Tras un mes de cielos grises, lluvias torrenciales diarias,
vientos desapacibles o un calor pegajoso y asfixiante, amanece el dos de
septiembre, día nacional de Vietnam, con un cielo azul celeste, brillante,
surcado por dos cirros largos, como las estelas que dejan los aviones y que me
encantaba mirar en la infancia.
Luz de septiembre para un día nacional, banderas rojas por
las avenidas y callejas, nadie en las calles. Taxis y autobuses también con los
banderines, todos vacíos, sus potenciales ocupantes duermen.
El espíritu nacional me resulta ajeno, una farsa. Soy tan
insensible al mismo como al fenómeno del futbol. Lo digo sin orgullo, no me
regodeo. Incluso con cierta pena, o angustia. Soy un outsider, incapaz de
participar de estos rituales de grupo, de pertenencia a algo. El desafío
adolescente, hacer frente a la alteridad sin morirse de miedo se disuelve en
las pandillas, los clubes o los partidos. Aceptar que somos uno, que estamos
solos, respiramos solos, dormimos solos; la soledad, algo de lo que con
frecuencia huimos. ¿Pensamos solos? Participar de, imitar, seguir el
pensamiento de otros nos libera de enfrentarnos a la tarea de pensar por
nosotros mismos, de equivocarnos o arriesgarnos a cometer errores solos.
Revisar la vida, escribir memorias, es revisitar lugares y
escenas pasadas, no ya como protagonista, sino como espectador. Ser espectador
de uno mismo les sucede a los actores de cine, a los pintores, a los cantantes
cuando oyen su música, a los gobernantes cuando los medios les devuelven sus
palabras. A veces causa orgullo, muchas otras, miedo o vergüenza. En cualquier
caso es un ejercicio recomendable.
Si reviso mi estancia en Vietnam, hace tres años, me afecta
un sentimiento de culpa, de deuda con la vida. Desde mi llegada no he dejado de
gozar de oportunidades, y a grandes rasgos, en lo grande y en lo pequeño, mi
vida que ya no es solo la mía, también la de mi mujer y mis hijas, ha sido
afortunada. No me siento culpable por ser afortunado, sino por un recidivante
cabreo con mis conciudadanos vietnamitas. Hace poco, otro catalán me hizo ver
que no somos mejores que ellos, simplemente son diferentes. Hay en la ira una
dosis importante de soberbia, de creerte mejor que el otro, de falsa
expectativa de que tú habrías hecho el mundo mejor que Dios. Y una evidente
falta de sentido del humor, de ironía. Lo reconozco.
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