Los gallos cantan y me recuerdan que está
amaneciendo. A fuerza de escucharlos empiezo a distinguir sus voces, sus
aptitudes y habilidades para el arte. Unos capaces de prolongar la última nota
hasta el infinito, como un mariachi. Otros graves y secos como la última frase
del pregón de fiesta mayor. Aquél es un soprano, el otro un tenor. El de ayer
rompió su voz como Villazón. Pero todos, de una forma u otra, son imitadores de
las notas del "destino llama a la puerta" de Beethoven. Si se presta la
atención debida a las notas de la quinta sinfonía y al canto del gallo, uno
capta una similitud bastante curiosa en esa repetición de la primera nota para
después descender como un repicar de nudillos en una vieja puerta. Cuán solo
debe encontrarse el que no oye, aunque no es menos sordo el que no escucha. Con
el arte de escuchar se nutren ambos, el escuchado se siente compartido y el
oyente tiene la oportunidad de ampliar su pequeño mundo.
Hace años
descubrí en mi soledad que cenar en compañía sienta mucho mejor que hacerlo
solo. En mi etapa de estancias en Hanoi tuve la fortuna de compartir momentos
con amigos que generosamente me acompañaron en mis ratos libres. Fue durante el
estudio de la pediatría cuando conocí el síndrome de la falta de medro, típico
de los orfanatos, y que si uno pudiera creer que es debido a lo exiguo de las
raciones, que también, en realidad va más en referencia a la falta de amor, de
cariño, o de contacto. Y aunque necesito a menudo la soledad para satisfacer
mis necesidades creativas, no soy libre de la necesidad de relacionarme, de
escuchar a otros, de ser escuchado. Y por eso me cautivan y a veces envidio, a
esos seres solitarios que parecen llevar la música dentro, que se concentran en
sus pequeños ritos y navegan por el río de la vida como una hoja que mucho
tiempo antes, en algún lugar remoto, abandonó su rama y cayó al agua.
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