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jueves, 17 de marzo de 2011

BAJO LA ALFOMBRA

Las principales preocupaciones del gobierno vietnamita son la inflación y la corrupción. ¿Cuándo fue la primera vez que uno aceptó algo que no debía y se condenó para siempre? ¿Que jugó a juegos en apariencia ineludibles, cada vez más arriesgados, una suerte de ruleta rusa, igual de mortales y adictivos? Porque un día fue el primero, pero posiblemente empezó mucho antes, cuando aprendió el placer de tener y para ello el de intercambiar.
      El intercambio, que empezó en el patio del colegio, el lugar donde más aprenden los alumnos, ajenos a miradas de padres y maestros. A muy temprana edad, se establecen los primeros intercambios tan lícitos a ojos de los niños como ilógicos a los de los progenitores. Así el niño rico cambia su reloj de oro, el que nunca nadie debiera haberle regalado todavía, por un bocadillo de su fiambre favorito, aquel que le ofrece otro niño más despierto, consciente de la oportunidad. Más tarde, el bocata-teniente, fenicio en ciernes, es amonestado por el profesor que debía haber evitado el enredo y prefiere acusar al actor, antes que reconocer su distracción, bajo las miradas de los ascendientes de los críos, que intercambian palabras amables que disimulan, en el caso del padre del estólido crío, vergüenza y dudas y en el del hábil Oliver Twist, un mudo reconocimiento. Las niñas son casi más hábiles en las artes de ofrecer y obtener y con un “si me das esto te enseño las bragas”, consiguen en segundos lo que de mayores no se atreverán a conseguir en días.
      Y así, se va aprendiendo que para tener hay que intercambiar, que para obtener hay que ofrecer, que si te ofrecen deberás corresponder. Y con el tiempo el juego se difunde como un olor en el aire, un hedor a podrido que invade todas las transacciones cotidianas.
      Y llega un día en que la corrupción es sistémica. Es una simiente dormida que espera germinar cuando las condiciones sean propicias, un virus aletargado que se reactivará cuando llegue la ocasión. El poder del anillo no puede despreciarse, y todo aquél que obtiene su favor debería ser cuidadosamente vigilado. Bajo el influjo del poder cambian las personas y ya pronto olvidan su origen o reniegan del mismo, y de los que lo auparon, o tal vez no de todos. La mente se confunde y aparece la debilidad adecuada para florecer la ambición, la codicia, la vanidad, e increíblemente la envidia. Y a fuerza de mentir se cree uno sus mentiras, a base de justificar, uno lo justifica todo, hasta la esclavitud o el genocidio, a base de delinquir no se concibe otra vida, y al final, de tanto creer en su poder uno se compara con Dios, y como Ícaro, por fortuna cae.

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