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lunes, 20 de diciembre de 2010

LOS PÁJAROS CANTORES


      En una vida con tiempo, uno puede pararse a escuchar el canto de los pájaros. Frente a mi ventana, el día empieza con la música de golondrinas y gorriones, con sus piares histéricos las del frac, y sus chip chip los señores vestidos de otoño, sus pechitos henchidos. Solo les falta a éstos un sombrero hongo para recordarme a un francesito de provincias, en la mitad de su vida, disfrutando de la ansiada retraite, cuando sale los domingos a tomarse un pastis en una mesa al sol.

   En cambio, las que cantan con sus vestidos largos el frenético trino de agudos de alguna película de Hitchkok, me transportan a los cables de la luz o del teléfono de la calle frente a la habitación de mi abuela, en Vilanova de Meià. Siempre me dan una sensación de frescura, tal vez porque, aunque los escuchaba en el caluroso verano ilerdense, lo hacía desde el refugio penumbroso de una casa antigua de gruesas paredes.

   Frescura que también me transmute el canto del mirlo en los cedros de Barcelona tal vez porque cantan a su sombra, o porque al igual que los chopos, siempre habitan cerca del agua.

   Pero en Saigon hay otros pájaros, avecillas humanas, igual de madrugadoras, tan inocentes o desvalidas como aquéllos. También se levantan temprano o se acuestan tarde y tienen sus propios cantos y canciones. Mujeres estilizadas sobre sus bicicletas, bajo sus sombreros, ligeros tejados de paja, gritan la recogida de basuras, y los butaneros repiquetean en metal, y los masajistas ambulantes sobre madera, como pájaros carpinteros. Y por las noches los vendedores de helado atormentan a sus clientes desde sus carritos con músicas enlatadas, en un bucle de cuatro o seis compases y los pajarillos ciegos, hijos de la desgracia o del horror, acompañados de sus lazarillos, entonan quejidos que emergen de altavoces descomunales, a la par que venden barritas dulces a los niños.

   Mientras, intramuros, las mujeres del color de la tierra acunan a mis hijas con melodías sin fin, de orígenes tan exóticos y ejecuciones tan tuertas como ellas mismas. Y yo trato de recordar si en Barcelona hoy en día alguien canta o incluso sonríe.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Espuma de mar con Lima

Siempre me han fascinado los mundos en miniatura. Desde que de niño escuchaba las caracolas e imaginaba en su interior vientos desatados sobre mares embravecidos. La Lima con soda que tomo frente al mar de Vietnam, en este autosecuestro a la isla de Circe que estoy viviendo desde hace unos meses, una vida rodeada de mujeres de toda edad y jerarquía, cuidadoras, esposa, hijas y suegra, esa bebida debería llamarse espuma de mar con Lima.
   Con qué tarlatana de gasas y tul viste la espuma la superficie de la copa. El cristal se cubre de puntillas, como si fuera la protagonista de una boda. Y allí abajo queda ese sol iridiscente, verde y ácido, el disco de Lima, una rueda de carro cítrica, un reloj esférico sin agujas capaz de testimoniar en pocos segundos como su gloria en la superficie de las olas se desploma al ya seco fondo del vaso. Y entonces solo queda, al igual que en las playas de invierno tras un día de tormenta, ese olor fresco e intenso, que como todos los olores, llaves de Pandora, tienen la secreta arma, el poderoso don de penetrar en lo más primitivo de nuestro cerebro y hacer vívidos, con una magia especial, los más recónditos espacios de nuestra memoria.

