El paseo marcial es una de esas visiones teatrales que aún quedan para demostrar hasta qué punto el ser humano permite ser alienado. Rostros largos, pasos más largos todavía, taconeo sobre las losas grises en una tarde de calor sofocante. Un guardia toca el pito cuando los turistas se acercan demasiado. Las coronas de crisantemos, con sus cintas multicolores, contrastan sus curvas aterciopeladas con las líneas del mausoleo neoclásico. El padre de la patria descansa y los soldados, vestidos de blanco, lo guardan. Gorras de plato, cintas rojas y doradas, rifles al hombro. Cambio de guardia a media tarde, con sus pasos y sus giros y sus gestos que pretenden sincronización y exactitud, bajo el rojo y la estrella. La escena aparece inmaculada y aburrida y solo un detalle me retiene allí. Un soldado fuera de lugar, se ha refugiado bajo la sombra de un árbol; es el único que parece relajado, está escribiendo algo en un papel, se saca un guante, mira el revolotear de una mariposa negra y sonríe. Sobre su figura se abren unas flores ambarinas que huelen a limón, y más allá, al fondo de la avenida, el relevo lejano ha abandonado el paso varonil por otro más natural y afeminado.
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