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miércoles, 6 de abril de 2011

BUN CHA

En mi nueva vida hanoinana voy descubriendo pequeños tesoros, como el placer de comer un Bun Cha, cerca del hospital. Junto a la carretera, entre el barro, la llovizna y el ruido de las motos, cruzo las bicicletas aparcadas de las vendedoras de flores, las que compran cada madrugada en vecino el mercado de la flor. Composiciones de color que alegran el invierno gris. El local está abierto, apenas protegido por un toldo. Me siento en un minúsculo taburete y mis rodillas sobresalen por encima de la mesa como dos colinas. En un minuto, cae sobre la misma una gradilla de ensaladas y mentas, un plato de pasta de arroz apelmazada y ese cuenco humeante de sopa ácida en la que flotan las hamburguesillas y las láminas de manzana ácida, las que le dan ese sabor tan especial. Para los que no tenemos manías y queremos alejar a los malos espíritus, nos acercan un cuenco lleno de ajo y guindilla machacada, ot va toi. La gente se me sienta delante, tan cerca que podríamos besarnos, de ahí la utilidad del ajo, y mientras, la dueña y sus diminutas hijas gemelas gritan como cornejas y atrapan a los transeúntes, que van cayendo en sus redes de olor a carne a la brasa y de simpatía. Chaaa, chaaa se va oyendo como un graznido dispersado por el ventilador que vivifica las brasas. Tien tien? Ba muoi , son treinta mil, poco más de un euro, la mitad de lo que me costará el café en esas cafeterías americanas con WIFI, tan concurridas por expatriados y vietnamitas ricos.



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