Cené en Hanoi en el restaurante Marrakech de To
Ngoc Van, un oasis de sabor mediterráneo en el país de Nuoc Mam y el ajinomoto
(glutamato monosódico). La comida, taktouka de berenjena y sésamo, taijin de
pollo con aceitunas, cebolleta y corteza de limón, deliciosas, como siempre. El
dueño, un marroquí cocoliso con cara de eunuco de harén, quizás impulsado por
la opinión de los ulemas neoortodoxos locales, había decidido dejar de vender
alcohol. No pasa nada. Pero lo peor llegó cuando me dijo que pensaba
reconvertir el restaurante para grandes convenciones. Me imaginé el lugar, por
costumbre tranquilo, repleto de aglomeraciones de infieles con sus cánticos y
perfumes dulzones. Eso, el calor y el cansancio del día, junto con que mis amigos
fallaron a su cita conmigo, me sumieron en un estado triste e irritable.
Que nada es
para siempre es algo que nos repetimos con frecuencia, pero sin demasiado
convencimiento. Un conjunto de palabras que resume el tanmateix mallorquín, una expresión de fatalidad ante los
contratiempos de la vida. Con ella se pone punto y final en un segundo a
cualquier hecho tan desgraciado como inevitable. Pasamos con prisa ante la idea
de la pérdida porque no nos gusta. Duelo viene de dos palabras latinas, duellum para significar confrontación o
guerra, dolus para decir dolor o
aflicción. Pero no solo nos afligimos por la muerte de alguien. En realidad
vivir entraña perder, perder para ganar, dejar y cambiar para crecer, para
aprender, para conocer. Dejamos nuestra niñez, nuestro colegio, nuestro hogar,
nuestra patria, nuestros viejos amigos. Dejamos la vida mientras la vivimos.
Esperaba verte pero no pudiste ir a la cita. Este
verano no iré a la costa. Mis padres me han cambiado de colegio. Ya no fabrican
mi juguete favorito. Y así se suceden miles de pequeñas pérdidas. Cambié de
teléfono y perdí las direcciones y teléfonos. Cuántos nombres se lleva un error
informático de nuestros archivos. A muchos de ellos no los echaremos de menos,
son como viejas fotografías que nos recuerdan con cierto desagrado a amigos que
nos dejaron, novias de juventud, vecinos pesados, colegas indeseables.
Vivir en Vietnam me acrecienta ese sentimiento de
querencia melancólica y pérdida resignada. Si en algún lugar todo cambia, sin duda es en
Vietnam. Los restaurantes y locales abren y cierran en meses, algunos de hecho,
no llegan a abrir nunca. La obra se detiene a medias y poco más tarde la echa
abajo otro proyecto. En el año nuevo lunar, el Tet de cada año, miles de
locales cambian de manos. Pero no solo eso. Es la variabilidad lo más agotador,
la imposibilidad de prever que lo que sucedió ayer de un modo determinado, hoy
o mañana sea igual. Es particularmente evidente en la calidad de los platos de
los restaurantes, o en el modo de trabajar de un subordinado. La noche parece
borrar la experiencia de los que me rodean, y amanecen con el cerebro liso, la
memoria borrada, la sonrisa excusatoria. Un fenómeno ideal para mantenerse
arriba en un país que se llama socialista y usa por igual banderas rojas con
estrella, hoz y martillo, donde nada es social ni solidario.
Por ello me refugio en los sabores, en los olores
del Meditarreaneo, me refugio en una burbuja de melancolía organoléptica. Por
eso me resulta insoportable que el Marrakech cambie. Tanmateix.
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