martes, 7 de diciembre de 2010

DESAYUNO CON QUEROSENO

      Encontramos un local a pie de calle, tan estrecho como una grieta entre dos medianeras, tan pequeño que podría ser el cuarto trasero de una minúscula tienda de zapatos. Es un restaurante. En la acera, se acuclillan tres o cuatro comensales sobre taburetes azules de plástico, tamaño orinal, mientras los peatones deambulan frente a sus palillos. Sostienen en sus rodillas un cuenco que sumerge una madeja de fideos, de la que parece que tejan un jersey hacia sus bocas. Tiene muy buen aspecto, y mi mujer me empuja desde el ruido de la calle a cruzar el umbral hacia el espacio de penumbra que alberga, milagrosamente, cuatro mesas en miniatura, de casita de muñecas y sus ocupantes.
      Desde la cocina, en el marco de la puerta, una mujer crea, despacha y cobra las especialidades del fogón, que denuncian la procedencia de la dueña. El Bun Bo de Hue y el Vanh Cuon. En menos de dos minutos una joven deposita el plato de ralladura de flor de banano y brotes de soja vaporizados y un platillo de limas troceadas y chile fileteado. Al minuto tres, un bowl de sopa en la que flotan láminas de ternera y longaniza de pescado entre fideos redondos, spaghettis de arroz, aterriza en la mesa. Fast Good. Los tipos de la acera que empezaban a comer cuando me senté, ya no están. Ritmo gastronómico local. Desayunos y almuerzos sin tertulias. En el minuto tres y veinte segundos sirven a mi mujer el Vanh Cuon, una creppe de arroz rellena de carne refrita.
      El procedimiento para dar a luz tan sutil envoltorio es lento, metódico y cariñoso. Hervir, tostar y vaporizar hasta conseguir una oblea blanca, translúcida y elástica que posteriormente se rellena. Los restaurantes especializados en Vanh Cuon transmiten un ambiente de matanzas, de laboriosidad tribal, comunitaria, donde las mujeres de la cocina me recuerdan a las comadronas, con sus guantes, su trasiego de velos y carnes, y su envergadura física.
      En un instante mi placidez se trunca por el griterío de la cocinera hacia la camarera, su nieta. El profesor ha llamado desde la escuela. Las notas no son buenas. Levanta el mazo de mortero y la amenaza ante la clientela. ¿Tu crees que me aceptaría a mí tu profesor? ¿No ves que soy demasiado vieja? Mírame aquí. Yo no tengo tiempo de ir a la escuela.
      Vietnam, un país donde conviven enfrentados el machismo más primitivo con un matriarcado combativo, en el que se oponen pero también alían, el feminismo calculador con la independencia económica femenina, las que testimoniaron la guerra no perdonan a sus descendientes la flaqueza ni la estulticia.
      Huelo a queroseno, o tal vez sea napalm, que se mezcla entre los aromas del habitáculo, y entiendo cada vez más que los vietnamitas ganaron la guerra por su carácter.


LA FIDELIDAD DEL ARROZ Y EL PHO AVENTURERO

El hábito de comer arroz está tan arraigado en Vietnam que la expresión “an côm”, comer arroz hervido, es sinónimo del verbo comer. Si va seguido de la palabra mañana, mediodía o noche, entonces equivale a desayunar, comer o cenar.
El arroz está presente en la vida publica y privada. Los mercados tienen paradas de arroz, donde puede adquirirse el de diferentes países, como el japonés, parecido a la variedad bomba (¿por qué será?), el tailandés, fino y esbelto como sus mujeres, el arroz chino, perfumado al jazmín, el arroz pegajoso, tan apreciado en Vietnam, en alusión al barro de sus campos, sin brillo, pequeño e irregular, el arroz roto, mutilado de guerra de las cosechas pero igualmente apreciado y rescatado para el paladar de los saigoneses y finalmente los coloridos sacos de arroces salvajes o sin descascarillar.
Igualmente llamativo es el arroz pegajoso y dulce teñido de color café, naranja y guisante que sirven en los carritos de la calle y con el que confeccionan bonitos pasteles.
En la vida privada el arroz no es menos importante y toda casa que se precie tendrá en su cocina una arrocera eléctrica caliente, como si fuera una tetera inglesa, siempre preparada para servir un cuenco del ebúrneo elemento al invitado inesperado.
Y tan ligado está a la rutina, a la lealtad a lo conocido, o tal vez sea porque su color se ha asociado siempre a lo inmaculado, a la pureza y la inocencia, que ya el desvío conyugal se describe en términos de infidelidad gastronómica. Así, comentar que hoy no voy a comer arroz, sino un pho es poco menos que una declaración de adulterio.

