Las
postales llegaban entre el correo como una nota de color; a veces descoloridas
o arrugadas o con la tinta corrida si habían sido escritas con pluma. Eran palabras
amigas, una oportunidad de saludar a alguien que queremos cuando conseguimos
una vez o dos al año escapar de ese rígido tirano que es la rutina. Vivir rutinizado
es cómodo, es eficiente, incluso necesario, sobre todo cuando tenemos hijos,
pero deja pocos espacios para lo que se sale del programa habitual. Ahí las
postales ayudaban a enviar, a veces a cruzar, unas pocas palabras de recuerdo,
simiente de un futuro encuentro para ponerse al día. Eran mensajes
individuales, dirigidos a cada uno de los que deseábamos saludar. Tenían el
rito de la carta: papel, bolígrafo, sello y buzón y, lo más importante, la
espera.
En
las paredes de los despachos, de los consultorios médicos, en las puertas de
las neveras o por un tiempo encima de los pianos o junto a una lámpara de una
mesa auxiliar o en la mesita de noche junto a la cama, ahí estaban esas
postales, ventanitas abiertas al mundo, sorpresas exóticas junto a nuestra
cotidianeidad, imágenes compartidas y celebradas o envidiadas por los
compañeros de trabajo, que como el calendario de adviento, escondían bajo la
foto un pequeño regalo: unas palabras de recuerdo, una frase cómplice, una cita
erudita, una invitación a la aventura.
Hoy
las hemos sustituido por imágenes de Instagram, inmediatas, sin palabras o
casi, un solo envío multidestinatario, sólo para nuestros teléfonos a menos que
las enviemos de nuevo a otros. En lugar de una imagen de papel que trata de
sintetizar todo un viaje, enviamos diez, cincuenta vistas, algunas muy
artísticas. Es el triunfo de farenheit 451. El Torquemada de la película de
Kubrick se sentiría orgulloso de los tiempos que corren. ¿Palabras? Para qué.
Una imagen vale más que mil palabras. ¿Lo vale? No estoy tan seguro.
Después
de un veraneo italiano rodeado de chinos con su turismo depredador de horda y de
“tick in the box”, de imágenes de Instagram, colas antes de apertura en las
puertas de los restaurantes recomendados en las webs de los aficionados a guías
turísticos, ofertas de “fast track” incluso para entrar en una iglesia (nada
menos que San Pedro del Vaticano), me queda un regusto amargo de mundo perdido,
acentuado por la lectura de Peregrinos de la Belleza, de Maria Belmonte,
una selección de vidas auténticas de hace menos de cien años, testigos ya,
entre guerras mundiales, de la progresiva vulgarización, es decir,
accesibilidad al vulgo, que da lugar a convertir lo poético y lo sublime en
productos de consumo de masas.