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jueves, 16 de diciembre de 2010

Espuma de mar con Lima

Siempre me han fascinado los mundos en miniatura. Desde que de niño escuchaba las caracolas e imaginaba en su interior vientos desatados sobre mares embravecidos. La Lima con soda que tomo frente al mar de Vietnam, en este autosecuestro a la isla de Circe que estoy viviendo desde hace unos meses, una vida rodeada de mujeres de toda edad y jerarquía, cuidadoras, esposa, hijas y suegra, esa bebida debería llamarse espuma de mar con Lima.
   Con qué tarlatana de gasas y tul viste la espuma la superficie de la copa. El cristal se cubre de puntillas, como si fuera la protagonista de una boda. Y allí abajo queda ese sol iridiscente, verde y ácido, el disco de Lima, una rueda de carro cítrica, un reloj esférico sin agujas capaz de testimoniar en pocos segundos como su gloria en la superficie de las olas se desploma al ya seco fondo del vaso. Y entonces solo queda, al igual que en las playas de invierno tras un día de tormenta, ese olor fresco e intenso, que como todos los olores, llaves de Pandora, tienen la secreta arma, el poderoso don de penetrar en lo más primitivo de nuestro cerebro y hacer vívidos, con una magia especial, los más recónditos espacios de nuestra memoria.

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