jueves, 2 de diciembre de 2010

PEQUEÑOS SECRETOS PARA EL ÉXITO: Del Fast Food al Fast Good Cheap

           Dicen que la especialización es algo que lleva al éxito. En cambio yo siempre he optado por lo general, tal vez debido a una congénita incapacidad para la concentración y la persistencia. La realidad es que en el ecosistema humano hay lugar para los especialistas y para los generalistas. De hecho, se necesitan el uno al otro para sobrevivir.
En Saigón abundan los restaurantes a pie de calle, un producto más sedentario que el carrito con ruedas y menos sofisticado que el hermano más pequeño de los restaurantes, el Quan An, que vendría a significar sitio para comer o lloc de menjars.
La mayoría de letreros exhiben el producto estrella de la cocina en milagrosas oposiciones de colores complementarios. Es cierto que en ocho de cada diez luminosos puede leerse Pho Bo, Pho Ga, Pho Heo o Lau De (sopa de buey, pollo, cerdo o cabra) pero alguno sorprende por ofrecer un plato distinto, una serie de monosílabos de pronunciación enrevesada, dando a entender que la receta servida también lo será, tanto por la dificultad de su preparación como por la cantidad de ingredientes de todas columnas de un programa de dietas.

El diminuto restaurante Nhú Y se asienta frente a una descomunal torre de alta tensión, en el centro de Saigón. En este lugar sirven ese tesoro gastronómico llamado Hu Tíu Nam Vang, una sopa seca de fideos, langostinos, carne magra crujiente, lomo e hígado de cerdo hervido y fileteado, apio y brotes de soja vaporizados y para acompañar, un cuenco del caldo en el que se ha cocido todo lo anterior y sobre el que flota una buena dosis de tallos de cebollino y pimienta molida.
Como opción a tan suculento y equilibrado plato, en una versión menos terrestre, más marinera, el Bún mám es una sopa de color magenta, que recuerda a la remolacha mezclada con arroz, pero solo en el aspecto, porque el olor es el del pescado que se descompone en los muelles o las aguas de los puertos. Lo curioso es que igual que otros alimentos que huelen mal en esta ciudad, su sabor es muy atractivo.

Y así como Duchamp encerró toda la poesía de París en un minúsculo recipiente de cristal que solo contenía aire, la esencia de la cocina saigonesa se resume en versión seca y húmeda, como sus dos estaciones, esos dos cuencos que aparecen en menos de cinco minutos ante nuestros ojos y desaparecen en nuestros estómagos por menos de un euro.

