Cuando era niño, al aproximarse las navidades, sonaba un
anuncio en televisión que siempre me emocionaba por su música y la pequeña
historia que narraba. Era de Turrones El Almendro. La música o jingle, insistía
en el mensaje vuelve a casa, vuelve por navidad. Por alguna razón, la dulzura
de la voz de la mujer que entonaba la melodía, o el amor que profesaban los
canosos padres a un estudiante abrigado con pelliza con cuello de piel de
borrego, aquel anuncio me confortaba y hacía sentir un placer agridulce, quizás
cierta envidia. Con la perspectiva del tiempo y el espacio, no sé todavía si lo
que envidiaba era el amor familiar visualizado como espectador (de algún modo,
digiero o asimilo mejor lo que experimento como espectador que lo que vivo como
protagonista) o la ilusión de regresar de algún lugar lejano, tras un periodo
de abstinencia de relación paterno-filial.
Era la época de la publicidad en TV y periódicos de papel y
de pago, antes de internet y los spam y los smartphones, y el viber, wasap, skype,
Facebook, google y demás medios para bombardear información. La época en que
viajar en avión era caro, casi un lujo, y podías llevar líquidos a bordo, y
solo te pedían el pasaporte en el control de policía, y en España, en los
vuelos locales, podías utilizar el billete a nombre de otra persona.
La crisis, que ha nublado el sol al que muchos españoles
han bailado como en la fábula de la cigarra, gastando o invirtiendo con poca
precaución, ha empujado a millares a salir del país, a emigrar a destinos de lo
más variado, con planes en muchas ocasiones poco definidos.
En Saigón van apareciendo españoles con mayor o menor
solidez, con propósitos por definir o claramente delimitados, con gran o muy
poca fortuna. Unos se van al poco tiempo, meses a lo sumo, otros se quedarán
para siempre. Los hay que reniegan de la vuelta a casa, que ya no sienten apego
a su tierra, pero son minoría. Los demás volvemos cuando podemos, y más veces
volveríamos si las circunstancias lo permitieran.
Entre los emigrantes con que me relaciono, coincidimos en
algunas cosas. Nos gusta la vida en nuestra antigua tierra, pero nos va mejor
en la nueva. Somos considerados gente rara entre los que nos rodearon antes,
pioneros de pequeña escala, que supimos romper con la inercia de seguir donde
todos coincidíamos en que había que irse, y sin embargo la mayoría de aquellos
sigue allí. Yo admiro a los que se quedaron, por su tenacidad, por la fidelidad
a sus circunstancias, y les agradezco que a día de hoy, sean el nexo con mi
vida anterior, el soporte de mis familiares que no me siguieron, las caras que
se alegran cada vez que vuelvo. Otras veces deseo que ellos también hubieran
escogido marcharse, arriesgar un presente inaceptable por un futuro indefinido.
Pero así son las cosas.
También coincidimos en que por muchos años que pasamos
fuera, seguimos siendo de allí, de nuestros pueblos, y que algún día
regresaremos a bañarnos en el mar, a comer sardinas a la plancha, a caminar por
los bosques de nuestras montañas, a pasear por las avenidas de nuestra ciudad,
acompañados de nuestros viejos amigos (y amigos viejos) y familiares, los que
queden, que siempre se alegran cuando volvemos, aunque no sea por navidad.
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