Quizás el color que todo el mundo asocia a Vietnam es el verde, el de las selvas del centro, los arrozales del norte o los uniformes del Viet Cong que vieron en las películas de la guerra. Pero Vietnam es un país colorista. Por algo escogió el loto rosa, y no el blanco, como flor nacional. Los vestidos de las mujeres de las tribus, muchas de las 54 etnias del país, mezclan la austeridad del traje de trapo azul índigo con los chillones arcoiris de sus cintos, collares y turbantes. La comida vietnamita es una sinfonía de tonos y sabores. Las pinturas en sus paredes, las que se alejan del arte militar, representan con lacas brillantes grullas, garzas o cisnes, flores de cerezo o de manzano. Incluso los anticuados diseños de propaganda oficial combinan una paleta atrevida de colores planos en una mezcla paradójica de mensaje sobrio, rebosante de compromiso y desafío, con una iconografía rudimentaria, casi infantil. Los Ao Dai, resiguen las líneas de los cuerpos femeninos como una segunda piel, y los visten de brillos deslumbrantes en sus bodas. La navidad tiene el cromatismo que a todos nos es familiar, si bien la nieve se simula con porexpan y los cielos estrellados de los belenes, a las puertas de las casas en los pueblos de carretera, se crean con sábanas pintadas. Llega después la primera luna nueva, a finales de enero o principios de febrero, el Tet, la gran fiesta del amarillo en el sur y el rosado en el norte, cuando el país se detiene unos días, los regalos circulan en sobres de dinero, se asan patos, tocinos y huevos de oca.
Pero tal vez la fiesta de colores más mágica sea el Tet Trung Thu, la luna llena de otoño, que se celebra entre finales de agosto y mediados de septiembre, (el quinceavo día del octavo mes lunar) por ser la fiesta de los niños, y también la de agradecimiento al final de la cosecha, es decir, que equivaldría en el Mediterráneo, a los fuegos de San Juan. Durante el Tet Trung Thu, en la calle Hang Ma de Hanoi, los tenderos disponen sus paradas de juguetes, tambores, máscaras de unicornios, barcos de hojalata de vapor, estrellas de celofán, linternas de papel verde, amarillo, rojo, violeta, naranja, que se repiten mientras en todo el país venden los pastelillos de la luna de medio otoño, con las marchas favoritas, Nhiu Lan, Kin Do, y las demás. Pasteles de harina, semillas, jengibre, carne curada y huevos. Resulta especialmente bello el pastelillo (puede pesar hasta 350 gr) con dos yemas dentro, que al cortarlo te miran como los ojos de un dragón. Unos son redondos y los otros cuadrados, y simbolizan el cielo y la tierra según una antigua creencia. Esa repostería compacta, que obliga a la postergación o a compartir (imposible acabarse uno de una sola vez), me recuerda, de lejos, a la impresión que me causó toda la panadería mallorquina, y descubro con sorpresa que no es la primera vez que Vietnam me recuerda a Mallorca, y a la vez, cuánto la echo de menos. Las panadas, los cocarrois, los roviols, los cremadillos, buñols de quaresma, los quartos embetumats, el pan negro o las clásicas ensaimadas.
Mientras, en Hanoi la gente se queja porque los precios de los juguetes se multiplican por diez o por veinte de un año a otro, sin percibir que cada vez son menos lo artesanos, y que lo que no compren en esta ocasión, quizás dentro de tres años solo lo vean en un museo.