domingo, 21 de noviembre de 2010

EL ÁRTICO EN EL TRÓPICO


Tic, tic, toc, crac. Con esfuerzo abro una ventana circular que da paso a una cavidad esférica anegada hasta la superficie por un agua fría, transparente como el cristal. La apertura facilita la entrada de luz escasa, que si bien logra iluminar las paredes a través del agua, no consigue evitar un ambiente de penumbra. Así aprecio lentamente que me he asomado a un mundo en miniatura, de paredes blancas y rugosas que despiden reflejos azulados, una sima silenciosa sin vida aparente en su interior. La sed me impulsa a beber de ese líquido frío y me sorprende un sabor apenas perceptible, ácido, dulce y seco, como el de algunas grappas italianas, aquel sabor que llaman mórbido. Y el interés en caracterizar esa sensación me lleva a la repetición de la experiencia de modo que cuando me he dado cuenta es tarde ya. La sima está vacía. Ahora puedo ver mejor las paredes, curvadas hasta el techo abovedado, donde al principio excavé el orificio por el cual accedí. Clavo mi herramienta sobre la superficie blanca que cede a la presión suavemente, con ese fino crepitar sincrónico de la nieve. Ese sonido se suma a la impresión de que ahora un viento glaciar circula por el vacío antes ocupado por el líquido, o tal vez es un aire cálido que se enfría por el contacto con las paredes. Toda la escena, junto al agua helada que ocupa ahora mi estómago hace que olvide por un momento que estoy a 28 grados todo el año.
      Sin duda, el agua de un coco helado es un regalo con forma de pequeño invierno para los países cálidos. Me evoca a esos mundos miniaturizados encerrados en peceras esféricas con paisajes nevados en su interior que adornan las mesas en Navidad, como el que escapa de la mano moribunda del ciudadano Kane. Son fotografías tridimensionales de escenas añoradas o mundos imposibles, no tanto porque no existan o hayan existido, sino porque no pueden ocurrir en nuestro espacio o en nuestro tiempo, como esas escenas públicas y a la vez privadas, festivas pero también melancólicas, tan eternas como singulares y efímeras como son los banquetes de Brueghel bajo los árboles otoñales o sobre suelos invernales.


jueves, 11 de noviembre de 2010

¿DE QUÉ AZUL HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DEL CIELO?

Hoy en Saigón el cielo es azul, al menos un trocito, al menos por un rato.  Sobre esa extensión de brillante cobalto claro, o tal vez Prusia claro, navegan nubes blancas, algodonosas, tan blancas y luminosas que casi son amarillas, pues no hay color más luminoso que el amarillo, el color que Van Gogh, en palabras de Modigliani, necesitaba emborracharse para ver con claridad.
      Y observo el movimiento de esas nubes, deporte de ociosos y poetas, y me recuerda el ritmo de navegación, pausado y solemne, de grandes buques, claro que aquéllas mucho más ligeras, y éstos más sombríos, los cargueros que se mueven en la bocana del puerto, haciendo esperar a los veleros con sus maniobras obstructivas, lentas y disuasorias, como largas ballenas, mansas pero no por ello inofensivas, para una vez emproados en el rumbo correcto continuar su viaje más allá de nuestra vista o nuestra inconstante atención.
¿Y acaso no se parece el cielo al mar, con su inmensidad, su variedad de azules, o tal vez es el mar el que se asemeja al cielo, con el reflejo de sus luces, desde el blanco o el plata hasta el negro?
      Y mientras me distraigo un minuto, una ráfaga aislada, o no tan aislada, un movimiento de las copas de las palmeras, una carrera en espiral de unas hojas caídas que hace un minuto reposaban en el suelo, y un giro en la luz del paisaje, más metálica, menos contrastada, me avisa de un cambio de tiempo. El azul se ha ido, empujado por una alianza de nubes que se ha unido para formar una poderosa flota de buques de guerra, con su variedad de grises desde el gris-ocre del hormigón hasta el gris marengo de los trajes que los ejecutivos usan para advertir que todos salen del mismo colegio.
      En solo veinte minutos suena el primer trueno. Thor, el dios vikingo, da la salida a oleadas de lluvia, y es que realmente tanta agua llevan y de forma tan racheada, que parecen olas que rompieran sus espumas contra escolleras inexistentes, o contra las fachadas de los edificios.
Las siluetas urbanas del horizonte se van apagando, confundiéndose en una lluvia que se ha hecho nube a ras de suelo, o tal vez el calor del suelo ha vaporizado esa agua en una niebla ocre-naranja, pues el día detrás del telón sigue su curso y se apresura, vistas las circunstancias, a apagar sus luces, no sin antes ponerse su pijama de tonos cálidos, que tiñe los uniformes grises de las nubes, ya de yema, ya de sangre, hasta que la lluvia cede y es la noche con su traje de malvas y finalmente su manto índigo, la que indica que la función ha terminado.
      Mientras todo ello sucede, en medio de la función del diluvio universal, yo me preparo para salir a cenar. En la casa suena como una ametralladora el agua vertida sobre la claraboya desde una gigantesca manguera celestial. Cae agua a través de los cristales y amenaza con inundar el salón. Las terrazas parecen piscinas, con sus gargantas anegadas por la avidez de agua y la negligencia del constructor. Todo es inquietante y sin embargo, no afecta mi programa social. Y me imagino por un momento en la capacidad para sortear o adaptarse a lo extraordinario cuando sin ser normal se vuelve frecuente, o sin ser previsible se convierte en algo repetitivo y por ello uno decide que no debe alterar la agenda, como esas fiestas sociales entre bombardeos en tiempos de guerra, en esos momentos en los que el inicio de la contienda ya queda lejos y el final es incierto, y por ello esa situación frágil de permanente amenaza de muerte se asimila a la vida diaria y cuando ha caído la última bomba, se apagan las sirenas, se encienden las luces, suena la música y se vuelve a brindar.

