El
calor y la vida del trópico actúan como una lima suave que erosiona y disuelve
la identidad de forma imperceptible, como el viento pule una roca con el paso
del tiempo. Los hechos de occidente dejan de ser relevantes y un día olvidas
las fiestas nacionales, los cumpleaños, y casi no recuerdas quién fuiste, cuál
fue el primer propósito que te trajo a estas tierras. El entorno se ha adueñado
de ti, un paisaje homogéneo sin estaciones, sin cambios de ritmo. Los
occidentales necesitamos las cuatro estaciones, son como una rueda cuadrada,
una pieza de reloj que marca el inicio y el final de los años y de los
acontecimientos. En el trópico los días son todos iguales, calor con o sin
lluvia, doce horas de luz, doce horas de oscuridad todo el año. Es un
movimiento ondulatorio, como el baile entre el yin y el yang, un vaivén continuo
que adormece. Sin embargo, lejos del concepto común de la calma plácida, la
vida tropical de una gran ciudad como Saigon sucede en medio de una
laboriosidad enervante, donde se trabaja siempre, sin interrupciones. El fin de
semana y las vacaciones son un invento occidental, o tal vez una consecuencia
de la riqueza. Tal vez sea eso, la riqueza. Porque Vietnam hasta hace muy
pocos años era un país pobre. Solo ahora, en pleno siglo veintiuno, los hoteles
se llenan los fines de semana y se colapsan las carreteras y los aeropuertos en
las vacaciones escolares. Pero es un fenómeno nuevo, un invento de occidental En
cambio, en España hablar del fin de semana o de las vacaciones es el deporte
nacional. El lunes se habla del domingo pasado, y el martes se empieza a hablar
del siguiente sábado.
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