Hoy es treinta de diciembre y mañana tenemos boda a las 5 de la tarde. ¿Quién se casa el 31 de diciembre? Siempre hay alguien. Son dos ex heroinómanos de buena familia. Ambos seropositivos. El pariente de una rama de mi familia política, de la mujer de un cuñado. La madre estafó a mi mujer hace años; la hija, mi cuñada, a punto estuvo de robarnos un camión hace meses. Al final todo se arregló entre mujeres. Ellas lo estropean y lo solucionan todo. Mi mujer se marcha a las cuatro, a retocarse el pelo, "solo serán cinco minutos" (¿por qué no la creo?) y regresa a las seis de la tarde. No hace falta ser puntual había dicho.
En ruta hacia Tu Duc, en las afueras de Saigón. Llegamos a las seis y media y nos fuimos a las ocho. A la hora de partir, no quedaba nadie más que sillas desiertas. Así son las bodas vietnamitas. Poca ceremonia, música ensordecedora, cajas de cerveza, comida pantagruélica, y tras la misma, estampida. Comité de recepción por la madre ladrona y sus hijas, buenas discípulas. Todas habían ido a la misma peluquería, que a juzgar por sus iguales y violentas melenas, debió ser la del domador de un circo. Además del aire felino, compartían, progenitora y descendientes un aspecto chabacano y solemne, al estilo de la familia de la Faraona, las carnes embutidas bajo el vestido, o protuyendo sobre los huesos de la cara, en los brazos o las caderas, como bolas de algodón o almohadones. A la entrada dejamos un sobre con dinero, que pocas veces pasa de ser algo simbólico. Pero el menú no tenía nada de simbólico: Caracoles rellenos de revuelto de caracol con jengibre, (a su lado los Bourguiñon son para niños), rollitos de primavera, ensalada de gambas, cochinillo laqueado con pan frito, arroz mil delicias (un risotto mar y montaña con embutidos, marisco y semillas de loto), y para rematar, el tradicional hot pot, fundue de caldo picante, bolas de carne, filete de buey, setas y verduras.
Al fondo se desgañitaban algunos invitados en un karaoke junto a un órgano estridente y gritaban canciones ondulantes, que herían los oídos, confundían las conversaciones, atragantaban los bocados. En las mesas vecinas, comensales de todas las edades brindaban sin cesar con su habitual mot, hai, ba, giooo! Un señor de cabello gris, amigo de mi suegra, me estrechó la mano más de diez veces y se empeñó en brindar otras tantas por los tiempos lejanos en que mi mujer le llamaba tío. Los novios pasaron por las mesas con la celeridad y compostura distante propia de personalidades más elevadas, para grabar el momento en versión foto y vídeo.
La novia, será porque las mujeres son expertas en parecer lo que no son y en no ser todo lo que parecen, estaba radiante, con su moño, el vestido rosa y el cuello largo, sedoso y moreno. Supo abrir sus grandes ojos y ofrecer una sonrisa exquisita y civilizada. El novio, en cambio, parecía exactamente lo que era, un hombre enfermo, casi acabado, y que había decidido terminar el año en un acto heroico, el del matrimonio (que se lo pregunten a los casados...), los pómulos marcados, los ojos hundidos en sus cuencas, pero de mirada viva, rapaz, los ángulos estrellados de arrugas precoces, la carne que rodeaba la boca, demacrada. Avanzaba cojeando de un pie que se torcía a cada paso, pese a lo cual, con su traje y bella corbata, mantenía un porte elegante, distinguido, pese a que aún joven, parecía su propio padre, y todavía siendo aquella su noche de bodas, semejaba ser el superviviente al amanecer de una violenta pelea de un matrimonio consumado.
Nos fuimos minutos después de las fotos bajo un arco de flores de plástico, las niñas con sus globos de papá Noel. Había que descansar un poco, pues aún nos faltaba asistir a la fiesta de año nuevo, esa misma noche.
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