martes, 9 de noviembre de 2010

GELATINAS Y TRANSPARENCIAS

Nada más transparente que el agua de roca, dicen, la que baja de las cimas tras el deshielo. El agua de lluvia debiera serlo también, pero con frecuencia se mezcla con polvo o barro en su camino. La lluvia de Vietnam no es transparente, como tampoco lo es el carácter de sus habitantes, hábiles en los rodeos, las insinuaciones, los secretos mantenidos, la dosificación de las noticias y los silencios prolongados. Tal vez por ello, causa o consecuencia -somos lo que comemos- la cocina vietnamita está llena de efectos translúcidos.
La sopa, recurso conocido en todas las cocinas. pero que uno solo se acuerda de ellas como lo hacen de los dioses muchos feligreses, solo cuando están enfermos o tienen problemas económicos, con excepción del socorrido gazpacho en la cocina española, como decía, la sopa es, sin duda, una de las divinidades de la cocina vietnamita. El pho y el hot pot cubren las expectativas gastronómicas de la mayoría de la población, con su caldo a base de ave, bovino o porcino, y toda la suerte que ingredientes que se ven o se adivinan en la circunferencia del cuenco de loza. Por si el caldo hubiera quedado demasiado aguado, siempre queda el recurso del chile-ajo y la salsa de judía roja, con lo que rápidamente se enturbia la solución. Capítulo aparte lo constituyen las sopas por cuyas aguas no nadan fideos, como las anteriores, sino que el arroz es dejado hervir hasta su casi descomposición, formando una nebulosa gelatinosa y desabrida a la que se añade toda suerte de sensaciones, desde encurtidos vegetales agrios o alevines de pescadilla tamaño uña, refritos en chile, hasta huevos negros u ostras microscópicas.
Pero el que quiere profundizar, encuentra toda una colección de veladuras en los papeles de arroz que envuelven los rollos de primavera crudos, los fideos de judía o de harina de boniato, los tubérculos gelificados para crear los cócteles dulces o el adorado stiky rice. Ese arroz pegajoso y rancio, sorprendentemente exquisito cuando se acompaña de leche de coco, es el constituyente de numerosos pasteles de frutas o legumbres, envueltos por las manos callosas y delgadas de alguna abuela del delta del Mekong que, vestida con un sencillo pero elegante traje, tipo kimono negro con flores chillonas, se acuclilla junto a las mesas de plástico de los restaurantes callejeros para ofrecer sus paquetitos de hoja de bananero por menos de veinte céntimos.

