Las cinco y media. La bruma envuelve la silueta dentada
de los rascacielos, solo visibles por una línea roja que refleja el sol, mate
todavía, recuperándose del brillo que prestó a la luna toda la noche. En las
calles caminan, solos o por parejas, los primeros deportistas, inspiraciones y
exhalaciones, unos corren, otros rezan. El amanecer es fresco. Un gallo canta.
La larga serpiente de asfalto que une nuestro apartamento con el centro, la
calle Nguyen Huu Canh, aún no se ha llenado de escamas, motos atascadas en el
embudo de Ton Duc Tanh sobrecargadas de estudiantes de uniforme, dormidos sobre
las espaldas de sus abuelos, o de hijos que comparten el mismo uniforme azul
que su padre, el casco de obrero amarillo, la cantimplora o la fiambrera bajo
el brazo. En el centro, en la plaza del diamante, junto a la calle Pasteur,
parejas han cruzado las aceras con sus redes y juegan al bádminton. El gallo
vuelve a cantar. Los carritos metálicos cargados de Ban My, bocadillos a 30 céntimos,
se detienen junto a las escuelas y universidades, en la calle del zoológico, donde
las motos descargan a los uniformados estudiantes, y frente a mi clínica, el
carrito de la lectora de biblias entre huevos fritos y montoncitos de pepinillo
y fiambres.
Desde mi balcón, los containers del puerto
industrial reflejan sus colores de LEGO gigante en los charcos que dejó la
última lluvia de ayer. El sol amarillea y brilla ahora, y la ciudad despierta
con un rumor creciente, como el de la pieza El mar, de Debussy.
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