Esta mañana he
llorado al leer unas páginas de Mauricio Wiesenthal. “Libro de réquiems” no
parece un título para leer en una mañana de primavera, aunque no le va mal a la
reciente semana santa, y yo siempre he sido de gustos raros. Llorar de emoción
es un regalo en países como Vietnam o Japón donde las emociones se esconden
detrás de lágrimas secas, de cóleras mudas, de cortesía anestésica, de mentiras.
Un día alguien explota y grita y rompe y blande un cuchillo o se tira por un
balcón. Es lo que tiene reprimir la emoción, que sube la presión en la cabeza y
en el corazón hasta que estalla. Son pocos los libros que me han hecho llorar,
y en general siempre por lo mismo, por la manifestación de la belleza o la
generosidad, por la descripción de la vida sencilla y el trabajo bien hecho,
por el culto al detalle, ajeno a la turbulencia de la moda.
Las modas
mandan, y con las redes sociales no se hace más que magnificar sus efectos. El
deslumbramiento por exceso de información, la intensidad del impacto mediático,
la magnitud del reclutamiento hacia una idea o fenómeno social, ocultan hechos
más reducidos, privados, singulares, que no tienen, y acaso no buscan, la
popularidad. El libro de Wiesenthal comenzó como una piedra lanzada a un lago y
ha ido propagándose de boca a oreja. Recuerdo otro libro que me emocionó por su
belleza y espiritualidad, “La historia de San Michele”, de Axel Munthe, una
obra que se ha perdido por esta política de las editoriales monopolistas del
culto a las novedades.
Hoy en día los
hombres lloran. Mi amigo Ángel lloró al verse casado por el rito budista con
una joven y tradicional vietnamita. Por un día cambió su ira perpetua de
idealista y comunista convencido (de ahí la ira) por lágrimas de emoción. La
lágrima disuelve la ira, lo decían los chinos.
En este lugar
y momento que me toca vivir, donde la belleza se confunde con el lujo, y el
valor con el precio, echo de menos el culto a lo sencillo, la belleza efímera
de la luz, de las flores en los árboles, como el sakura de Japón, o los
almendros de los valles del Jerte o de Mallorca, echo de menos el silencio, la
quietud, la paciencia. Saigón respira movimiento, riesgo, ruido, cambio. El
lujo se exhibe con mal gusto, y se amontona junto a la pobreza y la
indiferencia. Y su gente no llora, al contrario, sonríe, unas veces por
inocencia, otras es mentira. Yo solo espero, bajo un sol a 36 grados, a que el
cielo llore conmigo, y empiece de una vez, la estación de las lluvias.
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