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lunes, 19 de agosto de 2019

QUE VUELVAN LAS POSTALES

Las postales llegaban entre el correo como una nota de color; a veces descoloridas o arrugadas o con la tinta corrida si habían sido escritas con pluma. Eran palabras amigas, una oportunidad de saludar a alguien que queremos cuando conseguimos una vez o dos al año escapar de ese rígido tirano que es la rutina. Vivir rutinizado es cómodo, es eficiente, incluso necesario, sobre todo cuando tenemos hijos, pero deja pocos espacios para lo que se sale del programa habitual. Ahí las postales ayudaban a enviar, a veces a cruzar, unas pocas palabras de recuerdo, simiente de un futuro encuentro para ponerse al día. Eran mensajes individuales, dirigidos a cada uno de los que deseábamos saludar. Tenían el rito de la carta: papel, bolígrafo, sello y buzón y, lo más importante, la espera.

En las paredes de los despachos, de los consultorios médicos, en las puertas de las neveras o por un tiempo encima de los pianos o junto a una lámpara de una mesa auxiliar o en la mesita de noche junto a la cama, ahí estaban esas postales, ventanitas abiertas al mundo, sorpresas exóticas junto a nuestra cotidianeidad, imágenes compartidas y celebradas o envidiadas por los compañeros de trabajo, que como el calendario de adviento, escondían bajo la foto un pequeño regalo: unas palabras de recuerdo, una frase cómplice, una cita erudita, una invitación a la aventura.

Hoy las hemos sustituido por imágenes de Instagram, inmediatas, sin palabras o casi, un solo envío multidestinatario, sólo para nuestros teléfonos a menos que las enviemos de nuevo a otros. En lugar de una imagen de papel que trata de sintetizar todo un viaje, enviamos diez, cincuenta vistas, algunas muy artísticas. Es el triunfo de farenheit 451. El Torquemada de la película de Kubrick se sentiría orgulloso de los tiempos que corren. ¿Palabras? Para qué. Una imagen vale más que mil palabras. ¿Lo vale? No estoy tan seguro.

Después de un veraneo italiano rodeado de chinos con su turismo depredador de horda y de “tick in the box”, de imágenes de Instagram, colas antes de apertura en las puertas de los restaurantes recomendados en las webs de los aficionados a guías turísticos, ofertas de “fast track” incluso para entrar en una iglesia (nada menos que San Pedro del Vaticano), me queda un regusto amargo de mundo perdido, acentuado por la lectura de Peregrinos de la Belleza, de Maria Belmonte, una selección de vidas auténticas de hace menos de cien años, testigos ya, entre guerras mundiales, de la progresiva vulgarización, es decir, accesibilidad al vulgo, que da lugar a convertir lo poético y lo sublime en productos de consumo de masas.

Rezo por un regreso a las postales, al disfrute de la belleza particular e íntimo, solo compartido con algunos pocos y a través de unas palabras personalizadas, con nombre, apellido y dirección postal. Rezo por algo que ya no existe.  


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