Ayer llovió otra
vez, y se levantó un viento furioso, y refrescó la ciudad, y Saigón ya no era Saigón sino
cualquier ciudad de España en agosto, cuando tras la primera tormenta veraniega, deja de hacer calor por
un día. Una llovizna arremolinada nos empujaba a unos hacia otros en lo alto de
un sky bar, en la azotea de un moderno edificio con luces de colores y carteles
parpadeantes como luciérnagas monstruosas. Y también ellas, las princesas vespertinas, se arremolinaban
entre las sombras en torno a botellas de vinos italianos o chilenos, o de Vodka
con bombillas en su interior.
Las señoras L y N celebraban
el regreso de un viaje por la Riviera francesa pasando por Estambul, copa en
mano, sonrisas entre labios carmines y pestañas falsas. La ex-señora M estrenaba un
vestido Marilín Monroe edulcorado con un perfume sofisticado, la melena corta
alisada y modelada a lo egipcio, lejos de la tradicional cola de caballo que
cuelga peligrosamente hacia las ruedas de las bicicletas de las estudiantes de
pueblo, con sus Ao dais blancos. Los mesados de cabello con la cabeza inclinada hacia un hombro desnudo, la perfecta caída de párpados, y su maestría en el
lenguaje no verbal, no pudieron disimular la dureza de su voz, grave y enérgica
como un hierro oxidado, con acento del norte, de alguien que ha sufrido y curado
sus cicatrices con sal.
Llámame Moon, dijo
una que enseñaba el ombligo de un vientre sin mácula, un cuerpo diseñado por la
sensualidad. Entonces escuché una ovación femenina a mi derecha, pues la ex-señora P acababa unirse
al grupo y retirado el chal que cubría sus hombros y mostraba en gracioso gesto
el mayor escote que he visto en mi vida. Las vietnamitas no tienen pechos
ni glúteos, pero espaldas... las más largas y estilizadas de Asia. Pese a su reducida estatura, la columna de P
era infinita, un continuo de seda, morena de raza, desde el cuello hasta mucho
más allá de la cintura, coronada por una carita de porcelana, blanqueada con
sangre de doncella o leche de burra, o con cualquier otro milagro de la
cosmética tailandesa.
Entonces llegó la señorita K,
que miraba a la multitud con sus ojos bizantinos, casi bizcos, con aire de
acabar de despertarse, y a la vez con la quieta tensión de una garza real, allí
en sus alturas, ya de por sí humillantes para las enanas vietnamitas y que remataba
con unos tacones tan o más poderosos que los de sus frustradas competidoras. K
tiene el poder de ver a través de uno, de sonreírte a ti mientras busca a otro
más interesante, y así se fue en busca de su habitual copa de proseco, ceñida
en unos pitillos negros, con curvas de pantera, sin despedirse.
La lluvia no cedía y
el flujo de cuerpos y conversaciones siguió el camino del agua, escaleras
abajo, hacia una sala de oscuridad casi impenetrable y música machacona y
ensordecedora. Un espacio para bailar y tocar, o bailar y beber. En el lugar,
como es habitual en Saigón, más camareros y seguratas que clientes. Los
primeros servían y rellenaban los vasos con agilidad de croupier en las mesas con botellas reservadas, y luego los hacían desaparecer entre sus manos con prestidigitación. Los segundos, más fornidos, vigilaban con amabilidad férrea, que no hubiera contacto entre los libadores de las
distintas mesas, para evitar flechazos entre capuletos y montescos y los
consiguientes baños de sangre.
Me despierto con el
mazazo occipital de unas copas de más y contemplo el cada vez más aserrado
horizonte de Saigón. Megaconstrucciones por doquier. Grúas y martillos neumáticos,
hormigoneras y bocinas. El día vuelve
y el viento se lleva la lluvia y las sedas y penumbras, y algún susurro confuso.
Solo en algún instante, sin saber exactamente de dónde, regresa ese perfume
sofisticado, el de la melena egipcia, como al despertar de un sueño.
Por desgracia sufro el mal de los Karamazov, me pierde la sensualidad.
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