Lluvia. Goterones poderosos, como los cuerpos batracios de una lluvia bíblica, baquetean el techo del coche, el cielo es tiniebla, la carretera un lago, la gente espera autobús de pie sobre los bancos frente a un río que unos minutos antes se llamaba carretera, las motos se arraciman bajo los puentes como las ovejas lo hacen bajo las encinas. De capelinas de colores asoman varias cabezas o muchas piernas. Los coches levantan olas que amenazan de zozobra a sus vecinas de dos ruedas. Un carrimoto arrastra sobre la calzada las pieles de los pomelos como la tonsura de un reptil prehistórico. Pese a lo inestable del firme, las escasas motos siguen desafiando la lógica de la prudencia y de múltiples fuerzas físicas como la gravedad o la centrífuga. Manadas de excavadoras dormidas doblan sus brazos de colores, y recuerdan cuellos de flamenco o miembros de un inmenso pulpo metálico. Carritos bajo tejadillos escurren chorros de agua y venden la única nota de color alegre, sus botellas de colorines inverosímiles. Por fin, más adelante, la tierra seca marca una frontera inexplicable, como trazada con regla, hasta donde ha llegado la lluvia. El ambiente es más fresco pero sigue haciendo un calor pegajoso. Pasada la tormenta, alguien mea en la carretera. Un parque ajardinado aparece repleto de sillitas de plástico rojo, vacías; sus clientes, asustados por el agua, tardarán en volver. Arcos de flores animan dos portales por motivos opuestos: una boda, la novia de blanco, a la europea, y un entierro, también de blanco, también de fiesta, la última que se llevará el difunto al paraíso. Las hogueras en los márgenes de nuestro camino tiñen de bruma con sus humos toda la atmósfera, y se confunden con las barritas de incienso en los guardabarros de los coches; otros llevan crisantemos amarillos y todos pasamos ante las tiendas de chimeneas, de colchones, o de venta templos budistas, con sus lucecitas de colores del parchís. Farmacias y neones. El cielo sigue gris. Vuelve a llover.
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