domingo, 7 de noviembre de 2010

BOFETADAS Y VÓMITOS

¿Por qué será que ahora, el cine, imparable fabricante de clichés, necesita desaguar las emociones intensas de los personajes, aunque sean experimentados policías, a través del vómito cada vez que ven un cadáver?
¿O expresar el deseo irrefrenable y frustrado de una mujer por un nuevo amante (por pocos segundos) a través de una sarta de bofetadas previas al ataque del macho en celo, como si fuese la nueva forma convenida de danza de cortejo?. Primero te pego y luego me besas.
¿Acaso sucede así en la vida real? ¿Alguien lo ha visto?
Ejemplos de lo primero, además de desagradables y pestilentes resultarían tediosos por lo frecuentes en la gran pantalla.
De lo segundo, más agradable todo ello aunque no menos inquietante, pongo las escenas de El Piano, bofetadas por lo demás muy oportunas y convincentes después de la acertada frase, "este pacto nos está convirtiendo a ti en una puta y a mí en un canalla", las menos convincentes pero más sonoras de El paciente inglés entre Christine Scott Thomas y Ralph Fiennes y las inesperadas por lo fuera de lugar, como toda la película entera, eso sí, con muy buena crítica, de Killer inside me, versión made in deep, deep and south USA de un asesino demente al estilo del Javier Barden en No es país para viejos, en versión original igual de imposible de seguir para quien no goce o sufra de un alto nivel de americano texano.
¿Qué tal si buscamos nuevas fórmulas o volvemos a las antiguas, esa maravillosa escuela de lenguaje no verbal que fue el cine mudo?

sábado, 6 de noviembre de 2010

SAIGÓN, UNA CIUDAD PARA RIDLEY SCOTT

      De entre todas las películas de este director, si una lo hará inmortal probablemente será Blade Runner. Lo que no podía imaginarme cuando la vi, es que treinta años más tarde, en 2010, yo estaría viviendo en la ciudad de los replicantes.
      Si bien es cierto que no he dado con ninguna de esas criaturas presas de la angustia que nos afecta a todos, pero en su caso con un calendario mucho más corto, la angustia del vivir o mejor dicho del dejar de vivir y su sentido, lo cierto es que todo lo demás que me rodea es exacto al mundo de Blade Runner.
     El día en Saigón es corto. La noche sorprende muy pronto, antes de las seis de la tarde durante todo el año. Además, en la fase diurna, uno prefiere vivir en la oscuridad, refugiándose de la luz del sol como un vampiro, de su calor y de la humedad. Por ello tengo la sensación de estar viviendo siempre bajo una amenaza incierta. Esa suerte de horno de vapor a más de 28 grados, ablanda la voluntad y la vigilia hasta sumir a los mortales en una molicie de carácter que conduce a lo inacabado, a la ausencia de detalle en la mayoría de sus acciones.
      A eso de las cinco se inicia el crepúsculo, dejando ver, los días con suerte, el disco de un sol rojo confundido entre las brumas, una colección innumerable de velos cobrizos, apastelados y ocres. Los días de tormenta, que son mayoría, remedan un parto monumental, por cuanto la rotura de los cielos, con su retumbar amenazador, promesa tal vez de una nueva vida, pero que en ese instante solo muestra la violenta instabilidad del cambio de presiones, lleva a una lluvia abrupta, en accesos, que lo anega todo de inmediato. Mientras, la luz que acompaña a ese sol que declina perezosamente como una gota de gelatina entre los edificios, pone de relieve las figuras negras de los postes eléctricos, antenas de radio y toda una familia de monstruos metálicos verticales o piramidales que me causan inquietud porque se sostienen en base a leyes físicas que no comprendo. Y esa sensación se acentúa porque cuelgan de ellos decenas de arterias negras y retorcidas, ya en husos o en despeinadas melenas, cables de electricidad o de teléfono, como las vísceras de algún saurio prehistórico, expuestas por un anatomista sádico antes de procesarlas en nitrato de plata, azul de Giemsa u otra preparación histológica.
      Cuando finalmente la oscuridad se adueña tempranamente del paisaje, salen a la vida multitud de seres nocturnos, y la ciudad se transforma en un ambiente de neón. Los nuevos edificios en continua construcción iluminan sus azoteas con lámparas alargadas, como las antenas de gigantescos coleópteros, y las telas con que algún arquitecto, que ha estudiado en alguna universidad extranjera, ha mandado cubrir las fachadas, flamean como las alas del insecto a punto de hacerse al vuelo. Y entre esos edificios destaca uno en las alturas por su belleza y modernidad, un rascacielos de formas orgánicas de deben responder a alguna complicada fórmula matemática, construido en el distrito cuatro, con un helipuerto en su fachada y cuyas luces frías sirven de referencia y faro a toda la ciudad.
      Entretanto, en el inframundo de las calles inundadas por la marea fluvial, en un mundo del hoy, ajeno al mañana, circulan chapoteando, millares de motocicletas, luciérnagas a motor que salpican a los que no tienen más remedio que caminar, las aguas hasta medio tobillo, para llegar a sus casas. Las motocicletas, expuestas al calor, al ruido, al polvo, a la lluvia y a esas cíclicas inundaciones de la calzada por las crecidas del río, casi cada noche, como las mareas, se mueven en todas las direcciones posibles entre un punto fijo y el radio que forma el otro punto con cualquier parte de una calzada determinada. Hacia adelante, derecha, izquierda, atrás, diagonales anterógradas y retrógradas causando el aturdimiento de los conductores de otros vehículos, que avanzan cautos y lentos entre esa circulación en perdigonada.
      A su lado, los carritos restaurante siguen con su actividad casi como si nada ocurriera, nada fuera de lo habitual. Nadie se queja. Nadie grita. Acaso porque saben que no pueden alterarse por lo que no tiene remedio.
      Y me parece ver a Harrison Ford tomándose unos noodles en medio de ese escenario, húmedo, oscuro, en permanente cambio y movimiento, en un pequeño restaurante callejero, bajo un exiguo techo.






