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jueves, 24 de noviembre de 2011

TU (CUATRO) Y NAM (CINCO)

Se llama Nam, que según el tono (hay seis en vietnamita: dau sac, dau huyn, dau hoi, dau nha, dau nang, dau khong) significa número cinco. Nam es un nombre válido para hombre y mujer, como Luis y Luisa o Antonio y Antonia, y es la última adquisición en el personal de apoyo a nuestra aventura gemelar. No es la número cinco sino la once, para ser fieles al periplo de vagas o freakys que han pasado por casa en el servicio doméstico durante el último año de vida saigonita. Pero Nam es diferente. Es limpia, trabajadora y sabe cocinar. Mujer solterona de unos cincuenta, siempre risueña con sus apretados mofletes brillantes, los brazos emergiendo turgentes del pijama multicolor, el trasero prominente (raro, raro en Vietnam) bamboleando a diestra y siniestra mientras pasa el aspirador, los ojos entrecerrados, dos abejorrillos negros que revolotean en todas direcciones. Con el pelo recogido en moño y los brazos en posición de firmes recuerda a una muñeca rusa de madera de esas que contienen a toda la familia de distintos tamaños (una Matryoshka o Matrushka). Lo gracioso es que su colaboradora, un ser angelical, con su parte oscura como todos los ángeles, (los que no cayeron fue por falta de información o experiencia) se llama Tu, que en vietnamita, según el tono, también significa cuatro. Mientras que cuatro es excelente en el arrullo, el acune, la lactancia y la provisión de alimento, cinco es mucho más activa, pulcra y cocina con alegría, generosidad e imaginación. Los guirlaches blandos de plátano, cacahuete y jengibre son un ejemplo, como la fermentación alcohólica del arroz negro o la obtención de brotes de soja a partir de esas perlas verdes con ojillos negros.
La abuela (mi suegra vietnamita) ha traído quince kilos de rambután, dos racimos completos de bananas de un metro de altura y una gallina viva, como detalle de su visita relámpago al delta del Mekong, ida y vuelta en un día, a donde fue invitada a una fiesta de los muertos. La dead people party suele ser, al menos la primera vez, una celebración de colores y actitudes alegres, con ropas blancas, cintos de telas rojas, y música estridente y rimbombante.
Nam se mete en la cocina con su paso rápido, escorando a babor y estribor, como los hombres vietnamitas de cierta edad y posición, cuando su centro de gravedad se desplaza a ese balón cárnico entre sus columnas y ombligos. No doy un céntimo por la gallina, que cacarea su última súplica antes de la guillotina. La escena ya de por sí pintoresca, más aún por cuanto sucede en un apartamento de un edificio de 35 plantas, me retrotrae a la cocina de mi abuela, en Vilanova de Meià, donde en mi infancia tuve ocasión de ver matar a conejos y gallinas, y de ir a buscar la leche al corral, (tenía que esperar a veces a que el granjero despegara las manos de las ubres vacunas, o limpiara el pasillo de las boñigas). Todavía ahora, 30 años más tarde, 16.000 kilometros más lejos, recuerdo el aroma a leche que hierve, a grasa, a frío y a humo de leña que se colaba por la ventana de esa cocina.

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