Cada
amanecer en Saigón me sorprendo ante la inmensidad de pequeños rectángulos de
colores que se extiende hasta donde pierdo la visión, allí en un horizonte
húmedo, brumoso, todavía aturdido por los ecos inverosímiles que cada noche
rompen mi sueño (gente cargando vigas de metal en un camión a las tres de la
mañana, cortejos fúnebres con trompetas y tambores a las cinco, música
retumbante en el piso de arriba noches enteras) y saludado por los murmullos
sordos del nuevo día, los del millón o más aún, de motos que inundan la avenida
de Nguyen Huu Canh, la arteria que enfila el corazón del distrito uno, el más
caro de Saigón, con la ruta hacia el norte, hacia Hanoi, la ciudad de los
vencedores, que bajaron al sur y arrambaron con todo, millonarios de
oportunidad.
Desde
una altura 29, el horizonte sigue al mismo nivel, pero lo que se observa es
distinto. Además de la visión frontal o vertical hacia la altura, tienes la
visión hacia abajo, y puedes ver lo pequeños que somos los humanos, tanto más
prepotentes cuanto más insignificantes.
Hoy
es domingo y he disfrutado de leer LA VANGUARDIA, como lo hacía cuando vivía en
Barcelona, ciudad de moda, admirada por los turistas, sufrida por sus
habitantes, y me he sentido un poco en casa. Porque cuando se vive fuera, son
pequeños sorbos de lo tuyo los que te mantienen cuerdo, los que te guían hacía
ti mismo y evitan que se pierda tu identidad. Saborear una especia
mediterránea, como el romero o el laurel, verter un fino chorro de aceite de
oliva virgen, comer un pedazo de queso de oveja curado, con o sin vino español,
leer un libro de un autor propio, bien escrito, como los de Josep Pla, o Ana
María Matute, por poner un ejemplo, o tener una conversación en tu idioma ante
una cañita de cerveza bien tirada, con poca burbuja, como la cerveza de Madrid,
son referentes tan importantes como una brújula en noche sin luna.
Olía
el cabello pegado a la frente sudorosa de una de mis hijas, no paran quietas, y
me atravesó la memoria el olor a harina seca y caliente del cajón de madera de
una panadería del pueblo de mi madre. No hay mejor identidad que la fidelidad
de tus recuerdos.
En
estos momentos de mediocridad política, el país secuestrado por navajeros
iletrados, gentuza hambrienta de codicia y poder, todo refrendado por la
mentira de unas urnas amordazadas por leyes diseñadas por ellos, las mismas que
permiten continuar en el poder a gobernantes en otros países
totalitario-democráticos, mientras escucho discursos separatistas de gente que
ha robado durante generaciones y esconde su dinero en paraísos fiscales, cuando
veo a la Corona manchada del mismo barro, más que nunca me identifico conmigo,
con los míos, con mi pequeño nuevo mundo, lo que algunos dan en llamar la
semilla de la tercera cultura, pero a la vez no dejo de añorar mi tierra, mis
costumbres, y a las personas que forman mi origen, Cataluña y España.
En
esta época de emigrantes con carrera, es un placer encontrarse en un café, o en
mi consulta, con españoles errantes, tan sorprendidos como yo de hallar una voz
común, la nuestra, y una actitud hospitalaria. Unos viven mejor que otros, se
adaptan mejor que otros, y piensan en volver o en quedarse mucho tiempo, pero
casi todos miramos hacia atrás, de vez en cuando, con un pequeño suspiro.
La
VANGUARDIA, de este domingo, (ejemplar del sábado) pese a sus muchas malas
noticias, me ha reconfortado, no tanto como diario, que también, al reencontrar
a mi escritor favorito, Gregorio Morán, sino como rito, uno de esos aromas a
origen que me salvan de perderme en el olvido.
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