viernes, 5 de noviembre de 2010

HUEVOS VIETNAMITAS

Que los vietnamitas tienen muchos huevos es algo que demostraron sobradamente derrotando a franceses y americanos hace ya algunos años.


En un plano más gastronómico, no podría imaginarme la cocina vietnamita tradicional, la que se sirve en los pequeños restaurantes de las calles, en el interior de sus locales o en las aceras, la que se cocina en las aldeas, las granjas o en los carritos barbacoa, sin esa miríada de ojos que abandonaron sus órbitas, con su iris amarillo indio o cadmio naranja, esas semillas que dejaron sus odres maternos de gallinas, ocas o codornices, y que los cocineros usan para tan extraños efectos.
Desde los huevos fritos “side up”, que son volteados para asarse por las dos caras, causando la ruina de la yema, por cuando la reducen a un amasijo de lava volcánica amarilla, dura y seca, sin sabor más que a aserrín de huevina, pasando por los huevos del nuevo año, a finales de febrero, recocidos en soja, salsa de pescado, azúcar y vinagre hasta convertirlos en proyectiles de caucho de profundo e imborrable sabor agridulce, o productos más escatológicos y despiadados, como el huevo de pato con pollito dentro, una ejecución intrahuevo en toda regla, donde la coraza que les prometía protección se transforma en su propia urna crematoria o sarcófago.
Y para acabar, los huevos negros, de clara vitrificada color café, yema de un repulsivo tono alquitrán, textura semilíquida coulant y un olor sulfhídrico diabólico. Un complemento inolvidable a las sopas de arroz gelatinoso, que no tienen color ni sabor y su sensación al tragarla es, pues...poco agradable, la verdad.
Lo peor del asunto es que, después de haber probado todas esas formas de humanizar esa prodigiosa obra de la naturaleza, no el mismo día por supuesto, uno se ve impulsado a repetir la experiencia en una suerte de pulsión alquímica, como si de esas experiencias cortas, pero intensas, circunscritas a una pequeña circunferencia de radio fijo, la del huevo, y otra de radio y bordes variables, en permanente movimiento, nuestra boca, pudiera llegar a percibirse alguna revelación sobre el misterio de la creación o una alegoría sobre la reproducción de la vida y la reencarnación.

