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viernes, 25 de abril de 2014

HACER LLORAR



Esta mañana he llorado al leer unas páginas de Mauricio Wiesenthal. “Libro de réquiems” no parece un título para leer en una mañana de primavera, aunque no le va mal a la reciente semana santa, y yo siempre he sido de gustos raros. Llorar de emoción es un regalo en países como Vietnam o Japón donde las emociones se esconden detrás de lágrimas secas, de cóleras mudas, de cortesía anestésica, de mentiras. Un día alguien explota y grita y rompe y blande un cuchillo o se tira por un balcón. Es lo que tiene reprimir la emoción, que sube la presión en la cabeza y en el corazón hasta que estalla. Son pocos los libros que me han hecho llorar, y en general siempre por lo mismo, por la manifestación de la belleza o la generosidad, por la descripción de la vida sencilla y el trabajo bien hecho, por el culto al detalle, ajeno a la turbulencia de la moda.

Las modas mandan, y con las redes sociales no se hace más que magnificar sus efectos. El deslumbramiento por exceso de información, la intensidad del impacto mediático, la magnitud del reclutamiento hacia una idea o fenómeno social, ocultan hechos más reducidos, privados, singulares, que no tienen, y acaso no buscan, la popularidad. El libro de Wiesenthal comenzó como una piedra lanzada a un lago y ha ido propagándose de boca a oreja. Recuerdo otro libro que me emocionó por su belleza y espiritualidad, “La historia de San Michele”, de Axel Munthe, una obra que se ha perdido por esta política de las editoriales monopolistas del culto a las novedades.

Hoy en día los hombres lloran. Mi amigo Ángel lloró al verse casado por el rito budista con una joven y tradicional vietnamita. Por un día cambió su ira perpetua de idealista y comunista convencido (de ahí la ira) por lágrimas de emoción. La lágrima disuelve la ira, lo decían los chinos.


En este lugar y momento que me toca vivir, donde la belleza se confunde con el lujo, y el valor con el precio, echo de menos el culto a lo sencillo, la belleza efímera de la luz, de las flores en los árboles, como el sakura de Japón, o los almendros de los valles del Jerte o de Mallorca, echo de menos el silencio, la quietud, la paciencia. Saigón respira movimiento, riesgo, ruido, cambio. El lujo se exhibe con mal gusto, y se amontona junto a la pobreza y la indiferencia. Y su gente no llora, al contrario, sonríe, unas veces por inocencia, otras es mentira. Yo solo espero, bajo un sol a 36 grados, a que el cielo llore conmigo, y empiece de una vez, la estación de las lluvias. 




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