Le digo al taxista que gire a la derecha, que tome la calle Le Duang en lugar de la calle Dien Bien Phu. El motivo es que a las seis y media de la mañana lleva menos tráfico. Pero también, que es una arboleda, y que pasa por delante de la catedral de Saigón. Y me pregunto si uno puede enamorarse cada vez, o cada día, de alguien o de algo que nos rodea, en cada destino al que vamos, para hacerlo más agradable, familiar o acogedor; crear un rincón de intimidad, una parcela de complicidad con un espacio, un objeto, un acto o un rito.
En las últimas semanas he sufrido un intenso ataque de misantropía. Hace ya casi un año, cuando llegué a Vietnam, me sentí agredido por el clima, por el cielo gris, el calor continuo y la lluvia constante, agresiva, impertinente. Quedó superado por la experiencia y por la benigna y larga época seca. Ahora es la gente, su indolencia, su estulticia, su conducta descerebrada, ineducada, nuevo rica, paleta, la que me hiere, me repele. Por las mañanas miro el techo de la habitación y pienso, lárgate de aquí. Pero uno ya es veterano en mudanzas; casi podría tener mi propia empresa; y mantengo el timón firme o corro la tormenta emocional; espero. Y por fin un día sale el sol, o en este país, mejor se oculta, pues aquí, el sol sobra tanto como el agua. Y entonces descubro que, casi sin darme cuenta, en las últimas semanas he creado nuevas rutinas, imágenes, personajes, sabores; ínfimos descubrimientos que, si me fuera, echaría de menos, como siempre demasiado tarde.
La vida está repleta de pequeños duelos. La inquietud comercial de mi empresa ha puesto fin a mis viajes al norte, a Hanoi, donde a pesar de mi actividad social tirando a tímida, conseguí acercarme a un puñado de amigos. Pero también a un conjunto de imágenes y personajes, como los reflejos y las nieblas del lago del Oeste, o los paseos de las vendedoras de frutas y flores en bicicleta, o las comidas en el Metropol y los cafés concierto, y las cenas en el barrio de Nha Tho, la Notre Damme deshidratada, tamaño llavero, comparada con la verdadera. E incluso mis compañeras de trabajo en la clínica, las médicos francesas y holandesas, tan robustas por dentro como por fuera. Lo malo del duelo, es que como casi todo, lo lleva uno solo.
Y entonces, he despertado de mi ostracismo voluntario en el que caí por ese cabreo existencial de baja intensidad que conlleva la neurosis de cierto abolengo. Había cerrado los ojos, había dejado de mirar con ojos de niño, esa mirada que en el adulto tanto exaspera a algunas mujeres que esperan en el subconsciente haberse casado con su padre, o con lo que representaba cuando ellas eran niñas, cuando se enamoraron de él, o de su apariencia de seguridad, y descubren que, o bien no conocían a su padre, o se han casado con un niño con bigotes y tarjeta de crédito, que no las escucha y se tira pedos.
Pero esa mirada curiosa, que nos regala poder sorprendernos con lo cotidiano, hacer descubrimientos en lo obvio, viajar por el planisferio de las asociaciones entre lo cercano y lo remoto, sobre todo cuando uno ha completado buena parte del puzle que representa el mapa de nuestra vida, esa mirada alimenta en buena medida la magia de vivir, del juego, de la fantasía. Es el área de nuestro espíritu que depositamos sobre lo que acontece, la luz con la que vemos, como una linternita, el desván ignoto del presente, y también la herramienta principal del escritor, y de todo aquel que quiera convertir lo habitual en único, excepcional o íntimo. Y cuando el color rosado, un carmín de Garanza, degradado en ocre y amarillo Nápoles, de los muros de la iglesia queda atrás, entre las motos, sonrío de nuevo y respiro mejor. Hoy ya no es un día cualquiera. Es un día especial.
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