sábado, 23 de octubre de 2010

SOPA ÁCIDA

Cuando uno aterriza en Saigón para pasar una temporada larga, aprende que los vietnamitas son muy soperos. Desde el Pho por la mañana o a todas horas, hasta el hot pot, uno de los platos más célebres y recurridos de la cocina vietnamita.
Si algo sorprende de esos caldos, que son sabrosos y por lo general picantes, es la afición a su acidificación. El empleo del tomate hervido, la piña, el tamarindo o directamente el limón o la lima exprimidos les dan ese toque marcadamente ácido que contrarresta el sabor dulzón de los tubérculos como el boniato (tienen de todos los colores, blanco, lila, naranja, marrón) o los vegetales de la familia de las mentas o los brotes de soja.
PHO DE TERNERA
En el Pho, si uno no está satisfecho con el sabor, siempre puede añadirse el Chin Su, la marca popular de una salsa de chile y ajo, o la pasta de judía roja (exquisita) o el resolutivo y omnipresente Nuoc Mam. Al igual que muchos otros refinados placeres, el Nuoc Mam huele mal pero sabe bien. Fabricado a partir de la maceración de pescados y mariscos, es un precioso líquido que en Vietnam sustituye con creces las famosas pastillas enriquecedoras de caldos, con la ventaja que no lleva grasas animales ni aceites añadidos. Su adición a cualquier plato cocinado es tan agradecida que la he bautizado como el salvatodo de la cocina.
PHO MATINAL

La gracia del hot pot es que los elementos van cociéndose como una fondue de caldo, que va enriqueciéndose de los aromas del puchero. En esa sopa tan nutritiva todo es bien recibido, desde las setas, las verduras, las carnes hasta el marisco y el pescado.





PHO DE CANGREJO
Para los amantes de las sopas, Saigón es su ciudad. Pero mientras uno, en Europa, se imagina la sopa caliente tras una aguacero, un resfriado o durante el invierno, en Saigón se toma a 28 grados, así que prepararos a quedar hechos una sopa también por fuera. Porque todo es húmedo en la ciudad, empezando por las servilletas, que son pequeñas toallas húmedas de algodón perfumado.

jueves, 21 de octubre de 2010

CUANDO EL CIELO CAIGA SOBRE NUESTRAS CABEZAS

Desde la ciudad del agua, uno de los muchos nombres que voy a dar a esta ciudad de Saigón, es fácil imaginarse el temor de los vikingos de que algún día el cielo cayera sobre sus cabezas.
      Cuando llueve en la ciudad, la sensación es la de la ruptura del cielo a través de una grieta inmensa, que arroja millones de litros sobre las calles, transformándolas en ríos en pocos minutos. La grieta causa un ruido retumbante y el agua baja por las paredes de las casas como si fueran velones de cela arrojados a una chimenea encendida. Todo desciende, todo se desliza y fluye. Todo cambia para, al poco, volver a empezar.
Y en los descansos de la tormenta, que ya dura 15 días, millares de ranitas croan, y los peces invaden los campos, extraviados de los ríos, porque durante unas horas ya no saben cuál es su cauce.
      En mi casa tenemos una claraboya que se desliza sobre un carril. Es muy bonita y permite la entrada de luz y aire a la escalera. Pero en los días de lluvia, es decir todos, bajan chorros de agua hacia el salón y tenemos que poner cacharros para evitar un desastre. Errores de construcción.
       Bienvenidos a la ciudad de la lluvia.
      Esta tarde he jugado al tenis bajo un cobertizo gigantesco, parecido al hangar de los aviones. A media clase ha empezado a llover, una cantidad discreta, de tipo inglés. Cuando ha salido el sol, ha iluminado las gotas que rebotaban sobre las pistas duras de al lado, de modo que centelleaban como las virutas de hierro cuando se echan al fuego.
Más allá, la música de 10.000 maniacs salía de un bar.
       Era un acompañamiento surreal.