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lunes, 11 de julio de 2011

ESTAMPIDA EN VUNG TAU

       
Desde hace años adoro los documentales de animales; las coreografías de aparejamiento, los viajes de desove, los festivos nacimientos en masa de los alevines, de las tortugas o de los mosquitos, y los movimientos migratorios. Los ñus, que tiñen de negro el Kalahari, las rayas de las cebras, los caminares hieráticos de millares de flamencos rosados, con sus picos en forma de mano egipcia mirando a derecha o izquierda, o las siluetas celestes en punta de flecha de las grandes aves, o las oscuras nubes de los estorninos con sus vaivenes caprichosos. El movimiento es inherente a la vida, y en su estado natural, la migración de los animales guarda armonía y elegancia, incluso, cuando al cruzar el río, los leones empujan y los cocodrilos esperan el ineludible paso de sus presas.
Por contra, la estampida es un fenómeno caótico, que arbitrariamente asocio a lo humano, a la destrucción y a la muerte. La palabra delata al que la pronuncia. Así, son típicas las estampidas de vacas en las películas de género Western, o las de los elefantes en las epopeyas africanas. Pero las peores, las más patéticas, son las de los animales racionales. Mi regreso del fin de semana en Vung Tau fue una estampida humana, con cinco filas de coches en dos carriles, que empujaban con los morros o con los cláxones; motos adelantaban a derecha e izquierda, cruzando nuestro vehículo sin mirar, en contra dirección por ambos carriles (al final no sabía si el que iba mal era yo); coches aceleraban sobre charcos de lluvia como lagunas, y levantaban peligrosas olas que tiraban sobre los motoristas; accidentes por todas partes, el cuerpo tapado con la manta, los policías tomando medidas (¿de la caja?), la mitad del pueblo mirando, la otra mitad vendiendo frutas a los espectadores, colas de dos horas para tomar un ferry de dos minutos de trayecto (¿para cuándo un miserable puente?). Y me recordó el salvaje Oeste, cuando después del genocidio indio, el gobierno otorgó a colonos famélicos y codiciosos, las tierras que pudieran conseguir a la carrera, en estampida.
Del mismo modo, los conductores del país de la lluvia, los pequeños nuevo-burgueses que llenan resorts de lujo y restaurantes  caros, exhiben en la agresividad de los gestos, la absoluta falta de respeto y un hambriento egoísmo. En Vietnam llueve dinero desde hace tiempo, pero la cultura tardará años en llegar, y la educación, ese amable camuflaje de opiniones y defectos, muchos más.

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