distrito primero de Saigon. En cuanto cae la luz, se encienden los farolillos de seda, linternas ocres y rojas, y aparecen esos cuerpos aniñados en los sórdidos portales, con sus Ao Dai de vivos colores, como preciosos dondiegos nocturnos en medio de la maleza. En cada local exhiben unos tonos distintos, y recuerdan, en su conjunto, a los variados parterres de un romántico jardín inglés. El Ao Dai, el vestido que entallaron los franceses para resaltar la diminuta anatomía de las vietnamitas, ante cuyos cuerpos las francesas de la época debieron ser degradadas al mundo de los equinos. Frente a ellas transitan hombres de ojos semicerrados, por la raza o el alcohol, solitarios o en grupos, profundamente solos, con trajes tan oscuros como sus cabellos, mucho menos precavidos que Ulises ante sus cantos de sirena. Sentadas sobre un taburete alto, con la pierna cruzada, conversan entre ellas descuidadamente, recostadas hacia atrás o flexionadas hacia delante, pero en cuanto advierten la presencia de algún posible cliente reaccionan, solas o en grupo, con movimientos acuáticos, ondulantes y etéreos como las anémonas en un banco de coral, lanzando tentáculos invisibles de perfume y sonido, cantos que exaltan los sentidos y adormecen la voluntad. A ratos, esos moscardones de ojos irritados y miradas encendidas, osadías etílicas, la timidez anestesiada, caen en la trampa de Circe y son engullidos hacia el interior de los locales donde se vende compañía.


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