Solo quien vive o ha vivido en Saigón, puede comprender y corroborar que
la sexualidad está en todas partes, que cala y amenaza con corroer la moral más
recta, igual que la humedad y el calor disuelven la voluntad y los propósitos
en una ciudad que vive en verano perpetuo. Ya sea en la época de lluvia o de
sequía, las piernas asoman de pantalones cortos, los hombros se lucen
descubiertos, los ojos con pestañas postizas. No es baladí decir que en Saigón
nada es lo que parece, y con frecuencia el sexo pregonado no corresponde ni
satisface lo esperado. En esos casos, el enardecimiento conseguido en un cortejo
acertado, o el derecho obtenido de un precio pagado, acaban en escarceos
presurosos, temerosos e inexpertos.
Saigón es una ciudad de paso en la que algunos se quedan para siempre,
unos porque enamoran, otros porque se mueren. Saigón es ciudad de despedidas,
de mudanzas, de fiestas de bienvenida, de continuo abrir y cerrar puertas,
piernas y nuevos locales. El cambio es perpetuo, nada es previsible o duradero,
y el tesón sufre el continuo embate de la desidia y la decepción. Unos crean
matrimonios acelerados, otros los destruyen nada más llegar. Los padres son
segundos padres, las mujeres segundas mujeres, los hijos, segundas generaciones
de hijos que tienen, en otros países, segundos hermanos a los que no conocen. Y
entre los que se quedan en el mal llamado tercer mundo, transitan los hijos de
la tercera cultura, que viven en un mundo ajeno al de sus padres, y son Ulises
durante toda su infancia, y anhelan una Ítaca, pero ignoran cuál.
Y mientras, en paralelo, en Saigón persiste un modelo social paradójico, ultraconservador y ultraliberal, pero a diferencia de Estambul, donde el puente del Galata y el cuerno de oro separan a los siglos diecinueve y veintiuno, aquí están confundidos, y en las calles y los hem (callejones) se enredan acentos y tradiciones, y es la riqueza, el principal bisturí que separa a los que medran de los que sobreviven, y los afortunados se esfuerzan, mediante la ostentación, en demostrar a los desfavorecidos a dónde han llegado y dónde están.
Y mientras, en paralelo, en Saigón persiste un modelo social paradójico, ultraconservador y ultraliberal, pero a diferencia de Estambul, donde el puente del Galata y el cuerno de oro separan a los siglos diecinueve y veintiuno, aquí están confundidos, y en las calles y los hem (callejones) se enredan acentos y tradiciones, y es la riqueza, el principal bisturí que separa a los que medran de los que sobreviven, y los afortunados se esfuerzan, mediante la ostentación, en demostrar a los desfavorecidos a dónde han llegado y dónde están.
Algunos hechos narrados en esta novela, la quinta que he escrito, pueden recordar a los lectores pasajes de
sus vidas o de las de sus conocidos. Quiero aclarar que los personajes, sus
nombres y las situaciones que ocurren en el relato no son reales. Solo Saigón
es real.
Esta es la introducción a la novela OPEN THE DOOR AND CALL ME SUMMER, que pronto verá la luz, en internet si no hay suerte, y en papel, si alguna editorial tradicional le apetece arriesgarse. Poco probable con los tiempos que corren, donde solo las vacas sagradas pasan por las imprentas. Pero ya veremos.
En esta novela efectúo una descripción minuciosa, próxima a la disección de un entomólogo, de las entrañas de las relaciones humanas. Como testigo de excepción que soy, desde mi propia consulta de médico de la comunidad internacional que reside o transita por Saigón, cuento una historia de ficción llena de referencias reales. En la primera parte, un triángulo, dos amigos, una mujer entre ellos, no siempre la misma. Más tarde, en la segunda parte, la relación entre la riqueza y la oportunidad, una historia de amor imposible entre la dama y el vagabundo. En la tercera y última parte los mundos se cruzan, Oriente y Occidente, la realidad y el ensueño, la ilusión y la decepción, y las tramas se cierran, unas dentro de otras, con mayor o menor fortuna para sus protagonistas.
Pronto habrá más noticias.
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